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Amuleto

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Amuleto
Название: Amuleto
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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Amuleto - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

La voz arrebatada de Auxilio Lacouture narra, e indaga al tiempo que narra, un crimen atroz y lejano, un crimen que s?lo se desvelar? en las ?ltimas p?ginas de una novela en la que, por otra parte, no escasean los cr?menes cotidianos y los cr?menes de la formaci?n del gusto art?stico. Auxilio Lacouture, uruguaya de mediana edad, alta y flaca como el Quijote, se oculta en los lavabos de mujeres de la Facultad de Filosof?a y Letras durante la toma de la universidad por la polic?a, en M?xico, en septiembre de 1968. All? permanecer? recluida varios d?as y durante este tiempo el lavabo se convertir? en un t?nel del tiempo desde el cual avizorar los a?os ya vividos en M?xico y los a?os por vivir. En su discurso se rememora a la poetisa Lilian Serpas, que hizo el amor con el Che, y a su infortunado hijo, a los poetas espa?oles Le?n Felipe y Pedro Garfias a quienes Auxilio sirvi? como dom?stica voluntaria, a la pintora catalana Remedios Varo y su legi?n de gatos, al rey de los homosexuales de la colonia Guerrero y su reino de terror gestual, e incluso tambi?n aparece Arturo Belano, uno de los personajes centrales de Los detectives salvajes, de la cual esta novela es deudora en m?s de un sentido. Pero sobre todo se narra un viaje por un mundo, el Polo Norte de la memoria que se extiende por doquier, y la imagen ?ltima de un asesinato olvidado.

En la firme trayectoria narrativa del chileno Roberto Bola?o, este libro se define por su innegable peculiaridad. Se trata de un no muy extenso, aunque s? intenso, discurso que brota de los labios de un enigm?tico personaje, Auxilio Lacouture, una uruguaya transterrada a M?xico, que se oculta en los lavabos de la Facultad de Filosof?a y Letras durante la ocupaci?n de la universidad por la polic?a en septiembre de 1968, durante las jornadas de represi?n del movimiento estudiantil decretada por el siniestro D?az Ordaz. Los d?as que permanece encerrada, sin ser descubierta por la polic?a, se convierten en una suerte de eje m?s all? del tiempo, al que converge todo: el pasado y el futuro, su pasado y su futuro, pero tambi?n el de buena parte de la historia de Latinoam?rica en los ?ltimos tramos del siglo XX. As? su discurso es rememorativo y retrospectivo a la vez.

El mon?logo comienza desarroll?ndose en el plano de la cotidianidad para ir alz?ndose de manera gradual a una creciente irrealidad, que desemboca en paisajes francamente visionarios. Los diferentes episodios van concaten?ndose cada vez menos seg?n las leyes de la causalidad narrativa y m?s seg?n las exigencias del entramado simb?lico, que se impone sobre una conscientemente relajada temporalidad. Todo parece confluir en un homenaje a las v?ctimas de la represi?n sufrida en Am?rica Latina -y no s?lo en M?xico- por la acci?n de los gobiernos autoritarios y dictatoriales, esa generaci?n entera de j?venes latinaomericanos sacrificados de la que habla el texto.

Auxilio Lacouture es una suerte de alegor?a de la inocencia y la verdad de la historia, amiga de la poes?a y de los poetas, enamorada del puro fervor vital y hondamente desinteresada en cuanto a sus afectos y voliciones se refiere. El texto no carece de episodios significativos en s? mismos (as? las relaciones de la protagonista con los poetas espa?oles Le?n Felipe y Pedro Garfias, con la poeta Lilian Serpas, amante del Che, con los oscuros ?mbitos de la homosexualidad m?s sombr?a), pero conforme la narraci?n avanza tales episodios descubren m?s su condici?n de apoyaturas del discurso simb?lico desplegado. En este sentido quiz? el episodio culminante sea el que se refiere a Orestes y Er?gone, donde la f?bula m?tica de amor y venganza se pone muy expresamente al servicio de la f?bula de amor y muerte que es el ?ltimo n?cleo del texto y, sin duda, el m?s decisivo.

Quiz? no sea Amuleto la obra que de Bola?o aguardaba el lector, por m?s que sus vinculaciones con la escritura anterior del autor salten a la vista: aqu? aparece Arturo Belano, uno de los dos detectives salvajes de su celebrada novela pen?ltima, y el ?mbito de preocupaciones en el que el texto se instala dista de ser nuevo. Al comienzo de su mon?logo, la protagonista se?ala que ?ste ser? un relato de serie negra y de terror, aunque no lo parecer?. No lo parece, desde luego. El autor da ah? una clave de lectura, que luego no desautoriza, pero cuyo sentido -y sobre todo su forma- el lector tarda mucho tiempo, quiz? demasiado, en explicarse.

