La promesa
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Han pasado seis a?os desde que el agente Myron Bolitar hizo de superh?roe. En seis a?os no ha dado ni un pu?etazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre m?s temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de alg?n l?o. Todo eso est? a punto de cambiar… debido a una promesa. El a?o acad?mico est? llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos ?ltimos momentos de tensi?n del instituto, algunos chicos cometen el muy com?n y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron est? decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez est?n en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamar?n a ?l. Unas noches despu?s, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al d?a siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la ?ltima persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan f?cil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.
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Así que, después de ganar los tres primeros partidos, Myron tiró una pelota.
Sus compañeros no se alegraron mucho cuando tropezó y falló. Tendrían que sentarse en el banquillo. Se lamentaron un poco, pero se consolaron con el hecho de que llevaban una buena racha. Como si eso importara.
Erik tenía una botella de agua, por supuesto. Sus pantalones cortos hacían juego con la camiseta. Sus zapatillas estaban perfectamente anudadas. Sus calcetines llegaban exactamente al mismo punto en ambos tobillos, y tenían la vuelta de la misma anchura. Myron bebió de la fuente de agua y se sentó a su lado.
– ¿Cómo está Claire? -empezó Myron.
– Bien. Ahora hace una mezcla de Pilates y yoga.
– Ah.
Claire siempre estaba metida en algún ejercicio de moda u otro. Había pasado por el aeróbic de Jane Fonda, las patadas de Tae Bo y el Soloflex.
– Ahora se dedica a eso -dijo Erik.
– ¿Está en clase?
– Sí. Durante la semana da una a las seis y media de la mañana.
– Demonios, eso es muy temprano.
– Somos madrugadores.
– Ah. -Myron vio la oportunidad y la aprovechó-. ¿Y Aimee?
– ¿Qué?
– ¿Ella también es madrugadora?
Erik frunció el ceño.
– Ni hablar.
– Así que tú estás aquí -dijo Myron- y Claire en clase de yoga. ¿Y Aimee?
– Anoche se quedó en casa de una amiga.
– Ah.
– Adolescentes -dijo el padre, como si eso lo explicara todo.
Tal vez fuera cierto.
– ¿Problemas?
– No tienes ni idea.
– Ah.
Otra vez el «Ah».
Erik no dijo nada.
– ¿De qué tipo? -preguntó Myron.
– ¿Qué?
Myron deseaba decir «Ah» otra vez, pero no quería abusar demasiado.
– Problemas. ¿Qué tipo de problemas?
– No sé si te comprendo.
– ¿Está malhumorada? -dijo Myron, intentando parecer despreocupado-. ¿No escucha? ¿Sale hasta tarde, hace campana, pasa demasiado tiempo en Internet o qué?
– Todo lo que has dicho -dijo Erik, pero ahora sus palabras fueron más lentas, incluso más mesuradas-. ¿Por qué lo preguntas?
Frena, pensó Myron.
– Era hablar por hablar.
Erik frunció el ceño.
– Normalmente aquí hablamos de lo malos que son los equipos locales.
– No es nada -dijo Myron-. Es sólo que…
– ¿Sólo qué?
– La fiesta en mi casa.
– ¿Qué pasa?
– No lo sé, al ver allí a Aimee, me puse a pensar en lo difíciles que fueron los años de adolescencia.
Los ojos de Erik se empequeñecieron. En la cancha alguien había gritado falta y otro estaba protestando.
– ¡No te he tocado! -gritó un hombre con bigote y coderas.
Entonces empezaron los insultos, algo que en una cancha de baloncesto no se puede evitar ni con la edad.
Los ojos de Erik seguían en la pista.
– ¿Te comentó algo Aimee? -preguntó.
– ¿Como qué?
– Cualquier cosa. Recuerdo que estuvisteis en el sótano con Erin Wilder.
– Sí.
– ¿De qué hablasteis?
– De nada. Se burlaron de mí por lo anticuada que era la habitación. Erik miró a Myron. Él quería mirar a otro lado, pero no lo hizo.
– Aimee puede ser rebelde -dijo Erik.
– Como su madre.
– ¿Claire? -Erik parpadeó-. ¿Rebelde?
Vaya por Dios, cuándo aprendería a tener la boca cerrada.
– ¿De qué forma?
Myron recurrió a la respuesta del político.
– Supongo que depende de lo que signifique para ti rebelde.
Pero Erik no lo dejó pasar.
– ¿A qué te referías tú?
– Nada. Es algo bueno. En Claire había tensión.
– ¿Tensión?
Calla, Myron.
– Ya sabes a qué me refiero. Tensión. Buena tensión. Cuando viste a Claire la primera vez, ese segundo, ¿qué te atrajo de ella?
