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Asesinos sin rostro

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Asesinos sin rostro
Название: Asesinos sin rostro
Автор: Mankell Henning
Дата добавления: 16 январь 2020
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Asesinos sin rostro читать книгу онлайн

Asesinos sin rostro - читать бесплатно онлайн , автор Mankell Henning

El inspector Kurt Wallander atraviesa uno de los momentos m?s sombr?os de su vida cuando tiene que ponerse al frente de la investigaci?n del asesinato de un apacible matrimonio de ancianos en una granja de Lenarp. Wallander deber? enfrentarse a un asesino muy especial, de una sangre fr?a asombrosa, y tambi?n a una comunidad irascible cargada de prejuicios raciales.

El asesinato es un acto social. Un acto terrible que exige la interacci?n de al menos dos personas: v?ctima y asesino. El cuadro se completa a?adiendo un tercer elemento: el detective, que debe descubrir la verdad y restaurar el orden. Quiz? por esa raz?n, la novela negra deriva con tanta facilidad hacia el comentario social. Un asesinato y su investigaci?n ofrecen una oportunidad ?nica para estudiar los modos y uso de la sociedad en curso.

Se puede pensar en el detective cl?sico que investigaba asesinatos casi, digamos, cordiales. En una novela de Agatha Christie se asesinaba conservando en todo momento las reglas del decoro. Por lo general, no hab?a ensa?amiento m?s all? de lo estrictamente necesario para causar la muerte. Incluso en `Asesinato En El Orient Express`, el ensa?amiento ten?a precisamente como prop?sito cumplir un ritual social.

Y la existencia de esos rituales permit?a al detective resolver el crimen. Ante un asesinato se empezaba tirando de familiares y conocidos, explorando la malla de motivos y oportunidades, buscando a aquellos, que por l?gica, m?s se beneficiar?an de la muerte. Los asesinatos, simplemente, no se produc?an en vac?o.

Pero los tiempos cambian, y llegan nuevas formas de asesinar. Y a dos de ellas se enfrenta Kurt Wallander, polic?a de los de antes, reci?n separado, al que su hija no le habla, nada m?s iniciarse `Asesinos Sin Rostro`, un polic?a viejo en un mundo nuevo. Son cr?menes horrendos, como todos, pero de un horror acentuado por lo que tienen de arbitrarios, de il?gicos, de mec?nicos, de salvajes.

El primero implica a una pareja de ancianos del campo de Suecia que es torturada y asesinada salvajemente. Parece que no hay motivo y el asesino, en un detalle estremecedor, tuvo la sangre fr?a de alimentar al caballo. Para complicar m?s a?n la situaci?n, la ?nica pista es la palabra pronunciada por la mujer poco antes de morir: `extranjero`.

Y de un singular a un plural no hay m?s que un paso. De un `extranjero` asesino a `todos los extranjeros` son asesino s?lo media un abismo l?gico que muchos est?n dispuestos a saltar sin problemas. Nace as? el segundo crimen, en el que el orden social se desmorona dejando paso a la xenofobia m?s radical.

El racismo, la xenofobia, e incluso el fascismo con su mecanizaci?n de la muerte, son los temas de esta novela. Narrada con convicci?n y habilidad, va desgranando las diversas vueltas de esta investigaci?n doble, llena de callejones sin salida, donde la intuici?n m?s que la l?gica parece ser la aliada fiel del detective.

En esta novela de tantos personajes, uno destaca especialmente. Se trata de Rydberg, un detective particularmente minucioso, protagonista de algunas de las mejores escenas, que no deja que los sentimientos le cieguen ante la realidad que tiene ante los ojos. Es un hombre que simplemente no cae ni en un extremo ni en el otro.

