La Historiadora
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Durante a?os, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesi?n que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenz? con la extra?a desaparici?n del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorri? antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto m?s se acercaba a Rossi, m?s se aproximaba tambi?n a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que a?n hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al o?do.
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LA «CRÓNICA» DE ZACARÍAS DE ZOGRAPHOU
Esta historia me la contó a mí, Zacarías el Penitente, mi hermano en Cristo Stefan el Errabundo de Tsarigrad. Llegó a nuestro monasterio de Zographou en el año 6987 [1479].
Nos relató los extraños y maravillosos acontecimientos de su vida. Stefan el Errabundo tenía cincuenta y tres años de edad cuando llegó a nosotros, un hombre sabio y piadoso que había visto muchos países. Demos gracias a la Santa Madre por haberle guiado hasta nosotros desde Bulgaria, adonde había ido con un grupo de monjes desde Valaquia y padecido muchos sufrimientos a manos del turco infiel, además de haber presenciado el martirio de dos de sus amigos en la ciudad de Haskovo.
Sus hermanos y él transportaron unas reliquias de maravilloso poder a través de los países infieles. Con estas reliquias se internaron en las tierras de los búlgaros y se hicieron famosos en todo el país, de modo que los hombres y mujeres cristianos salían a los caminos cuando pasaban para hacerles reverencias o besar los costados de la carreta. Y estas reliquias fueron transportadas al monasterio llamado de Sveti Georgi y expuestas a la adoración. Aunque el monasterio era pequeño y retirado, acudieron muchos peregrinos que venían de los monasterios de Rila y Bachkovo, o del sagrado Azos. Pero Stefan el Errabundo era el primero que había estado en Sveti Georgi, según supimos después.
Cuando llevaba viviendo con nosotros algunos meses, se comentó que no hablaba de este monasterio de Sveti Georgi, aunque contaba muchas historias de otros lugares santos que había visitado, para que así nosotros, que siempre habíamos vivido en un mismo país, pudiéramos conocer algunos prodigios de la Iglesia de Cristo en diferentes países. Así, nos habló en una ocasión de la maravillosa capilla construida en una isla de la bahía de Maria, en el mar de los venecianos, una isla tan pequeña que las olas lamen sus cuatro muros, y del monasterio de Sveti Stefan, también sito en una isla, a dos días de distancia hacia el sur, donde él adoptó el nombre de su patrón y renunció al suyo. Nos contó esto y muchas cosas más, incluyendo que había visto monstruos horribles en el mar de Mármol.
Y nos hablaba muy a menudo de las iglesias y monasterios de la ciudad de Constantinopla antes de que las tropas infieles del sultán las profanaran. Nos describió con reverencia sus milagrosos iconos, de incalculable valor, como la imagen de la Virgen en la gran iglesia de Santa Sofía y su icono velado en el santuario de Blachernae. Había visto la tumba de san Juan Crisóstomo y de los emperadores y la cabeza del bendito san Basilio en la iglesia del Panachrantos, así como numerosas reliquias santas más. Qué suerte para él y para nosotros,
destinatarios de sus relatos, que cuando todavía era joven hubiera abandonado la ciudad para errar de nuevo, de manera que estaba muy lejos de ella cuando el demonio Mahoma erigió en las cercanías una fortaleza inexpugnable con el propósito de atacar la ciudad, y poco después derribó las grandes murallas de Constantinopla y mató o esclavizó a sus habitantes. Después, cuando Stefan se encontraba muy lejos y se enteró de la noticia, lloró con el resto de la cristiandad por la ciudad mártir.
Y trajo consigo a nuestro monasterio libros raros y maravillosos a lomos de su caballo, los cuales coleccionaba y de los que extraía inspiración divina, pues dominaba el griego, el latín, el eslavo y tal vez algunas lenguas más. Nos contó todas estas cosas y depositó sus libros en nuestra biblioteca para darle gloria eterna, como así fue, aunque la mayoría sólo supiéramos leer en un único idioma, y algunos ni siquiera eso. Hizo estos regalos diciendo que él también había terminado sus viajes y se quedaría para siempre, al igual que sus libros, en Zographou.
Sólo yo y otro hermano comentamos que Stefan no hablaba de su estancia en Valaquia, excepto para decir que había sido novicio allí, y tampoco habló mucho del monasterio búlgaro llamado Sveti Georgi hasta el fin de sus días. Porque cuando llegó a nosotros ya fiebres en sus miembros, y al cabo de menos de un año nos dijo que esperaba inclinarse muy pronto ante el trono del Salvador si aquel que perdona a todos los verdaderos penitentes podía olvidar sus pecados. Cuando yacía en su última enfermedad, pidió confesión a nuestro abad, porque había presenciado horrores en cuya posesión no podía morir, y su confesión impresionó muchísimo al abad, que me pidió que tomara nota de ella después de rogar a Stefan que la repitiera, porque él, el abad, deseaba enviar una carta al respecto a Constantinopla. A ello procedí con diligencia y sin error,
sentado junto al lecho de Stefan y escuchando con el corazón henchido de terror la historia que el enfermo me narró, tras lo cual recibió la sagrada comunión y murió mientras dormía.
Fue enterrado en nuestro monasterio.
