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El Sueno Robado

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El Sueno Robado
Название: El Sueno Robado
Автор: Marinina Alexandra
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Sueno Robado - читать бесплатно онлайн , автор Marinina Alexandra

Publicada en Rusia en 1995 y en Espa?a en 2000, la segunda de la saga Kam?nskaya.

Una corta sinopsis de la novela ser?a aquella en la que se hable de las fantas?as de Vica: alguien le roba sus sue?os y luego los cuenta por la radio. Vica es una hermosa secretaria de una gran empresa privada de Mosc?, cuyo trabajo nada tiene que ver con las labores de secretariado: servir caf? y licores a los socios extranjeros cuando visitan la ciudad y, si la situaci?n lo requiere, presta otros servicios a?n m?s alejados de su trabajo. Ella, por su cuenta, busca en sus ratos libres otros compa?eros con los que compartir alcohol y sue?os. Nadie se asombra cuando Vica aparece estrangulada y torturada a muchos kil?metros de Mosc?. La polic?a entonces, empujada por la mafia, asegura que se trata de un caso m?s del alarmante alcoholismo que se extiende por toda Rusia. Pero Anastasia Kam?nskaya se hace con la investigaci?n del caso. Los sue?os no es s?lo lo que le robaban a Vica.

Historia de mafia, corrupci?n y enga?os editoriales con ra?ces en el mundo sovi?tico, cuando la corrupci?n no ten?a freno y todo el mundo lo aceptaba en bien de la “Patria Grande”. Con la Perestroika todo ese mundo construido sobre la falsedad -y la primera falsedad es que nos dec?an que era un mundo comunista- se hunde dispar?ndose la corrupci?n hasta l?mites insospechados.

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– Escucha, si no te apetece hablar, es asunto tuyo. Por supuesto que me sabe mal que quieras ocultarme algo pero…

– Pero ¿qué? -insistió Lártsev con frialdad.

– Te vas a meter en un lío gordo.

– ¿Por qué?

– Porque antes se coge a un mentiroso que a un cojo, y tus mentiras saltan a la vista en cada protocolo que has firmado, en cada documento. ¿Qué te has creído? ¿O es que me has perdido todo el respeto para pensar que no me daría cuenta?

– Conque te has dado cuenta. -Lártsev esbozó una leve sonrisa y sacó un cigarrillo.

– Imagínate, me he dado cuenta. Aunque durante mucho tiempo he estado disimulando, haciendo la vista gorda. Pero esto no puede seguir así.

– ¿Por qué? -quiso saber Lártsev buscando el cenicero en un estante.

«Qué demonios pasa aquí -pensó Konstantín Mijáilovich-, no soy yo quien le hace preguntas sino que él me las hace a mí. Y a todo esto, no le tiembla el pulso, parece una estatua de piedra, mientras que yo estoy sudando hielo, casi ni me tengo en pie de los nervios.»

– Porque ahora se ha dado cuenta alguien más.

– ¿Quién?

– Kaménskaya. Ha vuelto a interrogar a todos los testigos. ¿Lo sabías? Empleaste diez días en hacer tus chapuzas, y ella otros diez en deshacerlas. Y todo esto no ha servido apenas de nada porque las declaraciones testificales prestadas veinte días después de los hechos no se parecen en nada a las que se toman en caliente. ¡Y quién lo sabrá mejor que tú! Como resultado, se han perdido veinte días de los sesenta que se conceden para la instrucción preliminar del caso. ¿Tienes algo que decirme al respecto?

En la cocina se instaló el silencio. Olshanski, de pie junto a la ventana, se había vuelto de espaldas y sólo oía cómo Volodya expulsaba el humo de tarde en tarde. Se giró y, pasmado, se quedó mirando a Lártsev, quien le dirigía una sonrisa radiante.

– ¿Te parece divertido? -le preguntó Konstantín Mijáilovich cejijunto.

– Mucho -asintió Volodya-. Gracias, Kostia. Gracias por decírmelo. Lástima que no lo hayas hecho en seguida. ¿A qué esperabas?

– No ha sido fácil decidirme. ¿Por qué me das las gracias?

– Un día lo sabrás. ¡Ninula! -gritó Lártsev-. Cuelga ya el teléfono, ven aquí, tenemos que brindar por tu marido, por Kostia. ¡Es un tío fenomenal!

Kostia, el «tío fenomenal», experimentaba decepción y alivio al mismo tiempo. Por supuesto, estaba contento porque Lártsev no se había enfadado, ni había intentado desmentirle o responderle de malos modos, con groserías (aunque Olshanski era consciente de que en materia de groserías le ganaba a cualquiera, por lo que no temía que rebasase las normas convencionales de la comunicación). Pero lo malo era que, aunque no le dijo que no, tampoco le dijo que sí, ni siquiera que tal vez. Había preferido tomarlo todo a broma, cosa que hizo con un regocijo nada fingido. Y Olshanski sabía distinguir entre una sonrisa sincera y otra forzada. ¿Qué le pasaba a Volodya Lártsev?