El personaje protagonista, Kurt Wallander, sostiene toda la narraci?n y es realmente su problem?tica personal lo que impulsa la novela. Enfrentado a unos cr?menes que no entiende y con una vida personal desbaratada, es su lucha por resolver esos dos aspectos lo que mantiene la atenci?n del lector. Al final, la recompensa no est? tanto en la resoluci?n de los cr?menes, como en comprobar la reacci?n del polic?a ante el mundo nuevo que descubri? al entrar por primera vez en aquella habitaci?n salpicada de sangre por todas partes.

`Asesinos Sin Rostro` es una novela ?gil y efectiva, apasionante en la interacci?n de los personajes (porque realmente acci?n f?sica hay muy poca), que no vacila en reflexionar sobre los cambios sociales de su pa?s de origen y, por extensi?n, en el resto de Europa. El mundo simplemente cambia, y las formas de matar tambi?n, pero un asesinato sigue siendo un asesinato.

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Salió del aparcamiento y decidió irse a casa, a la calle Mariagatan.

A pesar de eso se fue en la dirección contraria, tomó la carretera de la costa que le llevaba hacia Trelleborg y Skanör. Al pasar por delante de la vieja cárcel apretó el acelerador. Conducir siempre le había distraído de sus pensamientos…

De repente se da cuenta de que ha llegado a Trelleborg. Un transbordador grande hace su entrada en el puerto y, siguiendo una intuición repentina, decide parar allí.

Sabe que algunos policías que antes estaban en Ystad trabajan en el control de pasaportes de los transbordadores de Trelleborg. Piensa que quizás uno de ellos se halle de servicio esta noche.

Cruza la zona portuaria, que está bañada por una pálida luz amarillenta. Un camión enorme se acerca rugiendo como un animal fantasmagórico de la prehistoria.

Pero al entrar por la puerta en la que pone que está prohibida la entrada a personas ajenas, no reconoce a ninguno de los dos policías…

Kurt Wallander saludó con la cabeza al tiempo que se presentaba. El mayor de los dos policías tenía barba blanca y una cicatriz en la frente.

– Os ha tocado una historia muy desagradable -dijo-. ¿Los habéis atrapado?

– Todavía no -contestó Kurt Wallander.

La conversación se interrumpió pues los pasajeros del transbordador se acercaban al control de pasaportes. La mayoría eran suecos que volvían de celebrar el fin de año en Berlín. Pero también había alemanes del este que aprovechaban su reciente libertad para viajar a Suecia.

Después de veinte minutos sólo quedaban nueve pasajeros. Todos intentaban explicar a su manera que solicitaban asilo político en Suecia.

– Esta noche es tranquila -dijo el más joven de los policías-. Imagínate que a veces llegan hasta cien personas en el mismo transbordador, todos solicitando asilo político.

Cinco de los solicitantes pertenecían a una misma familia etíope. Sólo uno de ellos tenía pasaporte, y Kurt Wallander se preguntaba cómo habían podido hacer un viaje tan largo y cruzar todas las fronteras con un único pasaporte. Aparte de la familia etíope esperaban dos libaneses y dos iraníes.

Kurt Wallander no podía saber con certeza si los refugiados tenían cara de esperanza o de miedo.

– ¿Qué les pasa ahora? -preguntó.

– Los de Malmö vienen a buscarlos -contestó el policía mayor-. Están de guardia esta noche. Nos avisan por radio si los transbordadores traen mucha gente sin pasaporte. A veces tenemos que pedir refuerzos.

– ¿Qué les pasa en Malmö? -preguntó Wallander.

– Los llevan a uno de los barcos que están atracados en el puerto petrolero. Allí se quedan hasta que los envían a otro sitio. Es decir, si los dejan quedarse en el país.

– ¿Qué crees que les pasará a éstos?

El policía se encogió de hombros.

– Sin duda les permitirán quedarse -contestó-. ¿Quieres café? El próximo transbordador tardará un rato.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

– Otro día. Tengo que irme.

– Espero que los atrapéis.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Yo también.

