El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– Ahora déjala ir. Ya no la necesitas.
– ¡Ábrelo! -gritó Oriane-. Quiero asegurarme de que no me engañas.
Guilhelm se acercó un poco más. En la primera página, dorado y resplandeciente, había un símbolo que él nunca había visto: un óvalo, o más bien una lágrima por su forma, dispuesto sobre una especie de cruz, semejante al báculo de un pastor.
– Sigue -ordenó Oriane-. Quiero verlo todo.
Las manos de Alaïs temblaban mientras pasaba las páginas. Guilhelm pudo ver una extraña mezcla de dibujos y trazos, y línea tras línea de símbolos de escritura menuda que cubrían toda la hoja.
– Cógelo, Oriane -dijo Alaïs, haciendo un esfuerzo para mantener firme la voz-. Quédate con el libro y devuélveme a mi hija.
Guilhelm vio el resplandor del acero. Comprendió lo que estaba a punto de suceder, un instante antes de que sucediera. Supo que los celos y la envidia de Oriane la llevarían a destruir todo lo que Alaïs apreciaba o amaba.
Se abalanzó sobre Oriane, golpeándola de lado. Al hacerlo, sintió que sus costillas rotas cedían y estuvo a punto de perder el conocimiento por el dolor, pero el impulso había sido suficiente para hacer que la mujer soltara a Bertranda.
El cuchillo cayó de las manos de Oriane y se perdió de vista, resbalando por el suelo, hasta confundirse con las sombras detrás del altar. Bertranda salió despedida hacia adelante con la colisión. Gritó y se golpeó la cabeza con la esquina del altar. Después, se quedó completamente inmóvil.
– ¡Guilhelm, llévate a Bertranda! -gritó Alaïs-. Está herida, y Sajhë también lo está. Ayúdalos. Hay un hombre llamado Harif esperando en el pueblo. Él te ayudará.
Guilhelm dudó.
– ¡Por favor, Guilhelm, sálvala!
Sus últimas palabras se perdieron, porque Oriane había conseguido ponerse en pie con gran esfuerzo y, tras recuperar el cuchillo, se había abalanzado sobre Alaïs. El acero se hundió en el brazo ya herido de la joven.
Guilhelm sentía el corazón desgarrado. No quería dejar a Alaïs enfrentarse sola con Oriane, pero tampoco podía ver a Bertranda yaciendo inerte y pálida en el suelo.
– ¡Por favor, Guilhelm, llévatela!
Volviéndose para echar una última mirada a Alaïs, recogió a la hija de ambos en sus brazos doloridos y corrió, intentando no ver la sangre que manaba de la herida. Comprendió que era lo que Alaïs quería que hiciera.
Mientras atravesaba con paso inseguro la cámara, Guilhelm oyó un rugido, como de un trueno atrapado en lo profundo de la montaña. Cuando tropezó, pensó que sus piernas ya no lo sostenían, pero siguió adelante y logró subir los peldaños y regresar al túnel. Resbaló en las piedras flojas, con las piernas y los brazos ardiendo de dolor. Entonces se dio cuenta de que el suelo se estaba moviendo, temblando. La tierra bajo sus pies se estremecía.
Ya casi no le quedaban fuerzas. Bertranda yacía inerte en sus brazos y parecía pesarle más a cada paso que daba. El ruido aumentaba en intensidad a medida que avanzaban. Trozos de roca y polvo empezaron a caer del techo, precipitándose a su alrededor.
Pero entonces Guilhelm comenzó a sentir el aire fresco que salía a su encuentro. Unos pasos más, y salió al gris anochecer.
Guilhelm corrió hacia donde Sajhë yacía inconsciente y pudo ver que su respiración era regular.
Bertranda tenía una palidez mortal, pero empezaba a gemir y a mover los brazos. La depositó en el suelo, junto a Sajhë, y corrió a despojar de sus capas a los soldados muertos, para abrigarlos. Después se arrancó del cuello su propia capa, soltando con el movimiento la hebilla de plata y cobre, que salió despedida y cayó en el suelo polvoriento. Plegó la capa y la puso debajo de la cabeza de Bertranda, para que le sirviera de almohada.
Se detuvo un momento, para besar a su hija en la frente.
– Filha -murmuró. Fue el primer y último beso que le daría.
Dentro de la cueva se oyó un gran estruendo, como el del trueno después del relámpago. Guilhelm volvió a internarse corriendo en el túnel. El ruido era sobrecogedor en el confinamiento de la galería.
Advirtió que algo avanzaba rápidamente hacia él desde la oscuridad. Era Oriane.
– Un espíritu… un rostro -balbucía ésta, con los ojos desorbitados por el terror-. Una cara en el centro del laberinto.
– ¿Dónde está Alaïs? -gritó él, agarrándola de un brazo-. ¿Qué le has hecho a Alaïs?
Oriane tenía las manos y la ropa cubiertas de sangre.
– Caras en el… en el laberinto.
Oriane volvió a gritar. Guilhelm se volvió para ver lo que había tras él, pero no vio nada. Aprovechando el momento, Oriane le clavó el puñal en el pecho.
De inmediato, Guilhelm supo que la herida era mortal. Sentía que la muerte se iba adueñando de sus miembros. Vio que Oriane corría alejándose de él, entre nubes de polvo, mientras sus ojos se oscurecían. También el deseo de venganza murió en él. Ya no le importaba.
Oriane salió del túnel hacia la luz grisácea del día agonizante mientras Guilhelm avanzaba a ciegas, tambaleándose, hasta la cámara, desesperado por hallar a Alaïs entre el caos de rocas, piedra y polvo.
La encontró tumbada en una pequeña concavidad del suelo, con los dedos apretando la funda del Libro de las palabras y el anillo firmemente agarrado en la otra mano.
