El Sueno Robado
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Publicada en Rusia en 1995 y en Espa?a en 2000, la segunda de la saga Kam?nskaya.
Una corta sinopsis de la novela ser?a aquella en la que se hable de las fantas?as de Vica: alguien le roba sus sue?os y luego los cuenta por la radio. Vica es una hermosa secretaria de una gran empresa privada de Mosc?, cuyo trabajo nada tiene que ver con las labores de secretariado: servir caf? y licores a los socios extranjeros cuando visitan la ciudad y, si la situaci?n lo requiere, presta otros servicios a?n m?s alejados de su trabajo. Ella, por su cuenta, busca en sus ratos libres otros compa?eros con los que compartir alcohol y sue?os. Nadie se asombra cuando Vica aparece estrangulada y torturada a muchos kil?metros de Mosc?. La polic?a entonces, empujada por la mafia, asegura que se trata de un caso m?s del alarmante alcoholismo que se extiende por toda Rusia. Pero Anastasia Kam?nskaya se hace con la investigaci?n del caso. Los sue?os no es s?lo lo que le robaban a Vica.
Historia de mafia, corrupci?n y enga?os editoriales con ra?ces en el mundo sovi?tico, cuando la corrupci?n no ten?a freno y todo el mundo lo aceptaba en bien de la “Patria Grande”. Con la Perestroika todo ese mundo construido sobre la falsedad -y la primera falsedad es que nos dec?an que era un mundo comunista- se hunde dispar?ndose la corrupci?n hasta l?mites insospechados.
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Por alguna razón, Yevgueni nunca se paró a pensar para qué demonios habría querido Nikolay Fistín, director de un club deportivo para jóvenes, montar todo ese tinglado alrededor de Vica: sacarla de la ciudad, tenerla una semana bajo llave vigilada por unos gorilas, y al final estrangularla. Los motivos y todas esas pijaditas subjetivo-psicológicas le traían al capitán sin cuidado. Fistín había cumplido dos condenas, con lo cual, en opinión del capitán Morózov, estaba todo dicho. ¿Qué más daba el porqué? Lo importante era averiguar quién lo había hecho, y en cuanto a las preguntas, los porqués y para qués, ya se encargarían de buscarles respuestas los tribunales. El capitán Morózov era así, y tal vez este rasgo de su carácter era lo que le diferenciaba de Nastia Kaménskaya, que quería enterarse de cuáles eran esas cosas que había conocido o hecho Yeriómina tan peligrosas para el asesino, y por qué fue preciso matarla.
Aquella mañana, tras recibir la llamada de Nastia, Víctor Alexéyevich Gordéyev decidió no ir al trabajo.
– Por la noche empezó a dolerme una muela -informó concisamente a su lugarteniente, Pável Zherejov-. Voy al dentista. Si alguien pregunta por mí, volveré después de comer.
Cuando su mujer se marchó a trabajar, comenzó a dar vueltas por el piso tratando de poner en orden sus pensamientos. El teléfono de Nastia estaba pinchado, ya lo sabía. Pero ¿qué le había pasado? ¿Quién podía haberla agarrado con tanta fuerza? ¿Y cómo? Tenía que encontrar algún modo de hablar con ella… Creía recordar que le había dicho que se encontraba mal y que un médico iría a verla. Se podía intentar, por probar nada se perdía… A toda prisa, el Buñuelo corrió hacia el teléfono.
– Clínica, recepción -dijo una voz femenina, joven e indiferente.
– Le habla el coronel Gordéyev, jefe de un departamento de la PCM -se presentó Víctor Alexéyevich-. ¿Sería tan amable de decirme si una colaboradora mía, la comandante Kaménskaya, ha solicitado hoy una visita domiciliaria?
– No somos Información -contestó la voz con la misma indiferencia.
– ¿Es que tienen servicio de información?
En el auricular resonaron unos pitidos cortos. «¡Menudo bicho!», refunfuñó el Buñuelo furioso, y marcó otro número.
– Sala de revisiones, dígame.
Esta voz le pareció a Víctor Alexéyevich más esperanzadora.
– Buenos días, disculpe la molestia, aquí el coronel Gordéyev de la PCM -ronroneó el Buñuelo, escarmentado con la mala experiencia de la llamada anterior, e hizo una pausa esperando la respuesta.
– Hola, qué tal está, Víctor Alexéyevich -oyó el coronel y dejó escapar un suspiro de alivio: había dado con alguien que le conocía.
A partir de ahora, todo debía ir sobre ruedas.
Por si acaso, empleó algunos segundos y un par de decenas de palabras más en expresar su alegría a propósito de que se le conociera en la sala de revisiones de la clínica, y sólo entonces fue al grano. Para dar con el médico que hacía visitas a domicilio tuvo que hacer otras seis llamadas pero al final obtuvo el resultado deseado.
– Ha tenido suerte al encontrarme -le dijo la doctora Rachkova-, ya estaba en la puerta.
