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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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En agosto de 1995 fueron encontrados los cuerpos de siete mujeres y Florita Almada apareció por segunda vez en la televisión de Sonora y dos policías de Tucson estuvieron en Santa Teresa haciendo preguntas. Estos últimos se entrevistaron con los empleados del consulado Kurt A. Banks y Dick Henderson, ya que el cónsul se hallaba pasando una temporada en su rancho de Sage, California, en realidad una cabaña de madera podrida, al otro lado de la Ramona Indian Reservation, mientras su mujer descansaba unos meses en casa de su hermana en Escondido, cerca de San Diego. La cabaña antes había tenido tierras, pero las tierras las vendió el padre de Conan Mitchell y ahora sólo le quedaban mil metros cuadrados de jardín agreste en donde se dedicaba a matar ratones de campo armado con una Remington 870 Wingmaster y a leer novelas de vaqueros y ver vídeos pornográficos. Cuando se cansaba se metía en su coche y bajaba a Sage, al bar, en donde algunos viejos lo conocían desde que era niño. A veces Conan Mitchell se quedaba mirando a los viejos y pensaba que era imposible que tuvieran ese tipo de recuerdos sobre su infancia, pues algunos no parecían mucho mayores que él. Pero los viejos hacían bailar sus dentaduras postizas y recordaban las travesuras del niño Abe Mitchell como si lo estuvieran viendo en ese instante y a Conan no le quedaba más remedio que fingir que él también se reía. La verdad es que no tenía recuerdos precisos de su infancia. Se acordaba de su padre y de su hermano mayor y a veces recordaba temporales de lluvia, pero la lluvia no era de Sage, sino de otro sitio donde había vivido. La superstición de morir calcinado por un rayo lo acompañaba desde su infancia y eso sí lo recordaba, aunque, salvo a su mujer, a poca gente se lo había contado. La verdad es que Conan Mitchell no era muy hablador.
Ésa era una de las razones por las que le gustaba vivir en México, en donde tenía dos pequeñas empresas de transporte.
A los mexicanos les gusta hablar, pero prefieren no hacerlo con las personas altas, más aún si son norteamericanos. Esta idea, que era suya y que vaya Dios a saber cómo se había forjado en su cabeza, le producía una gran tranquilidad cuando estaba al sur de la frontera. De vez en cuando, sin embargo, y siempre por imposición de su mujer, tenía que pasar temporadas en California o en Arizona, que él aceptaba con resignación. Los primeros días el cambio parecía no afectarle. A las dos semanas, incapaz de soportar el ruido (ruido que se dirigía a él y que le exigía respuestas), se marchaba a Sage, a encerrarse en su vieja cabaña. Cuando los policías de Tucson llegaron a Santa Teresa, hacía veinte días que Conan ya no estaba allí, algo que en el fondo los policías agradecieron, pues tenían noticias de su incompetencia. Henderson y Banks hicieron el papel de cicerones.
Los policías recorrieron la ciudad, visitaron bares y discotecas, fueron presentados a Pedro Negrete, con quien mantuvieron una larga conversación sobre narcotráfico, se entrevistaron con los judiciales Ortiz Rebolledo y Juan de Dios Martínez, hablaron con dos forenses de la morgue de la ciudad, examinaron algunos dossieres de muertos sin nombre encontrados en el desierto y visitaron el burdel Asuntos Internos, en donde se acostaron con sendas putas. Después, tal como habían llegado, se marcharon.
Por lo que respecta a Florita Almada, su segunda aparición televisiva fue menos espectacular que la primera. Habló, por expreso deseo de Reinaldo, de los tres libros que había escrito y publicado. No eran buenos libros, dijo, pero para una mujer que había sido analfabeta hasta pasados los veinte años no carecían de mérito. Todas las cosas de este mundo, afirmó, incluso las más grandes, comparadas con el universo en realidad eran chiquititas. ¿Qué quería decir con esto? Pues que el ser humano, si se lo proponía, podía superarse. No quería decir que un campesino, por poner un ejemplo, de la noche a la mañana fuera capaz de dirigir la NASA, ni siquiera de trabajar en la NASA, pero ¿quién podía afirmar que el hijo de ese campesino, guiado por el ejemplo y el cariño de su padre, no llegaría algún día a trabajar allí? A ella, por poner otro ejemplo, le hubiera gustado estudiar y ser maestra de escuela, pues ése era tal vez, a su modesto entender, el mejor trabajo del mundo, enseñar a los niños, abrir con toda la delicadeza los ojos de los niños para que contemplaran, aunque sólo fuera una puntita, los tesoros de la realidad y de la cultura, que al fin y al cabo eran la misma cosa. Pero no pudo ser y ella estaba en paz con el mundo. A veces soñaba que era maestra de escuela y que vivía en el campo.