Nadia Lártseva, de once años de edad, era una niña obediente y muy capaz de valerse por sí sola. Se había estrenado en el desempeño de las funciones de la «señora de la casa» cuando su mamá estuvo ingresada durante varios meses en la clínica. Fue entonces cuando Nadiusa, que en aquella época tenía ocho años y sólo había salido a la calle asida a la mano de mamá, escuchó por vez primera a papá sermonearla sobre las reglas de seguridad personal. Cuando mamá murió, la niña se acostumbró pronto a estar sola en casa y a resolver sus problemas sin ayuda de nadie. En el fondo se consideraba adulta y le molestaba muchísimo que su padre siguiera dándole la lata con sus advertencias contra los extraños, a los que no debía contestar nunca si le hablaban en la calle y, sobre todo, no aceptar de ellos ningún regalo ni acompañarles a ninguna parte, por más cosas maravillosas que le prometiesen. «Pero si esto está más claro que el agua -se indignaba Nadia para sus adentros cada vez que el padre volvía a machacarle lo mismo-, ¿o es que cree que soy tonta?»

Abandonada a su suerte durante días enteros, Nadia no se tomaba muchas molestias con los deberes del colegio pero, en cambio, había leído un montón de libros de adultos, con preferencia novelas policíacas, que en su momento Lártsev había comprado en grandes cantidades para su mujer, cuando la enfermedad la obligó a permanecer en casa. Estos libros le habían enseñado qué clase de desgracias les ocurrían a niños excesivamente confiados, y se mantenía alerta, repasando en su mente, a todas horas y sin cansarse, las reglas que el padre le había enseñado: no entrar sola en el portal sino esperar a que se acerque uno de los vecinos cuya cara le resulte familiar; no caminar junto a la calzada; no meterse en calles desiertas; no contestar a intentos de entablar conversación; si algo le ocurriese en la calle, por ejemplo, un hombre desconocido se pusiese pesado haciéndole preguntas y la siguiese, de ninguna forma ir a casa sino entrar en la tienda de alimentación más próxima a su bloque de viviendas, esperar allí hasta que apareciera algún vecino de la escalera y pedirle que la acompañara, etcétera. Las reglas eran muchas y casi todas le parecían perfectamente razonables, al menos cuando papá se las explicaba. Todas excepto, tal vez, unas cuantas. Por ejemplo, no acababa de comprender qué tenía de malo aceptar regalos de desconocidos. Por más que Lártsev se empeñaba en aclarárselo -por un lado, al aceptar un regalo se sentiría en deuda con el que se lo había ofrecido y le costaría contestar con un no rotundo si éste le pidiese lo que fuera, y por otro, un hombre malo o una mujer mala podían colocar algo en ese regalo, por ejemplo, dinero o una sortija con diamantes, y en este caso papá tendría serios disgustos-, todo era en balde.

– No lo entiendo -le contestaba la hija con sinceridad-. Haré lo que me dices pero no lo veo claro.

Esa tarde, en vísperas de las fiestas de fin de año, Nadia regresaba a casa después de pasar unas horas con una compañera de colegio. Juntas habían paseado, habían ido al cine y luego habían tomado té y unas empanadas riquísimas que había hecho la abuela de la compañera. En diciembre oscurecía pronto, y a las cinco y pico, cuando la niña salió a la calle, ya era noche cerrada. Delante del portal de su amiguita estaba aparcado un coche de color verde oscuro. La oscuridad no permitía distinguir el color pero Nadia lo había visto antes, de día, cuando ella y Rita volvían del cine…

Entonces el coche estaba aparcado a mitad de camino entre el cine y la tienda de calzado, y Nadia se fijó en él porque detrás de la luna trasera, apoyada contra el cristal, había una Barbie maravillosa, enorme y rubia, el sueño de todas las niñas que conocía. Nadia y Rita se pararon. Para ir a casa de los Lártsev había que seguir recto pero si Nadia quería acompañar a Rita, tenía que torcer a la derecha.

– Creo que me voy a casa -dijo Nadia indecisa, manoseando frioleramente los picos del cuello de su anorak violeta y dando tirones a la bufanda.

En realidad, volver al piso vacío no le apetecía nada pero esperó educadamente a que su compañera la invitase.

– Déjate de tonterías -contestó despreocupadamente Rita, una niña alta y desgarbada, cuyas mejores notas eran aprobados, y que no reconocía las palabras «tener que»-. Vamos a mi casa. Hoy la abuelita hace empanadas. Anda, ven conmigo, al menos comerás algo bueno por una vez.

– Le he prometido a papá que después del cine volvería a casa en seguida. Se enfadará -se resistió Nadia a sí misma, sin ganas.

Últimamente, una buena comida casera, buena de verdad, era una rareza en su casa: el padre no sabía cocinar y ella tampoco. Mientras vivía mamá… Además, las empanadas de la abuela de Rita eran famosas entre todas las compañeras de la clase. Eran unas auténticas obras de arte.

– ¡Déjate de tonterías! -repitió Rita; era su frase favorita-. Le llamarás y le dirás que estás conmigo. Si hace falta, la yaya hablará con él. Mira, si son las tres solamente. Venga, vamos.

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