– Muchas cosas -dijo él-. Pero la tensión no fue una de ellas. Había conocido a muchas chicas, Myron. Hay unas con las que quieres casarte y otras con las que sólo quieres… ya sabes.
Myron asintió.
– Claire era de las que quieres para casarte. Eso fue lo primero que pensé cuando la vi. Y sí, sé como suena. Pero tú eras amigo suyo. Ya sabes a qué me refiero.
Myron intentó parecer despreocupado.
– La quería mucho.
La quería, pensó Myron, sin decir palabra esta vez. Había dicho «la quería», no «la quiero».
Como si le leyera el pensamiento, Erik añadió:
– Aún la quiero. Tal vez más que antes.
Myron esperó el «pero».
Erik sonrió.
– Supongo que ya sabes la buena noticia.
– ¿Cuál?
– Aimee. De hecho te estamos muy agradecidos.
– ¿Eso por qué?
– La han aceptado en Duke.
– Eh, es estupendo.
– Nos enteramos hace dos días.
– Felicidades.
– Tu carta de recomendación -dijo-. Creo que ha sido el empujón definitivo.
– No -dijo Myron, aunque probablemente Erik tenía bastante más razón de la que creía. No sólo había escrito la carta, sino que había llamado a uno de sus antiguos compañeros, que ahora trabajaba en admisiones.
– No, en serio -siguió Erik-. Hay tanta competencia para entrar en buenas universidades. Tu recomendación tuvo mucho peso, estoy seguro. O sea que gracias.
– Es una buena chica. Fue un placer.
Se acabó el partido y Erik se levantó.
– ¿Listo?
– Creo que ya tengo suficiente -dijo Myron.
– ¿Te duele?
– Un poco.
– Nos hacemos mayores, Myron.
– Lo sé.
– Tenemos más dolores y achaques ahora.
Myron asintió.
– A mí me parece que, cuando duele, tienes dos posibilidades -dijo Erik-. O te sientas, o sigues jugando con dolor.
Erik se fue corriendo y dejó a Myron preguntándose si se referiría al baloncesto.
9
En el coche, el móvil de Myron volvió a sonar. Miró el identificador. De nuevo nada.
– Eres un hijo de puta, Myron.
– Sí, ya lo he pillado la primera vez. ¿Tienes algo nuevo que decir o vamos a seguir con la frase original de que pagaré por lo que he hecho?
Clic.
Myron se estremeció. En la época en que jugaba al superhéroe, había sido una persona muy bien relacionada. Ahora probaría si todavía lo era. Buscó en la agenda de teléfonos del móvil. El nombre de Gail Berruti, su antiguo contacto en la compañía de teléfonos, seguía allí. A la gente le parece poco realista que los detectives privados de la tele tengan un contacto en la compañía telefónica. La verdad es que es lo más fácil del mundo. Cualquier detective privado que se precie tiene un contacto en la compañía telefónica. Pensemos en la cantidad de gente que trabaja para ella. Pensemos en cuántas personas estarían dispuestas a ganarse unos dólares extras. La tarifa corriente había sido de quinientos dólares por factura entregada, pero Myron se imaginaba que el precio habría subido en los últimos seis años.
Berruti no estaba -probablemente estaba fuera el fin de semana-, pero le dejó un mensaje.
– Soy una voz del pasado -empezó Myron.
Le pidió a Berruti que le llamara con la identificación del número de teléfono. Probó otra vez el móvil de Aimee. Le salió el contestador. Cuando llegó a casa, encendió el ordenador e introdujo el número en Google. No encontró nada. Se dio una ducha rápida y después comprobó sus mensajes. Jeremy, su más o menos hijo, le había mandado un mensaje desde el extranjero:
Hola, Myron:
Sólo nos permiten decir que estamos en la zona del Golfo Pérsico. Estoy bien. Mamá está como loca. Llámala si puedes. Todavía no lo entiende. Papá tampoco, pero al menos hace como que sí. Gracias por el paquete. Nos encanta recibir cosas.
Tengo que dejarte. Volveré a escribir, pero puede que esté un tiempo ilocalizable. Llama a mamá, ¿vale?
Jeremy
Myron lo leyó una y otra vez, pero las palabras no cambiaron. El mensaje, como casi todos los de Jeremy, no decía nada. No le gustó la parte de «estar ilocalizable». Pensó en la paternidad, en lo mucho que se había perdido y en cómo encajaba ahora ese chico, su hijo, en su vida. Iba bien, pensó, al menos para Jeremy. Pero era difícil. El chico era su mayor lo-que-podría-haber-sido, el mayor si-lo-hubiera-sabido, y casi todo el tiempo le dolía mucho.