En el camino de vuelta a Ystad atropelló a una liebre. Al ver el animal a la luz de los faros pisó el freno, pero la liebre se golpeó ligeramente contra la rueda delantera izquierda. No se paró para ver si todavía estaba viva.

«¿Qué me está pasando?», pensó.

Por la noche durmió intranquilo. Poco después de las cinco se despertó bruscamente. Tenía la boca seca y había soñado que alguien intentaba estrangularlo. Al ver que no podría conciliar el sueño otra vez, se levantó y preparó café. El termómetro exterior de la ventana de la cocina señalaba seis grados bajo cero. La farola se mecía con el viento. Se sentó a la mesa de la cocina y pensó en la conversación que había tenido con Rydberg la noche anterior. Lo que temía se había confirmado. La mujer no había dicho nada que pudiera dar una dirección a su investigación. Sus palabras sobre algo extranjero eran demasiado vagas. Comprendió que no tenían ninguna pista.

A las seis y media se vistió y buscó un rato antes de encontrar el jersey grueso que quería.

Salió a la calle, sintió la fuerza del viento, y luego condujo hacia Österleden y giró por la carretera principal hacia Malmö. Antes de volver a ver a Rydberg, haría otra visita a los vecinos del viejo matrimonio asesinado. No le abandonaba la idea de que había algo que no encajaba. Los asaltos a personas ancianas y solitarias raras veces eran mera coincidencia. Previamente solían circular rumores sobre dinero escondido. Y aunque los asaltos pudieran ser brutales, no se producían con esa maldad metódica de la que había sido testigo en el lugar del crimen.

«La gente del campo se levanta temprano», pensó al girar por el estrecho camino que llevaba a la casa de los Nyström. «¿Habrán tenido tiempo de pensar en algo nuevo?»

Paró y apagó el motor. En aquel mismo instante se apagaron las luces de la cocina.

«Tienen miedo», pensó. «A lo mejor se imaginan que los asesinos han vuelto.»

Dejó encendidos los faros al salir del coche y cruzó por la gravilla hacia la escalera exterior.

Más que verlo, intuyó el fogonazo de la escopeta que salió de una arboleda al lado de la casa. El ruido ensordecedor le hizo lanzarse de cabeza al suelo. Una piedra le cortó.a mejilla y durante un instante pensó que le habían dado.

– Policía -gritó-. ¡No disparen! ¡Coño, no disparen!

La luz de una linterna le iluminaba la cara. La mano que aguantaba la linterna temblaba y el haz de luz se movía de un lado para otro. Era Nyström el que estaba delante de él con una vieja escopeta de perdigones en la mano.

– ¿Es usted? -preguntó.

Wallander se levantó sacudiéndose la gravilla.

– ¿A qué apuntabas? -le preguntó.

– Disparé al aire -contestó Nyström.

– ¿Tienes licencia de armas? -preguntó Wallander-. Si no, puedes tener problemas.

– He hecho guardia esta noche -dijo Nyström. Kurt Wallander notó que el hombre estaba muy asustado.

– Voy a apagar los faros -dijo Wallander-. Luego hablaremos tú y yo.

Dentro, en la cocina, vio dos cajas con perdigones encima de la mesa. En el sofá de la cocina había una barra de hierro y un gran mazo. El gato negro estaba tumbado junto a la ventana y lo miró de forma arisca cuando entró. La esposa preparaba un café.

– No podía saber que era la policía quien venía -se disculpó Nyström con voz de arrepentimiento-. Tan temprano.

Kurt Wallander empujó el mazo a un lado y se sentó.

– La mujer murió anoche. Quería venir personalmente a decírselo.

Cada vez que Kurt Wallander se veía obligado a comunicar una muerte, tenía la misma sensación de irrealidad. Explicar a unos desconocidos que un hijo o un familiar de repente había fallecido, y hacerlo de una manera honrosa, era imposible. Las muertes que la policía debía comunicar siempre eran inesperadas, muchas veces violentas y crueles. Alguien se sube al coche para ir a comprar algo y muere. Un niño que va en bicicleta es atropellado saliendo del parque. Maltratan o asaltan a alguien; otro se suicida o se ahoga. Cuando la policía está en la puerta, la gente se niega a recibir el mensaje.

