La promesa
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Han pasado seis a?os desde que el agente Myron Bolitar hizo de superh?roe. En seis a?os no ha dado ni un pu?etazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre m?s temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de alg?n l?o. Todo eso est? a punto de cambiar… debido a una promesa. El a?o acad?mico est? llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos ?ltimos momentos de tensi?n del instituto, algunos chicos cometen el muy com?n y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron est? decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez est?n en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamar?n a ?l. Unas noches despu?s, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al d?a siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la ?ltima persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan f?cil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.
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Se aclaró la garganta y probó algo informal.
– ¿Sigues saliendo con Randy?
Respuesta de ella:
– La siguiente a la izquierda.
La obedeció.
– La casa está allí, a la derecha.
– ¿Al final del callejón sin salida?
– Sí.
Myron paró enfrente. La casa estaba cerrada y totalmente a oscuras. No había farolas. Myron parpadeó un par de veces. Todavía estaba cansado, tenía el cerebro más nublado de lo que debería a consecuencia de la fiesta. Pensó en Esperanza un momento, en lo bonita que estaba, y, por egoísta que pareciera, volvió a pensar cómo cambiaría las cosas el matrimonio.
– No parece que haya nadie -dijo.
– Stacy estará durmiendo. -Aimee sacó una llave-. Su dormitorio está junto a la puerta trasera. Siempre entro por ahí.
Myron apagó el motor.
– Te acompaño.
– No.
– ¿Cómo sabré que estás a salvo?
– Te haré una señal.
Otro coche pasó por la calle. Los faros deslumbraron a Myron por el retrovisor. Se tapó los ojos con la mano. Qué raro, pensó, dos coches en esa calle a esas horas de la noche.
Aimee le llamó la atención.
– ¿Myron?
Él la miró.
– No les digas nada de esto a mis padres. Se pondrían como locos.
– No se lo diré.
– Las cosas… -Calló, miró por la ventana hacia la casa-. Las cosas no van demasiado bien con ellos ahora mismo.
– ¿Con tus padres?
Ella asintió.
– Sabes que eso es normal, ¿no?
Ella volvió a asentir.
Myron tenía que tratarla con guantes de seda.
– ¿Puedes contarme algo más?
– Es sólo que… no haría más que crear tensión. Que se lo cuentes, quiero decir. No se lo cuentes, ¿vale?
– Vale.
– Mantén tu promesa.
Después, Aimee bajó del coche. Fue corriendo hacia la puerta de atrás. Desapareció detrás de la casa. Myron esperó. Volvió a salir. Le sonrió y le hizo un gesto de que todo iba bien. Pero había algo en aquel gesto que no encajaba.
Myron estaba a punto de bajar del coche, pero Aimee le detuvo meneando la cabeza. Después se dirigió al jardín de atrás y la noche la engulló.
8
En los días siguientes, cuando Myron recordaba aquel momento, la forma como Aimee sonrió, le saludó y se desvaneció en la oscuridad, se preguntaba qué había sentido. ¿Había tenido una premonición, una sensación de inquietud, una punzada en la base del subconsciente, algo que le avisara, algo que no podía quitarse de encima? No lo creía. Pero era difícil acordarse.
Esperó diez minutos más en aquel callejón sin salida. No pasó nada.
Así que Myron elaboró un plan.
Tardó un rato en encontrar el camino de vuelta. Aimee le había guiado por aquel laberinto suburbano, pero tal vez Myron debería haber dejado miguitas de pan por el camino. Se abrió camino al estilo rata en un laberinto durante veinte minutos hasta que dio con Paramus Road, que le condujo por fin a una arteria principal, la Garden State Parkway.
Pero para entonces, Myron no tenía pensado volver al piso de Nueva York.
Era sábado a la noche -bueno, domingo por la mañana- y si se iba a la casa de Livingston, podría jugar al baloncesto por la mañana antes de ir al aeropuerto a coger el avión hacia Miami.
Erik, el padre de Aimee, jugaba todos los domingos sin falta.
Ese era el plan inmediato de Myron, por patético que fuera.
Así que, a primera hora de la mañana -demasiado temprano, francamente- Myron se levantó, se puso unos pantalones cortos y una camiseta, quitó el polvo a las rodilleras, y se fue al gimnasio de la Heritage Middle School. Antes de entrar, Myron llamó al móvil de Aimee. Salió inmediatamente su contestador, y su voz era alegre y al mismo tiempo muy adolescente en su «Bueno, deja un mensaje».
Estaba a punto de colgar cuando le sonó en la mano. Miró el identificador de llamadas. Nada.