– Mon còr -susurró él.
Los ojos de ella se abrieron al oír su voz. Sonrió y Guilhelm sintió que el corazón se le ensanchaba en el pecho.
– ¿Bertranda?
– Está a salvo.
– ¿Sajhë?
– Él también vivirá.
Alaïs contuvo el aliento.
– ¿Oriane?
– La he dejado escapar. Está malherida. No llegará muy lejos.
La última llama de la lámpara, que aún ardía sobre el altar, tembló y se extinguió. Alaïs y Guilhelm no lo notaron, porque estaban fundidos en un abrazo. No advirtieron la oscuridad y la paz que descendían sobre ellos. No notaron nada, excepto que estaban juntos.
CAPÍTULO 82
Pico de Soularac
Viernes 8 de julio de 2005
La fina túnica brindaba escasa protección contra la fría humedad de la cámara. Alice se estremeció, mientras volvía lentamente la cabeza.
A su derecha estaba el altar. La única luz procedía de una antigua lámpara de aceite, colocada en el centro, que proyectaba sombras movedizas sobre las paredes inclinadas. Era suficiente para ver el símbolo del laberinto en la roca, al fondo, grande e impresionante en el espacio cerrado.
Sintió que había alguien más, muy cerca. Alice miró a su derecha, y estuvo a punto de gritar, al ver por primera vez a Shelagh. Estaba acurrucada como un animal sobre el suelo de piedra, delgada, exánime, derrotada, con signos de violencia en la piel. Alice no pudo distinguir si respiraba o no.
«Por favor, Dios, haz que todavía esté viva.»
Poco a poco, Alice se fue acostumbrando a la temblorosa luz de la lámpara. Volvió levemente la cabeza y vio a Audric en el mismo sitio que antes. Seguía amarrado con una cuerda a una argolla hincada en el suelo. Su pelo blanco formaba una especie de halo alrededor de su cabeza. Estaba quieto, como una estatua tallada en un sepulcro.
Como si hubiese podido sentir el peso de su mirada, se volvió hacia ella y le sonrió.
Olvidando por un momento que debía de estar enfadado con ella por haberse internado en la cueva en lugar de esperar fuera tal como había prometido, ella le devolvió una débil sonrisa.
«Tal como dijo Shelagh.»
Después, notó en él algo diferente. Bajó la vista hacia sus manos, apoyadas sobre la túnica blanca con los dedos extendidos.
«Falta el anillo.»
– Shelagh está aquí -susurró entre dientes-. Usted tenía razón.
Él asintió.
– Tenemos que hacer algo -murmuró ella.
El anciano sacudió la cabeza casi imperceptiblemente y señaló con la vista el extremo opuesto de la cámara. Alice siguió la dirección de la mirada.
– ¡Will! -susurró incrédula. La invadió una sensación de alivio y otra de algo diferente, seguida de congoja por el estado en que aquél se encontraba. Tenía sangre seca incrustada en el pelo, un ojo hinchado y varios cortes en la cara y las manos.
«Pero está aquí. Conmigo.»
Al oír su voz, Will abrió los ojos, esforzándose por ver en la oscuridad. Cuando por fin la vio y la reconoció, una media sonrisa acudió a sus labios maltrechos.
Por un momento, estuvieron mirándose fijamente, sosteniéndose la mirada.
«Mon còr. Mi amor.»
La revelación le insufló coraje.
El ominoso aullido del viento en el túnel se volvió más intenso, mezclado ahora con el murmullo de una voz. Era un cántico monótono, que no llegaba a ser una canción. Alice no distinguía de dónde procedía. Fragmentos de palabras y frases extrañamente familiares resonaron como ecos por la cueva, hasta saturar el aire con su sonido: montanhas , montañas; noublesso, nobleza; libres, libros; graal, grial. Alice empezó a marearse, embriagada por las palabras que resonaban en su cabeza como las campanas de una catedral.
Justo cuando empezaba a pensar que no podría resistirlo más, el cántico se interrumpió. Rápidamente, con calma, la melodía se desvaneció, dejando sólo el recuerdo.
Después, una voz solitaria flotó en el tenso silencio, una voz de mujer, clara y precisa.
En los comienzos del tiempo
En tierras de Egipto
El maestro de los secretos
Concedió las palabras y la escritura
Alice apartó la vista del rostro de Will y se volvió hacia el sonido. Marie-Cécile emergió de las sombras detrás del altar como una aparición. Estaba de pie delante del laberinto y sus ojos verdes, pintados de negro y oro, refulgían como esmeraldas a la luz parpadeante de la lámpara. Su pelo, recogido hacia atrás por una tiara de oro con un motivo de diamantes sobre la frente, resplandecía como el azabache. Sus esbeltos brazos estaban desnudos, a excepción de dos brazaletes de metal retorcido.
Llevaba en las manos los tres libros, uno sobre otro. Los colocó alineados sobre el altar, junto a un sencillo cuenco de barro. Cuando Marie-Cécile adelantó una mano para ajustar la posición de la lámpara de aceite sobre el altar, Alice observó, casi sin proponérselo, que llevaba puesto el anillo de Audric en el pulgar derecho.
«En su mano parece un error.»
Alice se sorprendió inmersa en un pasado que no recordaba. La piel de las tapas debía de estar seca y quebradiza al tacto, como las hojas muertas de un árbol otoñal, pero casi podía sentir entre sus dedos los lazos de cuero, suaves y flexibles, aunque seguramente estarían rígidos a causa de los muchos años en desuso. Era como si llevara el recuerdo escrito en sus huesos y en su sangre. Recordó cómo reverberaban las tapas, cómo cambiaban de color cuando les daba la luz.