Lectores y cr?ticos -hay que proclamarlo tambi?n- no andan desacertados cuando esperan situarse en el ?mbito de cierta po?tica, de ciertas formulaciones narrativas, aunque sean tan novedosas como las que Bola?o ha practicado. Pero el narrador albergaba ya se ve la necesidad de dar salida a determinada presi?n tem?tica y existencial, y este libro es el resultado de tal necesidad. Un libro que, si se quiso en alg?n momento de serie negra, acaba siendo poem?tico, l?rico y seguramente no menos sombr?o que el g?nero por ?l mismo invocado.

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Como si yo, por alternar la infesta avenida Bucareli con la Universidad, fuera mejor. Como si yo, por frecuentar y conocer a los jóvenes poetas y no sólo a los viejos periodistas fracasados, fuera mejor. La verdad es que no soy mejor. La verdad es que los jóvenes poetas generalmente acaban siendo viejos periodistas fracasados. Y la Universidad, mi querida Universidad, está esperando su oportunidad justo ahí debajo, en las cloacas de la avenida Bucareli.

Una noche, esto también me lo contó ella, conoció en el café Quito a un sudamericano exiliado con el que estuvo hablando hasta que cerraron. Después se fueron a la casa de Lilian y se metieron en la cama sin hacer ruido para que Carlitos Coffeen no se despertara. El sudamericano era Ernesto Guevara. No te lo puedo creer, Lilian, le dije. Sí, era él, me dijo Lilian con esa su manera de hablar que tenía cuando yo la conocí, una voz muy delgada, de muñeca rota, una voz como la que hubiera tenido el licenciado Vidriera si hubiera sido licenciada o al menos bachillera y se hubiera vuelto loca y superlúcida al mismo tiempo en pleno Siglo de Oro desdichado. ¿Y qué tal era el Che en la cama?, fue lo primero que quise saber. Lilian dijo algo que no entendí. ¿Qué?, dije, ¿qué?, ¿qué? Normal, dijo Lilian con la mirada perdida en las arrugas de su carpeta.

Puede que fuera mentira. Cuando yo la conocí a Lilian sólo parecía importarle vender las reproducciones de los dibujos de su hijo. La poesía la dejaba indiferente. Llegaba al café Quito, ya muy tarde, y se sentaba en la mesa de los jóvenes poetas o en la mesa de los viejos periodistas fracasados (todos ex amantes suyos) y se dedicaba a escuchar las conversaciones de siempre. Si alguien le decía, por ejemplo, háblanos del Che Guevara, ella decía: normal. Eso era todo. En el café Quito, por otra parte, más de uno de los viejos periodistas fracasados había conocido al Che y a Fidel, que lo frecuentaron durante su estancia en México, y a nadie le parecía raro que Lilian dijera normal, aunque ellos tal vez no sabían que Lilian se había acostado con el Che, ellos creían que Lilian sólo se había acostado con ellos y con algunos peces gordos que no frecuentaban la avenida Bucareli a altas horas de la noche, pero para el caso era lo mismo.

Yo reconozco que me hubiera gustado saber cómo cogía el Che Guevara. Normal, claro, pero cómo.

Estos chicos, le dije una noche a Lilian, tienen derecho a saber cómo cogía el Che. Una locura mía sin pies ni cabeza, pero igual se la solté.

Recuerdo que Lilian me miró con su máscara de muñeca arrugada, martirizada, de la que parecía a punto de emerger a cada segundo la reina de los mares con su cohorte de truenos, pero en donde ya nunca pasaba nada. Estos chicos, estos chicos, dijo y luego miró el techo del café Quito que en ese momento estaban pintando dos adolescentes montados en un andamiaje portátil.

Así era Lilian, así era la mujer a la que me puse a seguir desde el sueño de Remedios Varo, la gran pintora catalana, hasta el sueño de las calles terminales del DF en donde siempre pasaban cosas que parecían susurrar o gritar o escupirte que allí nunca pasaba nada.

Y así me vi otra vez en el café Quito en 1973 o tal vez en los primeros meses de 1974 y vi llegar a Lilian a través del humo y de las luces trazadoras del café a las once de la noche, y ella llega, como siempre, envuelta en humo, y su humo y el humo del interior del café se contemplan como arañas antes de fundirse en un solo humo, un humo en donde prima el olor a café pues en el Quito hay una tostadora de café y además es uno de los escasos lugares de la avenida Bucareli en donde tienen una máquina italiana para hacer café express.

