Cartas de un asesino insignificante
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Durante su solitaria estancia en el pueblo costero de Roquedal, una traductora, Carmen del Mar Poveda, recibe misteriosas cartas de un desconocido que le declara su intenci?n de matarla. Las cartas son abandonadas en el muro que rodea su casa y el desconocido exige una respuesta. Comienza as? un extra?o intercambio epistolar, un juego de acertijos y falsas soluciones, de identidades y espejos, en el que, inexorablemente, se imbricar?n las oscuras leyendas del pueblo, sus antiqu?simas fiestas populares y algunos de sus m?s enigm?ticos habitantes. Escrita en clave l?dica, siguiendo una estructura argumental que recuerda el juego m?ltiple de las cajas chinas, la novela aborda do manera brillante la idea de la muerte, ese asesino particular que siempre nos acompa?a como interlocutor privilegiado de toda la vida, al tiempo que presenta la escritura como met?fora y espejo del destino humano. Estimada se?orita. Voy a matarla y usted lo sabe, as? que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de v?ctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva rom?ntica.
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Verdad evidente
Usted morirá.
Hable con Francisca Cruz, Amparo Mohedano y Eulogia Ramírez. Ellas le revelarán otra verdad evidente. A Eulogia la encontrará mañana por la tarde en la iglesia, a las cinco en punto.
He visitado varias veces la iglesia de Roquedal, y siempre me ha parecido que era el mar. La sensación se agota cuando pasa el tiempo, romo si mi imaginación se acostumbrara a ella igual que los ojos a la penumbra. Hay varias cosas que son el mar sin serlo: el nicho lapislázuli de la pared del altar, que ampara la delicada figurita de Nuestra Señora de Roquedal, la polícroma patrona de los pescadores del pueblo; pero también las maderas que forman la gran cruz, procedentes, afirma la fábula, de las cuadernas de una vieja carabela de las Indias que naufragó en las cercanías y cuya tripulación vive aún bajo las olas del espigón (Manolo desmiente que tal leyenda exista, porque en Roquedal hay leyendas de leyendas); y la piedra desportillada de las paredes; y la gruta de la Virgen del Gato, excavada en un lateral sobre roca esponjada. Pero la sensación, como digo, desaparece pronto, y sólo (queda la mancha del recuerdo y la percepción autentica de una vieja iglesia de pueblo, con sus esquinas misteriosas y sus figuras veneradas.
Cuando llegué, un poco después de las cinco, va había comenzado el oficio, y un pequeño ejército de mujeres tenebrosas repetía: «Señor, ten piedad» mientras Fernando, el párroco, rodeado de monaguillos, admiraba un enorme libro abierto sobre el altar. Decidí aguardar afuera, ya que supuse que Eulogia saldría con las demás cuando acabara la misa. Entonces mis ojos descubrieron el papel clavado con chinchetas en el tablón del vestíbulo:
Misa por el Eterno Descanso de
Eulogia Ramírez Manzano (q.e.p.d.).
27 de mayo. 5 de la tarde.
Sentí un levísimo mareo, tenue como un recuerdo, y hube de sentarme en las escalinatas de la entrada.
La plaza, atacada por el sol, se hallaba casi desierta. Dos camareros se afanaban instalando la terraza de un bar, pero sobre aquel breve desorden metálico se extendía un soberano silencio azul. La espantosa belleza de la tarde fue quizá la responsable de que no sintiese demasiado miedo, o de que el miedo me floreciera dentro, haciéndose lindo. «Eulogia Ramírez ha muerto y yace en una de estas casas, tras el mármol de las paredes», visioné, hipnotizada. Ella misma riega los geranios de su lápida y se asoma por las rejas de la ventana como un cadáver tímido». No sé cuánto tiempo permanecí sentada en las escalinatas, parpadeando ante aquel soleado limbo. Recuerdo que empezaron a desfilar en silencio mujeres negras y deduje que la misa había concluido. «Pero yo he venido a saber de Eulogia», pensé y decidí entrar.