Los dos ancianos se quedaron callados en la cocina. La esposa removía el café con una cuchara. El hombre golpeaba el rifle con los dedos y Wallander se apartaba discretamente de la dirección de tiro.

– Así que a Maria se le acabaron los suplicios -dijo el hombre despacio.

– Los médicos hicieron todo lo que pudieron.

– Tal vez sea lo mejor -intervino la mujer junto a la cocina, con una brusquedad inesperada-. ¿Para qué iba a vivir si él estaba muerto?

El hombre dejó el rifle en la mesa y se levantó. Wallander vio que le dolía la rodilla.

– Voy a darle de comer al caballo -dijo mientras se ponía una gorra vieja.

– ¿Te importa que te acompañe? -preguntó Kurt Wallander.

– ¿Por qué iba a importarme? -dijo el hombre y abrió la puerta.

Dentro de la cuadra la yegua relinchó cuando entraron. Olía a estiércol caliente y Nyström le echó una brazada de heno dentro del box con un gesto familiar.

– Limpiaré luego -dijo y acarició la crin del caballo.

– ¿Por qué tenían un caballo? -preguntó Wallander.

– Para un viejo granjero, una cuadra vacía es como una morgue -contestó Nyström-. Les hacía compañía.

Kurt Wallander pensó que podía comenzar a hacer las preguntas allí, en la cuadra.

– Has hecho guardia esta noche -empezó-. Tienes miedo y lo comprendo. Debes de haberte preguntado por qué fueron ellos los asaltados. Debes de haber pensado: «¿Por qué ellos? ¿Por qué no nosotros?».

– Ellos no tenían dinero -explicó Nyström-. Tampoco otra cosa de especial valor. Al menos no faltaba nada. Eso se lo dije a aquel policía que estuvo aquí ayer. Me pidió que mirara por las habitaciones. Lo único que quizá faltaba era un viejo reloj de pared.

– ¿Quizás?

– Puede que se lo dieran a una de las hijas. Uno no puede acordarse de todo.

– Nada de dinero -dijo Wallander-. Y ningún enemigo. -De repente tuvo una idea-. ¿Tú guardas dinero en casa? -preguntó-. ¿Podría ser que los que lo hicieron se equivocaran de casa?

– Lo que tenemos está en el banco -contestó Nyström-. Y nosotros tampoco tenemos enemigos.

Volvieron a la casa y tomaron café. Kurt Wallander vio que la mujer tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado aprovechando el rato que ellos estaban en la cuadra.

– ¿Habéis notado algo raro últimamente? -preguntó-. ¿Visitantes de los Lövgren que no conocíais?

Los ancianos se miraron y luego negaron con la cabeza.

– ¿Cuándo hablasteis con ellos por última vez?

– Pasamos a tomar café anteayer -dijo Hanna-. Fue como siempre. Tomábamos café en casa de uno u otro cada día. Durante más de cuarenta años.

– ¿Se les veía asustados? -preguntó Wallander-. ¿Preocupados?

– Johannes estaba resfriado -dijo Hanna-. Pero aparte de eso, todo seguía como de costumbre.

Parecía que no llegaba a ningún sitio. Kurt Wallander no sabía qué preguntar. Cada respuesta era como una nueva puerta que se cerraba.

– ¿Tenían conocidos que fueran extranjeros? -preguntó.

El hombre levantó las cejas sorprendido.

– ¿Extranjeros?

– Alguien que no fuera sueco -intentó Wallander.

– Hace unos años unos daneses acamparon en su terreno durante la fiesta de San Juan.

Kurt Wallander miró el reloj. Casi las siete y media. A las ocho había quedado con Rydberg y no quería llegar tarde.

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