Y entonces mis amigos, los poetas jóvenes de México, sin levantarse de la mesa la saludan, dicen buenas noches, Lilian Serpas, qué hubo, Lilian Serpas, incluso los más atontados dicen buenas noches, Lilian Serpas, como si mediante el acto de saludarla una diosa bajara de las alturas del café Quito (en donde dos jóvenes obreros intrépidos se afanan en un equilibrio que no puedo sino considerar precario) y les colgara del pecho la medalla de honor de la poesía, cuando lo que en realidad sucede (pero esto yo sólo lo pienso, no lo digo) es que al saludarla así, de esa manera, lo único que están haciendo es poner sus jóvenes y atontadas cabezas en la mesa del verdugo.

Y Lilian se detiene, como si oyera mal, y busca la mesa en donde están ellos (y en donde estoy yo) y al vernos se acerca a saludar y de paso a tratar de vender alguna de sus reproducciones y yo miro para otro lado.

¿Por qué miro para otro lado?

Porque conozco su historia.

Así que miro para otro lado mientras Lilian, de pie o ya sentada, saluda a todo el mundo, generalmente más de cinco poetas jóvenes abigarrados alrededor de una mesa, y cuando me saluda a mí yo dejo de mirar el suelo y vuelvo la cabeza con una lentitud exasperante (pero es que no puedo hacerlo más rápido) y le doy, obediente, las buenas noches yo también.

Y así pasa el tiempo (Lilian no intenta vendernos ningún dibujo porque sabe que nosotros no tenemos dinero ni ganas de comprar, pero le permite a quien lo desea echarles una mirada a las reproducciones, curiosas reproducciones, hechas no de cualquier manera sino en una imprenta y en papel satinado, lo que dice algo, al menos, respecto a la singular disposición mercantil de Carlos Coffeen Serpas o de su madre, ermitaños o mendigos, pero que en un momento de inspiración que prefiero no imaginármelo deciden vivir exclusivamente de su arte) y poco a poco la gente comienza a marcharse o a cambiarse de mesa, pues en el Quito, a cierta hora de la noche, quien más, quien menos, todo el mundo se conoce y todos desean hablar, al menos unas palabras, con sus conocidos. Y así, náufraga en medio de una rotación incesante, en determinado momento me quedo sola mirando mi taza de café medio llena y al momento siguiente (pero casi sin transición) una sombra esquiva, que de tan esquiva parece concitar sobre sí todas las sombras del café, como si su campo gravitatorio sólo atrajera a los objetos inertes, se desplaza hasta mi mesa y se sienta junto a mí.

¿Cómo estás, Auxilio?, dice el fantasma de Lilian Serpas.

Aquí no más, le digo yo.

Y es entonces cuando el tiempo vuelve a detenerse, imagen trillada donde las haya pues el tiempo o no se detiene nunca o está detenido desde siempre, digamos entonces que el contínuum del tiempo sufre un escalofrío, o digamos que el tiempo abre las patotas y se agacha y mete la cabeza entre las ingles y me mira al revés, unos centímetros tan sólo más abajo del culo, y me guiña un ojo loco, o digamos que la luna llena o creciente o la oscura luna menguante del DF vuelve a deslizarse por las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, o digamos que se levanta un silencio de velatorio en el café Quito y que sólo escucho los murmullos de los fantasmas de la corte de Lilian Serpas y que no sé, una vez más, si estoy en el 68 o en el 74 o en el 80 o si de una vez por todas me estoy aproximando como la sombra de un barco naufragado al dichoso año 2000 que no veré.

Sea lo que sea, algo pasa con el tiempo. Yo sé que algo pasa con el tiempo y no digamos con el espacio.

Yo presiento que algo pasa y que además no es la primera vez que pasa, aunque tratándose del tiempo todo pasa por primera vez y aquí no hay experiencia que valga, lo que en el fondo es mejor, porque la experiencia generalmente es un fraude.

Y entonces Lilian (que es la única indemne en esta historia, porque ella ya lo ha sufrido todo) me pide, una vez más, el primer y el último favor que me va a pedir en toda su vida.

Dice: es tarde. Dice: qué linda estás, Auxilio. Dice: a menudo pienso en ti, Auxilio. Y yo la observo y observo el techo del café Quito en donde los dos jóvenes soñolientos siguen trabajando o haciendo como que trabajan subidos en un andamio pésimamente construido y luego la vuelvo a observar a ella, que habla no mirándome a la cara sino mirando su vaso grande y grueso de café con leche, mientras escucho por un oído sus palabras y por el otro los gritos que los habituales del café Quito dirigen a los jóvenes del andamio, frases que constituyen un ritual de iniciación masculina, colijo, o frases que pretenden ser cariñosas pero que sólo son premonitorias de un desastre que no sólo arrastrará a la pareja de pintores de brocha gorda (o fontaneros o electricistas, no lo sé, yo sólo los vi, yo todavía los veo mientras la luna cruza enloquecida cada una de las baldosas del lavabo de mujeres como si esa singladura contuviera toda la subversión posible, y eso me espanta) sino también a ellos, los vociferantes, los que aconsejan, nosotros.

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