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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Hablaré con ellos, dijo Epifanio, y cuando haya hablado te lo diré. En tres días ubicó a los cinco hombres de la lista. Ninguno tenía cara de mala persona. Uno de ellos estaba casado, pero la noche en que desapareció Estrella había estado en casa con su mujer y sus tres hijos. Los otros cuatro tenían coartadas más o menos seguras y, sobre todo, ninguno de los cinco tenía coche. Volvió a hablar con Rosa María Medina. Esta vez la esperó sentado en la puerta de su casa. Cuando la muchacha llegó le preguntó escandalizada cómo es que no había llamado.
Llamé, dijo Epifanio, me abrió tu mamá y me invitó a una taza de café, pero luego se tuvo que ir a trabajar y yo me quedé esperándote aquí. La muchacha lo invitó a pasar pero Epifanio prefirió seguir sentado afuera, dizque porque hacía menos calor que adentro. Le preguntó si fumaba. La muchacha primero se quedó de pie, a un lado, y luego se sentó sobre una piedra plana y le dijo que no fumaba. Epifanio contempló la piedra: era muy curiosa, tenía forma de silla, aunque sin respaldo, y el hecho de que la madre o alguien de la familia la hubiera puesto allí, en aquel jardincito, indicaba buen gusto y hasta delicadeza.
Le preguntó a la muchacha dónde había sido encontrada esa piedra. La encontró mi papá, dijo Rosa María Medina, en Casas Negras, y se la trajo para acá a puro pulso. Allí encontraron el cuerpo de Estrella, dijo Epifanio. En la carretera, dijo la muchacha cerrando los ojos. Mi papá encontró esta piedra en el mero Casas Negras, en una fiesta, y se enamoró de ella. Así era él. Luego le dijo que su padre había muerto. Epifanio quiso saber cuándo. Hace un montón de años, dijo la muchacha con un gesto de indiferencia. Encendió un cigarrillo y le dijo que le contara otra vez, de la manera que quisiera, las salidas que hacía con Estrella y con la otra, ¿cómo se llama?, Rosa Márquez, los domingos. La muchacha empezó a hablar, con la vista fija en los pocos tiestos con plantas que su madre tenía en el diminuto jardín de la entrada, aunque a veces levantaba la vista y lo miraba como para calibrar si lo que le contaba resultaba de provecho o sólo era una pérdida de tiempo. Cuando terminó a Epifanio sólo le había quedado una cosa clara: que no sólo salían los domingos, a veces se iban al cine los lunes o los jueves, o a bailar, todo dependía de los turnos en la maquiladora, que eran flexibles y obedecían a protocolos de producción que quedaban fuera de la comprensión de los obreros. Entonces cambió las preguntas y quiso saber cómo se divertían los martes, por ejemplo, si aquél resultaba el día libre de la semana. La rutina, según la muchacha, era similar, aunque en según qué cosas un poco mejor pues los establecimientos del centro estaban todos abiertos, lo que no ocurría los días oficialmente festivos.
Epifanio apretó un poco. Quiso saber cuál era el cine favorito, aparte del Rex, a qué otros cines habían ido, si alguien había abordado a Estrella en algún lugar, qué locales comerciales visitaban, aunque no entraran en ellos y sólo se quedaran mirando los escaparates, a qué cafeterías iban, el nombre de éstas, si en alguna ocasión habían visitado alguna discoteca. La muchacha dijo que nunca habían estado en una discoteca, que a Estrella no le gustaban esos sitios. Pero a ti sí, dijo Epifanio. A ti y a tu amiguita Rosa Márquez. La muchacha no lo quiso mirar a la cara y dijo que a veces, cuando salían sin Estrella, iban a las discotecas del centro. ¿Y Estrella no? ¿Estrella nunca las acompañó? Nunca, dijo la muchacha. Estrella quería saber cosas de computadoras, quería aprender, quería progresar, dijo la muchacha.