Su escuela estaba en lo alto de una loma desde donde se veía el pueblo, las casas de color marrón, algunas blancas, los techos amarillos oscuros en donde a veces se acomodaban los viejos mirando las calles terrosas. Desde el patio de la escuela podía ver a las niñas que subían a clase. Cabelleras negras recogidas en colas de caballo o en trenzas o sujetas por cintillos. Rostros morenos y sonrisas blancas. A lo lejos, los campesinos labraban la tierra, sacaban frutos del desierto, pastoreaban rebaños de cabras.
Ella podía entender sus palabras, sus formas de decir buenos días o buenas noches, con qué claridad podía entenderlos, todas sus palabras, las que no cambiaban y las que iban cambiando cada día, cada hora, cada minuto, ella las entendía sin el menor problema. Bueno, así eran los sueños. Había sueños en donde todo encajaba y había sueños en donde nada encajaba y el mundo era un ataúd lleno de chirridos. A pesar de todo ella estaba en paz con el mundo, pues si bien no había estudiado para ser maestra de escuela, tal como era su sueño, ahora era yerbatera y según algunos vidente y muchísima gente le estaba agradecida por algunas cositas que había hecho por ella, nada importante, pequeños consejos, pequeñas indicaciones, como por ejemplo recomendarles que incorporaran a su dieta la fibra vegetal, que no es comida para seres humanos, es decir que nuestro aparato digestivo no puede degradar y absorber, pero que es buena para ir al baño o para hacer del dos o, con perdón de Reinaldo y del distingido público, para defecar. Sólo el aparato digestivo de los animales herbívoros, decía Florita, dispone de sustancias capaces de digerir la celulosa y por lo tanto de absorber sus componentes, las moléculas de glucosa. La celulosa y otras sustancias similares es lo que llamamos fibra vegetal. Su consumo, pese a que no nos propocione elementos energéticos aprovechables, es beneficioso. Al no ser absorbida la fibra hace que el bolo alimenticio, en su recorrido por el tubo digestivo, mantenga su volumen. Y eso hace que genere presión dentro del intestino, lo cual estimula su actividad, haciendo que los restos de la digesión avancen fácilmente a lo largo de todo el tubo digestivo. Tener diarrea no es bueno, salvo en contadas excepciones, pero ir al baño una o dos veces al día proporciona tranquilidad y mesura, una especie de paz interior. No una gran paz interior, no seamos exagerados, pero sí una pequeña y reluciente paz interior. ¡Qué diferencia entre lo que representa la fibra vegetal y lo que representa el hierro! La fibra vegetal es comida de herbívoros y es pequeña y no nos alimenta sino que nos proporciona una paz del tamaño de un frijol saltarín. El hierro, por el contrario, representa la dureza para con los demás y para con uno mismo en su máxima expresión. ¿De qué hierro estoy hablando? Pues del hierro con el que se hacen las espadas. O con el que se hacían las espadas y que también representa la inflexibilidad. En cualquier caso, con el hierro se daba la muerte. El rey Salomón, ese rey tan inteligente, probablemente el más inteligente que haya habido en la historia, hijo a su vez del rey de las mañanitas y protector de la infancia, aunque en cierta ocasión se dijo que quiso partir a un escuincle en dos, cuando mandó construir el templo de Jerusalén prohibió tajantemente que se utilizara hierro como medio de soporte en la construcción, ni siquiera en el menor detalle, y también prohibió que se utilizase hierro en la circuncisión, una práctica, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, que puede que tuviera su razón de ser en aquella época y en aquellos desiertos, pero que ahora, con las medidas higiénicas modernas, me parece una exageración. Yo creo que los hombres deberían circuncidarse a los veintiún años, si quieren, y si no quieren, pues no pasa nada. Volviendo al hierro, decía Florita, hay que añadir que ni los griegos ni los celtas lo emplearon cuando se trataba de recolectar hierbas medicinales o mágicas. Pues el hierro significaba muerte, inflexibilidad, poder. Y eso está reñido con las prácticas curativas. Aunque los romanos vieron luego en el hierro una larga serie de virtudes terapéuticas para aliviar o sanar diversas afecciones, como las mordeduras de los perros rabiosos, las hemorragias, la disentería, las hemorroides. Esta idea pasó a la Edad Media, en la que además se creía que los demonios, las brujas y los brujos huían del hierro. ¡Y cómo no iban a huir si con el hierro se los mataba! ¡Tontos de remate hubieran tenido que ser para no salir corriendo! En aquellos años oscuros con el hierro se practicaba la suerte adivinatoria llamada sideromancia, que consistía en calentar al rojo vivo un trozo de hierro en la fragua y después arrojar sobre él briznas de paja que al arder producían reflejos brillantes, semejantes a las estrellas.