Peces abisales nadaron en mis ojos por el contraste con el resol exterior. Hallé la sacristía tras una puertecita marginal y me sorprendió comprobar que la habitación era espaciosa y había sido decorada con detalles de hogar. Fernando se ocupaba de atornillar una pequeña percha a la pared (parece imposible sorprenderlo inactivo; es un hombre que vive para perfilar el mundo), y ya no llevaba sotana sino una camisa abierta de manga corta, el espectro de una camiseta de tirantes y pantalones marrón oscuro; desde la puerta me rodeó su olor a colonia.
– ¿Se puede? -dije.
No vaciló un instante, como si me hubiese estado aguardando.
– ¡Doña Carmen! ¡Pase y siéntese, que acabo en seguida, mujer!
Una anciana etérea y bajita, una sombra reducida de mujer, doblaba los hábitos religiosos sobre una mesa. Me dedicó una breve miradita y continuó su labor en silencio. Tras concluir con la percha, Fernando despidió entre bromas a los monaguillos -escaparon como ratones de una habitación lateral-, envió a la anciana a por café y galletas, acercó una imponente silla de alto respaldo, se sentó y me regaló toda su atención. Es un hombre robusto que irradia poder por los cuatro costados. Su presencia siempre me parece insoslayable: si se quiere evitar, hay que huir. Aunque de baja estatura, aparenta haber sido esculpido en un solo bloque de piedra olivácea; los ojos los tiene vivaces, negros y compactos como aceitunas; las manos son herramientas de dedos cortos. La silla en la que se sentaba me pareció lo que él hubiera podido ser, de haber nacido silla: un objeto pesado y recio, muy ornamentado, con un respaldo tan grande que sobresalía a considerable altura por encima de su cabeza. Debió de advertir mi curiosidad, porque dijo:
– ¡Ya estoy en el trono! A esto lo llamo yo «el trono». -Dio dos palmadas en los brazos fuertes del mueble-. ¿Sabe cuántos años tiene? Échele años -me retó con un guiño.
– No lo sé.
– ¿Veinte? ¿Treinta? -insistió.
– Quizá treinta, ¿no?
Se incorporó, repentinamente ceñudo.
– ¡Cien! -exclamó- ¡No le miento: un siglo! ¿Qué le parece?
– Que está como nueva.
Sin duda fue la respuesta correcta, porque volvió a sonreír con afabilidad.
– ¿Verdad? Era el antiguo sitial del altar. Ahora tenemos otro menos ostentoso y más nuevo, ya sabe lo que le digo, pero no he querido tirar éste. Aquí me siento a leer todas las tardes y a preparar las homilías. Porque mi trabajo es muy parecido al suyo: escribir y leer.
La conversación derivó, inexorable, hacia mis actividades, y aproveché la oportunidad. Le expliqué que estaba recopilando datos sobre la gente del pueblo con vistas a una futura novela. Pareció entusiasmarse.
– Creo que la misa estaba dedicada hoy a una señora -dije-. ¿Murió hace mucho tiempo?
Advertí suspicacia en sus ojos luminosos.
– ¿Eulogia? Hace un mes justo.
Llegaron las galletas -también había magdalenas en un rincón del plato-y los cafés con leche. La anciana me entregó un enorme tazón donde nadaba la nata como un nenúfar. Fernando se rascó la cabeza:
– Es curioso que me pregunte por Eulogia -dijo-. Precisamente hay una leyenda sobre ella que podría inspirarle a un escritor cualquier cosa.
Me mostré interesada y empezó a hablar. Tenía razón: me contó algo completamente absurdo, pero que, ordenado y relatado con las convenciones típicas, podría transformarse en una narración breve. ¡Oh, poderoso espíritu de mi asesino Negro, cuánto le agradezco la mención de Eulogia en su última carta! Ahora bien, ¿qué misteriosa enseñanza debo extraer de este enigma? Aquí está, en síntesis y con algunas licencias poéticas, todo lo que me contó Fernando, y que quizá titule «La astilla» cuando lo vierta de verdad en literatura.