El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– Disculpadme. No debí perder la compostura ante vos. -Hizo una profunda inspiración-. El precio que Oriane puso a la cabeza de Alaïs fue considerable, tentador incluso para los que no tenían razón alguna para desearle ningún daño. Por mi parte, pagué a los espías de Oriane para que le pasaran información falsa. Eso contribuyó a mantener a Alaïs a salvo durante casi treinta años. -Guilhelm se detuvo otra vez, mientras la imagen de un libro que ardía sobre una ennegrecida capa roja se deslizaba en su mente como un huésped indeseado-. No sabía que su fe fuera tan intensa -dijo-, ni que su deseo de impedir que Oriane se hiciera con el libro la llevara a dar ese paso.
Miró a Sajhë, intentando leer la verdad escrita en sus ojos.
– ¡Ojalá no hubiera elegido morir! -prosiguió-. Por vos, el hombre que escogió, y por mí, el tonto que tuvo su amor y lo perdió. -Su voz vaciló-. Pero sobre todo, por vuestra hija. ¡Cuando pienso que Alaïs…!
– ¿Por qué nos ayudáis? -lo interrumpió Sajhë-. ¿Por qué habéis venido?
– ¿A Montségur?
Sajhë hizo un gesto negativo, impaciente.
– No, a Montségur no. Aquí. Ahora.
– Venganza -respondió Guilhelm.
CAPÍTULO 79
Alaïs despertó con un sobresalto, rígida y fría. La delicada luz violácea del alba barría el paisaje gris y verde, mientras una leve neblina blanca pasaba de puntillas sobre las hondonadas y las grietas del flanco de la montaña, silenciosa y quieta.
Miró a Harif, que dormía apaciblemente, con la capa forrada de piel subida hasta las orejas. El día y la noche que habían pasado viajando habían sido duros para él.
El silencio pesaba sobre la montaña. A pesar del frío en los huesos y la incomodidad, Alaïs disfrutaba de la soledad, después de meses de desesperado hacinamiento y encierro en Montségur. Con cuidado para no molestar a Harif, se levantó y se desperezó, y fue a abrir una de las alforjas para partir un trozo de pan, que de tan duro parecía de madera. Se sirvió un vaso de espeso vino tinto del que producían en la montaña, casi demasiado frío para distinguir su sabor. Mojó el pan en el vino para ablandarlo y se lo comió rápidamente, antes de ponerse a preparar algo de comer para los demás.
Casi no se atrevía a pensar en Bertranda y Sajhë, ni en dónde estarían en ese instante. ¿Todavía en el campamento? ¿Juntos o separados?
El chillido de un autillo regresando de su cacería nocturna desgarró el aire. Alaïs sonrió, reconfortada por los ruidos familiares de animales moviéndose entre los arbustos, con repentinos estallidos de garras y dientes. En los bosques de los valles, más abajo, aullaba el lobo marcando su presencia. Le sirvió para recordarle que el mundo seguía su curso, que los ciclos cambiantes de las estaciones se mantenían sin ella.
Despertó a los dos guías, les dijo que el desayuno estaba listo y después condujo a los caballos hasta el torrente, donde tuvo que romper el hielo con la empuñadura de la espada para darles de beber.
Más tarde, cuando hubo más luz, fue a despertar a Harif. Le susurró en su idioma, apoyando suavemente una mano sobre su brazo. En los últimos tiempos, solía despertarse inquieto y turbado.
Harif abrió los ojos castaños, desvaídos por la edad.
– ¿Bertranda?
– Alaïs -replicó ella suavemente.
Harif parpadeó, desconcertado al verse en la gris ladera de la montaña. Alaïs supuso que habría estado soñando otra vez con Jerusalén, con las curvilíneas mezquitas y las voces que llamaban a la oración a los fieles sarracenos, o con sus viajes a través de los mares interminables del desierto.