Tanta computadora, tanta computadora, no me trago una palabra de lo que me dices, tortita, dijo Epifanio. Yo no soy su pinche tortita, dijo la muchacha. Durante un rato permanecieron sin decirse nada. Epifanio se rió un poco y luego encendió otro cigarrillo, allí, sentado en la entrada de la casa, contemplando el ir y venir de la gente. Hay un sitio, dijo la muchacha, pero ya no me acuerdo dónde, está en el centro, es una tienda de computadoras. Fuimos un par de veces. Rosa y yo la esperábamos afuera y sólo ella entraba y se ponía a platicar con un tipo muy alto, pero de verdad muy alto, mucho más que usted, dijo la muchacha. Un tipo muy alto, ¿y qué más?, dijo Epifanio. Alto y güero, dijo la muchacha. ¿Y qué más?
Pues que Estrella al principio parecía entusiasmada, digo, la primera vez que entró y habló con ese hombre. Según me dijo era el dueño de la tienda y sabía mucho de computadoras y además se notaba que tenía dinero. La segunda vez que fuimos a verlo Estrella salió encorajinada. Le pregunté qué le había pasado y no me quiso decir nada. Íbamos las dos solas y luego nos fuimos a la feria de la colonia Veracruz y lo olvidamos todo. ¿Y cuándo fue eso, tortita?, dijo Epifanio. Ya le he dicho que no soy su pinche tortita, lépero, dijo la muchacha. ¿Cuándo fue eso?, dijo Epifanio, que ya empezaba a ver a un tipo muy alto y muy rubio que caminaba en la oscuridad, en un largo pasillo oscuro, arriba y abajo, como si lo estuviera esperando a él. Una semana antes de que la mataran, dijo la muchacha.
La vida es dura, dijo el presidente municipal de Santa Teresa.
Tenemos tres casos que no ofrecen ninguna duda, dijo el judicial Ángel Fernández. Hay que mirar las cosas con lupa, dijo el tipo de la cámara de comercio. Yo todo lo miro con lupa, una y otra vez, hasta que se me cierran los ojos de sueño, dijo Pedro Negrete. De lo que se trata es de no moverle al cucarachero, dijo el presidente municipal. La verdad es una y ni modo, dijo Pedro Negrete. Tenemos un asesino en serie, como en las películas de los gringos, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo.
Hay que fijarse muy bien dónde uno pone los pies, dijo el tipo de la cámara de comercio. ¿En qué se distingue un asesino en serie de uno normal y corriente?, dijo el judicial Ángel Fernández. Pues muy sencillo: el asesino en serie deja su firma, ¿entienden?, no tiene un móvil, pero tiene una firma, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿Cómo que no tiene un móvil? ¿Acaso se mueve por impulsos eléctricos?, dijo el presidente municipal. En esta clase de asuntos hay que examinar muy bien las palabras, no vaya uno a meterse donde no debe, dijo el tipo de la cámara de comercio. Hay tres mujeres muertas, dijo el judicial Ángel Fernández enseñando el pulgar, el índice y el dedo medio a los que estaban en la habitación. Ojalá sólo hubiera tres, dijo Pedro Negrete. Tres mujeres muertas a las que les han cortado el seno derecho y les han arrancado a mordiscos el pezón izquierdo, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo.
¿A qué les suena eso?, dijo el judicial Ángel Fernández.
¿A que hay un asesino en serie?, dijo el presidente municipal.
Pues claro, dijo el judicial Ángel Fernández. Mucha casualidad sería que a tres cabrones se les ocurriera despacharse así a sus víctimas, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Suena lógico, dijo el presidente municipal. Pero es que la cosa puede no quedar aquí, dijo el judicial Ángel Fernández. Si damos rienda suelta a la imaginación podemos llegar a cualquier parte, dijo el tipo de la cámara de comercio. Ya me imagino adónde quieren llegar, dijo Pedro Negrete. ¿Y a ti te parece bien?, dijo el presidente municipal. Si las tres mujeres que aparecieron con la teta derecha amputada fueron asesinadas por la misma persona, ¿por qué no pensar que esa persona mató a otras mujeres?, dijo el judicial Ángel Fernández. Es científico, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿El asesino es científico?, dijo el tipo de la cámara de comercio. No, el modus operandi, la forma en que ese hijo de la chingada empieza a cogerle gusto a lo que hace, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Me explico: el asesino empezó violando y estrangulando, que es una manera normal, digamos, de matar a alguien. Al ver que no lo atrapaban sus asesinatos se fueron personalizando. La bestia salió a la superficie.