Escuchó las explicaciones vagas y confusas de Gordéyev en silencio, sin interrumpirle.
– Voy a repetírselo todo. Usted quiere que le diga a Kaménskaya que me ha llamado y que le pregunte si desea mandarle algún recado. Independientemente de su verdadero estado de salud, tengo que darle la baja por un plazo máximo autorizado. Además, tengo que encontrar fundamentos para su ingreso urgente en el hospital y preguntarle a la paciente su opinión. En caso de una respuesta afirmativa, tengo que llamar al hospital desde la casa de Kaménskaya. Y, por último, tengo que comprobar, en la medida de lo posible, si actúa como actúa porque hay alguien vigilándola o no. ¿Es correcto?
– Sí, es correcto -suspiró con alivio Gordéyev-. Támara Serguéyevna, se lo ruego, vaya a verla de inmediato y luego llámeme. Tengo que enterarme lo antes posible de lo que le ocurre.
– No puedo llamarle desde la casa de Kaménskaya, ¿verdad? -sonrió Rachkova desde el otro lado del hilo.
– Por supuesto que no -confirmó el coronel-. Se lo agradezco por anticipado.
Víctor Alexéyevich colgó el teléfono, se tumbó en el sofá, colocó delante de sí el despertador y esperó.
Támara Serguéyevna Rachkova dio al conductor la dirección de la primera visita y se puso a hojear el historial clínico de Kaménskaya, en busca del diagnóstico que mejor se adaptase a la situación y no le hiciese perder demasiado tiempo. A lo largo de su vida había visto mucho y, de sus sesenta y dos años, llevaba cuarenta trabajando en establecimientos médicos que prestaban servicios a «organismos competentes». Por eso la petición del coronel Gordéyev no le había extrañado demasiado. Había tenido experiencias mucho más impresionantes. Una vez incluso se vio en la necesidad de extraer un tumor inexistente a un joven agente operativo que se sometió voluntariamente al bisturí porque el verdadero paciente debía ser transportado secretamente a otro sitio, y por motivos de seguridad no se podía cancelar la operación…
El historial clínico de Kaménskaya la decepcionó. En los ocho años sólo había cogido la baja por enfermedad una vez, y únicamente porque una ambulancia la llevó a urgencias tras recogerla en la calle. El diagnóstico era una crisis vascular. Pero, a continuación, los resultados de los reconocimientos médicos animaron a la facultativa. Padecía de dolores de espalda a consecuencia de una lesión. Distonía vegetovascular. Arritmia. Insomnio. Bronquitis crónica. Malos análisis de sangre, secuela de infecciones víricas agudas que la paciente había aguantado al pie del cañón (¿qué otra cosa podía esperar si nunca cogía bajas?). Al acercarse al inmueble de la carretera de Schelkovo, Támara Serguéyevna ya había compuesto en la mente los apuntes que añadiría al historial clínico y había elegido el diagnóstico que, con toda probabilidad, le haría a Kaménskaya, año de nacimiento 1960.
Bajita, fondona, de pelo cano muy corto, ojos miopes detrás de gruesas lentes de las gafas, Rachkova, que caminaba bamboleándose patosamente sobre piernas cortas y regordetas, no se parecía tanto a un médico como, más bien, a una actriz cómica que interpreta papeles de destiladoras clandestinas de la vodka, usureras, viejas alcahuetas y otros personajes repugnantes por el estilo. Sólo el que hablara con ella un buen rato sería capaz de apreciar la viveza de su sentido del humor y su agudeza mental, y de creer que de joven había tenido un encanto irresistible e incluso un peculiar morbo seductor. Por lo demás, el marido de Támara Serguéyevna lo recordaba muy bien y seguía tratándola con ternura y consideración.
Al examinar a Nastia, al tomarle la presión y el pulso, al auscultar los tonos de su corazón, Rachkova pensó que, en efecto, a la joven no le vendría nada mal someterse a un tratamiento en el hospital. Su estado de salud dejaba que desear.
– Debería ingresarla -dijo sin levantar la vista del historial donde anotaba los resultados del examen-. Sus vasos están muy mal. Ya ha tenido una crisis y no parece que la segunda se haga esperar.
– No -contestó Nastia con brusca rapidez-. No quiero ir al hospital.
– ¿Por qué? -preguntó la doctora, que dejó el historial y abrió el bolso para sacar los impresos de baja-. En nuestro hospital no se está nada mal. Pasará unos días en cama, descansará, se encontrará mejor.
– No -repitió Nastia-. No puedo.
– Vamos a ver, ¿no puede o no quiere? Por cierto, su jefe, Gordéyev, está muy preocupado por su salud. Me ha encargado decirle que no tiene nada en contra de su ingreso. La necesita sana.
Nastia callaba mientras se arropaba con la gruesa bata y se tapaba los pies con la manta.
– No puedo ingresar en el hospital. No puedo, de verdad. Tal vez más adelante, dentro de uno o dos meses. Pero no ahora. ¿Por qué lo dice, es que ha hablado hoy con Gordéyev?