Durante los años que habían pasado juntos, Harif le había hablado de las especias aromáticas, de los vivos colores, del sabor intenso de la comida y del brillo terrible de aquel sol rojo sangre. Le había contado historias de cómo había empleado los años de su larga vida. Le había hablado del Profeta y de la antigua ciudad de Avaris, su primer hogar. Le había contado historias de su padre, Bertran, cuando era joven, y de la Noublesso.
Viéndolo allí dormido, con la tez olivácea agrisada por la edad y el negro cabello encanecido, a Alaïs se le encogió el corazón. Estaba demasiado viejo para luchar. Había visto demasiado, había sido testigo de demasiadas cosas para que todo terminara tan abruptamente.
Harif había aplazado demasiado su último viaje, y Alaïs sabía, aunque él nunca se lo hubiese dicho, que pensar en Los Seres y en Bertranda era lo único que le daba fuerzas para continuar.
– Alaïs -dijo en voz baja, comprendiendo lentamente lo que lo rodeaba-. Ah, sí.
– No falta mucho -dijo ella, mientras lo ayudaba a ponerse de pie. -Ya casi estamos en casa.
Guilhelm y Sajhë hablaban poco, acurrucados al abrigo de la montaña, fuera del alcance de las despiadadas garras del viento.
Varias veces, Guilhelm intentó iniciar una conversación, pero las taciturnas respuestas de Sajhë lo desanimaron. Al final renunció al intento y se replegó en su mundo interior, que era precisamente lo que Sajhë pretendía.
La mala conciencia atormentaba a Sajhë. Se había pasado la vida, primero, envidiando a Guilhelm, odiándolo después y finalmente intentando no pensar en él. Había ocupado el lugar de Guilhelm al lado de Alaïs, pero nunca en su corazón. Alaïs había permanecido fiel a su primer amor, que había persistido a pesar de la ausencia y el silencio.
Sajhë conocía el valor de Guilhelm y su intrépida y larga lucha para expulsar a los cruzados del Pays d’Òc, pero se resistía a apreciarlo, y menos aún a admirarlo. Tampoco quería sentir pena por él. Era evidente que sufría por Alaïs. Su rostro hablaba de una honda pérdida y de un profundo arrepentimiento. Sajhë no podía decidirse a hablar. Pero se odiaba por no hacerlo.
Esperaron todo el día, turnándose para dormir. Cuando faltaba poco para que cayera la noche, una bandada de cuervos levantó el vuelo más abajo, en la ladera, elevándose por el aire como la ceniza de un fuego moribundo. Volaron en círculos, planearon y graznaron, batiendo el aire frío con sus alas.
– Alguien viene -dijo Sajhë, inmediatamente alerta.
Se asomó por detrás del peñasco que se erguía sobre la estrecha cornisa, junto a la entrada de la cueva, casi como si lo hubiese colocado allí la mano de un gigante.
Abajo no vio nada, ningún movimiento. Con gran precaución, Sajhë salió de su escondite. Le dolía todo y sentía el cuerpo entumecido, en parte como secuela de los golpes recibidos y en parte por la larga inmovilidad. Tenía las manos insensibles y los nudillos enrojecidos y agrietados. Su rostro era una masa de contusiones y piel desgarrada.
Se agachó para saltar de la cornisa rocosa, pero aterrizó mal, y sintió una explosión de dolor en el tobillo herido.
– Pasadme la espada -dijo, tendiendo la mano.
Después de entregarle el arma, Guilhelm saltó a su vez y se reunió con él, que ya estaba oteando el valle.
Se oyó un murmullo de voces distantes. Después, en la tenue luz del crepúsculo, Sajhë vio una fina guirnalda de humo serpenteando entre los árboles dispersos.
Miró hacia el horizonte, donde la tierra violácea se juntaba con un cielo cada vez más oscuro.