– ¿Diga?
– Eres un hijo de puta. -La voz sonaba sofocada y baja. Parecía un joven, pero era difícil saberlo-. ¿Me oyes, Myron? Un hijo de puta. Y pagarás por lo que has hecho.
Se cortó la llamada. Myron marcó sesenta y nueve y esperó a oír el número. Una voz mecánica se lo dio. Prefijo local, eso sí, pero por lo demás no le sonaba de nada. Paró el coche y lo apuntó. Lo buscaría más tarde.
Cuando Myron entró en la escuela, tardó un segundo en adaptarse a la luz artificial, pero, en cuanto lo hizo, aparecieron los fantasmas familiares. El gimnasio tenía el olor rancio de todos los institutos. Alguien regateó con la pelota. Algunos chicos rieron. Los sonidos eran siempre los mismos, todos contaminados con el eco.
Myron hacía meses que no jugaba porque no le gustaban aquellos partidos de guante blanco. El baloncesto, el deporte en sí, todavía significaba mucho para él. Le encantaba. Le encantaba la sensación de la pelota en los dedos, la forma como palpaban las estrías al saltar para tirar, el arco de la pelota dirigiéndose al aro, el efecto de retroceso, el posicionamiento para el rebote, el pase perfecto. Le encantaba la decisión en un instante -pasar, rebotar, tirar- las aberturas repentinas que duraban centésimas de segundo, la forma como el tiempo se detenía para escabullirse por la rendija.
Le encantaba todo eso.
Lo que no le gustaba era el machismo típico de la mediana edad. El gimnasio estaba lleno de Amos del Universo, de varones alfa en potencia que, a pesar de su gran casa y su cartera repleta y el coche deportivo compensador del pene, seguían necesitando derrotar a alguien en algo. Myron había sido competitivo de joven. Quizá demasiado. Estaba loco por ganar. Había aprendido que ésa no era siempre una buena cualidad, aunque a menudo separara a los muy buenos de los grandes, a los casi profesionales de los profesionales: el anhelo -no, la necesidad- de ser mejor que otro hombre.
Pero lo había superado. Algunos de esos hombres -una minoría seguramente, pero suficientes- no lo habían superado.
Cuando los demás vieron a Myron, el antiguo jugador de la NBA (aunque fuera por tan breve tiempo), vieron la posibilidad de demostrar lo hombres que eran. Incluso ahora. Incluso ahora que la mayoría ya pasaba de los cuarenta. Y cuando la destreza es menor pero el corazón todavía anhela la gloria, puede ser física y directamente desagradable.
Myron echó un vistazo al gimnasio y encontró su razón de haber ido allí.
Erik se estaba calentando en un rincón. Myron corrió hacia él y le llamó.
– Erik, eh, ¿cómo va?
Erik se volvió y le sonrió.
– Buenos días, Myron. Me alegro de que hayas venido.
– No soy muy madrugador normalmente -dijo Myron.
Erik le lanzó la pelota. Myron tiró. Cayó fuera del aro.
– ¿Trasnochaste? -preguntó Erik.
– Mucho.
– Te he visto mejor.
– Vaya, gracias -dijo Myron-. ¿Cómo va todo?
– Bien, ¿y a ti?
– Bien.
Alguien gritó y los diez hombres corrieron al centro de la cancha. Así funcionaba. Si querías jugar en el primer grupo, tenías que ser de los diez primeros en llegar. David Rainiv, que dominaba los números y era vicepresidente de una empresa de la lista Fortune 500, siempre hacía los equipos. Tenía maña para equilibrar habilidades y formar equipos competitivos. Nadie cuestionaba sus decisiones. Eran finales y vinculantes.
Así que Rainiv dividió los equipos. A Myron le tocó jugar contra un joven que medía metro ochenta. Eso era bueno. La teoría sobre los hombres con complejo de Napoleón puede ser discutible en el mundo real, pero no en deportes de equipo. Los bajitos querían fastidiar a los altos: hacerse ver en un circo normalmente dominado por el tamaño.
Pero por desgracia, ese día la excepción demostró la regla. El chico era todo codos e ira. Era atlético y fuerte, pero no tenía habilidad para el baloncesto. Myron hizo lo que pudo para mantener la distancia. La verdad es que, a pesar de la rodilla y la edad, Myron podía puntuar a voluntad. Durante un rato eso fue lo que hizo. Le salía de forma natural. Le costaba jugar con más calma. Pero finalmente se reprimió. Necesitaba perder. Habían llegado más hombres. Sólo jugaban los ganadores. Quería salir de la cancha para hablar con Erik.