El relato de Stefan de Snagov, transcrito fielmente por Zacarías el Penitente Yo, Stefan, tras años de errar y después de la pérdida de la amada y santa ciudad donde nací, Constantinopla, fui en busca de reposo al norte del gran río que separa Bulgaria de Dacia. Recorrí la llanura y después las montañas, y encontré al fin el camino que conduce al monasterio que se halla en la isla del lago Snagov, un hermosísimo lugar apartado y defendible. El buen abad me dio la bienvenida y me senté a la mesa con monjes tan humildes y dedicados a la oración como todos los que había encontrado en mis viajes. Me llamaron hermano y compartieron conmigo su comida y su bebida, y me sentí más en paz en el seno de su devoto silencio de lo que había estado en muchos meses. Como trabajaba con ahínco y obedecía humildemente todas las instrucciones del abad, pronto me concedió permiso para quedarme con ellos. Su iglesia no era grande, pero sí de una belleza sin parangón, y sus famosas campanas resonaban sobre el agua.
Esta iglesia y su monasterio habían recibido la máxima ayuda y protección del príncipe de aquella región, Vlad hijo de Vlad Dracul, quien por dos veces fue expulsado de su trono por el sultán y otros enemigos. También estuvo mucho tiempo encarcelado por Matías Corvino, rey de los magiares. Este príncipe Drácula era muy valiente, y en el curso de sus incesantes combates saqueó o recuperó muchas de las tierras que los infieles habían robado, y donó al monasterio parte del botín, y siempre deseaba que rezáramos por él y su familia y su seguridad personal, cosa que hacíamos. Algunos monjes susurraban que había pecado por exceso de crueldad, y que también se había permitido convertirse al cristianismo mientras era prisionero del rey magiar. Pero el abad no quería oír ní una palabra mala sobre él, y más de una vez le había ocultado con sus hombres en el refugio de la iglesia cuando otros nobles deseaban encontrarle y darle muerte.
En el último año de su vida, Drácula vino al monasterio, tal como había hecho con
frecuencia en tiempos anteriores. Yo no le vi, porque el abad me había enviado a mí y a otro monje a otra iglesia para hacer un recado. Cuando regresé, me enteré de que el príncipe Drácula había estado allí y dejado nuevos tesoros. Un hermano, quien comerciaba con los campesinos de la región para procurarnos vituallas, y que había oído muchas historias en la campiña, susurró que Drácula tanto podía obsequiar un saco de orejas y narices como uno lleno de tesoros. pero cuando el abad se enteró de este comentario, le castigó severamente.
Así, nunca ví a Drácula en vida, pero sí lo vi muerto, tal como informaré al punto.
Unos cuatro meses más tarde nos enteramos de que había sido rodeado en una batalla y asesinado por soldados infieles, no sin antes matar a más de cuarenta de ellos con su gran espada. Tras su muerte, los soldados del sultán le cortaron la cabeza y se la llevaron para enseñarla a su amo.
Los hombres del campamento del príncipe Drácula sabían todo esto, y aunque muchos se escondieron después de su muerte, algunos trajeron la noticia y su cadáver al monasterio de Snagov, tras lo cual huyeron. El abad lloró cuando vio que izaban el cuerpo de la barca y rezó en voz alta por el alma del príncipe Drácula y para que Dios nos protegiera, porque la Media Luna del enemigo se estaba acercando en demasía. Ordenó que el cadáver fuera expuesto en la iglesia.
Fue una de las cosas más espantosas que he visto en mi vida, aquel cadáver sin cabeza con manto púrpura y rodeado de muchas velas parpadeantes. Le velamos por turnos durante tres días y tres noches. Yo participé en el primer velatorio, y la paz reinaba en la iglesia, salvo por el espectáculo del cuerpo mutilado. Todo fue bien en el segundo velatorio, al menos eso dijeron los monjes que velaron aquella noche. Pero la tercera noche algunos de los hermanos, agotados, se durmieron, y algo ocurrió que hinchió de terror el corazón de los demás. Más tarde no se pusieron de acuerdo en qué sucedió, pues cada uno había visto algo
diferente. Un monje vio que un animal saltaba desde las sombras de los bancos sobre el ataúd, pero no supo describir la forma del animal. Otros sintieron una ráfaga de viento o vieron una espesa niebla penetrar en la iglesia, que apagó muchas velas, y juraron por santos y ángeles, y en especial por los arcángeles Mijail [Miguel] y Gabriel que, en la oscuridad, el cadáver decapitado del príncipe se removió y trató de incorporarse. Los hermanos profirieron grandes gritos de terror en la iglesia y toda la comunidad se despertó.
Los monjes, cuando salieron corriendo, relataron lo que habían visto con grandes
disensiones entre ellos.
Entonces apareció el abad, y vi a la luz de la antorcha que estaba muy pálido y aterrado por las historias que contaban, y se persignó muchas veces. Recordó a todos los presentes que el alma de este noble estaba en nuestras manos y que debíamos actuar en consecuencia. Nos guió hasta el interior de la iglesia, volvió a encender las velas y vimos que el cadáver estaba tan inmóvil como antes en su ataúd. El abad ordenó que registráramos la iglesia, pero no encontramos ningún animal o demonio en sus rincones. Después pidió que nos calmáramos y fuéramos a nuestras celdas, y cuando llegó la hora del primer servicio, se celebró como de costumbre y reinó la serenidad.
Pero a la noche siguiente reunió a ocho monjes y me concedió el honor de incluirme entre ellos. Dijo que sólo íbamos a fingir enterrar el cadáver del príncipe en la iglesia, pero en realidad debíamos alejarlo de inmediato de este lugar. Dijo que sólo revelaría a uno de nosotros, en secreto, dónde deberíamos transportarlo y por qué, de modo que la ignorancia protegería a los demás, y así lo hizo. Seleccionó a un monje que había estado con él muchos años, y dijo a los demás [de nosotros] que le siguiéramos con obediencia y no hiciéramos preguntas.