– Vienen por el camino del sureste -dijo-, lo cual significa que Oriane ha preferido evitar del todo el pueblo. Desde esa dirección, no podrán continuar mucho más con los caballos. El terreno es demasiado abrupto. Hay barrancos muy profundos por ambos lados. Tendrán que seguir a pie.
De pronto, no pudo soportar la idea de que Bertranda estuviera tan cerca.
– Voy a bajar.
– ¡No! -exclamó en seguida Guilhelm-. No -insistió, en tono más sereno-. Es demasiado arriesgado. Si os ven, pondréis en peligro la vida de Bertranda. Sabemos que Oriane vendrá a la cueva. Aquí tendremos de nuestra parte el factor sorpresa. Es mejor esperar a que venga a nuestro encuentro. -Hizo una pausa-. No debéis culparos, amigo mío. No habríais podido evitar lo sucedido. Le haréis mejor servicio a vuestra hija si respetáis nuestro plan hasta el final.
Sajhë se apartó del brazo la mano de Guilhelm.
– No tenéis idea de lo que siento en este momento -replicó, con la voz temblando de ira-. ¿Cómo os atrevéis a suponer que me conocéis?
Guilhelm hizo un gesto de irónica rendición.
– Lo siento.
– No es más que una niña.
– ¿Cuántos años tiene?
– Nueve -replicó Sajhë con brusquedad.
Guilhelm frunció el ceño.
– Entonces tiene edad suficiente para razonar -dijo, pensando en voz alta-. Incluso si Oriane no la ha obligado, sino que la ha convencido para salir del campamento con ella, es probable que a estas alturas Bertranda sospeche de ella. ¿Sabía que Oriane estaba en el campamento? ¿Sabía de la existencia de su tía?
Sajhë hizo un gesto afirmativo.
– Ella sabe que Oriane no es amiga de Alaïs. Jamás se habría ido con ella.
– No, de haber sabido quién era -repuso Guilhelm-. Pero ¿y si no lo sabía?
Sajhë pensó un momento y finalmente sacudió la cabeza.
– Aun así, no creo que se hubiese marchado con una extraña. Le dije claramente que tenía que esperarnos…
Se interrumpió, advirtiendo que había estado a punto de delatarse, pero Guilhelm estaba inmerso en sus razonamientos. Sajhë suspiró aliviado.
– Creo que podremos ocuparnos de los soldados cuando hayamos rescatado a Bertranda -dijo Guilhelm-. Cuanto más pienso al respecto, más probable me parece que Oriane deje a sus hombres acampados y continúe sola con vuestra hija.
Sajhë empezó a prestar atención.
– Continuad.
– Oriane lleva más de treinta años esperando este momento. El ocultamiento le resulta tan natural como respirar. No creo que se arriesgue a que nadie más descubra la ubicación exacta de la cueva. No querrá compartir el secreto, y como cree que nadie sabe que está aquí, a excepción de su hijo, no esperará encontrar ningún obstáculo. -Guilhelm hizo una pausa-. Oriane es… Para apoderarse de la Trilogía del Laberinto -prosiguió-, Oriane ha mentido, ha matado y ha traicionado a su padre y a su hermana. Se ha condenado por los libros.
– ¿Ha matado?
– A su primer marido, Jehan Congost, desde luego, aunque no fue su mano la que empuñó la daga.
– François -murmuró Sajhë, en voz demasiado baja como para que Guilhelm pudiera oírlo. Experimentó entonces el destello de un recuerdo, los gritos, la agitación desesperada de los cascos del caballo mientras el hombre y el animal eran tragados por la ciénaga.
– Y siempre la he creído responsable de la muerte de una mujer que Alaïs apreciaba mucho -prosiguió Guilhelm-. Ya no recuerdo su nombre, después de tantos años, pero era una mujer muy sabia que vivía en la Ciutat. Le había enseñado a Alaïs todo lo que sabía sobre medicinas y remedios, y a utilizar los dones de la naturaleza para hacer el bien. -Hizo una pausa-. Alaïs la adoraba.