El Sueno Robado
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Publicada en Rusia en 1995 y en Espa?a en 2000, la segunda de la saga Kam?nskaya.
Una corta sinopsis de la novela ser?a aquella en la que se hable de las fantas?as de Vica: alguien le roba sus sue?os y luego los cuenta por la radio. Vica es una hermosa secretaria de una gran empresa privada de Mosc?, cuyo trabajo nada tiene que ver con las labores de secretariado: servir caf? y licores a los socios extranjeros cuando visitan la ciudad y, si la situaci?n lo requiere, presta otros servicios a?n m?s alejados de su trabajo. Ella, por su cuenta, busca en sus ratos libres otros compa?eros con los que compartir alcohol y sue?os. Nadie se asombra cuando Vica aparece estrangulada y torturada a muchos kil?metros de Mosc?. La polic?a entonces, empujada por la mafia, asegura que se trata de un caso m?s del alarmante alcoholismo que se extiende por toda Rusia. Pero Anastasia Kam?nskaya se hace con la investigaci?n del caso. Los sue?os no es s?lo lo que le robaban a Vica.
Historia de mafia, corrupci?n y enga?os editoriales con ra?ces en el mundo sovi?tico, cuando la corrupci?n no ten?a freno y todo el mundo lo aceptaba en bien de la “Patria Grande”. Con la Perestroika todo ese mundo construido sobre la falsedad -y la primera falsedad es que nos dec?an que era un mundo comunista- se hunde dispar?ndose la corrupci?n hasta l?mites insospechados.
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– ¿De qué voy a alegrarme, Víctor Alexéyevich? Esta historia del teléfono…
– Lo sé -dijo Gordéyev con rapidez y repentina sequedad-. Yo también me he dado cuenta, no soy ciego. Pero es un motivo de reflexión, no de lágrimas. A propósito, no se te olvide devolverme el teléfono, se lo he pedido prestado a Vysokovsky por un par de horas bajo mi palabra de honor. No quería tener tratos con ese roñoso pero su aparato era del mismo modelo que el tuyo. ¡Arriba ese ánimo, Nastasia! Vamos, ¡una sonrisita!
– No puedo, Víctor Alexéyevich. Mientras pensaba que se trataba de una sola persona, sentía amargura y dolor. Desde que he comprendido que son dos, tengo miedo. Es una situación completamente distinta, ¿se da cuenta? Y no la encuentro nada divertida ni esperanzadora, de aquí que, a diferencia de usted, no puedo ni bromear ni sonreír.
– Yo ya he gastado todas mis lágrimas, Stásenka -contestó el coronel en voz baja-. Ahora no me queda otra cosa que hacer que sonreír. Cuando me di cuenta de que había más de uno, todo cambió al instante. Si antes me decía: «Has de aclarar quién es el que juega con dos barajas, apártalo del departamento y, en general, de la policía, y todo volverá a su cauce», hoy se me ha ocurrido una idea muy diferente. Si son dos o más, la situación se escapa a mi control, de manera que, por más vueltas que le dé, yo solo no conseguiré hacer gran cosa. De mí no depende nada. Si resulta que lo de esos dos es una coincidencia, un accidente, el asunto tiene arreglo todavía. Pero si no es así, si se trata de una organización que se nos ha infiltrado, entonces sería absurdo intentar siquiera combatirla. No me quedará más remedio que jubilarme.
– ¿Y abandonar todo cuanto ha ido creando con tanto amor y con tanto trabajo?
– He sido un idealista, creía que el trabajo bien hecho y honrado era algo que dependía exclusivamente de nosotros mismos, de nuestra habilidad y deseo. He fomentado y cultivado en vosotros ese deseo y esa habilidad, y nadie podrá decir que mis esfuerzos no hayan fructificado. Acuérdate de todos los casos que en los últimos dos años hemos llevado a los tribunales y que antes se desmoronaban como castillos de naipes. Ningún abogado ha podido tumbar nuestros casos porque cada uno de nosotros lleva en su interior a un letrado aún más severo y puntilloso, y hemos aprendido a ver cada prueba, cada hecho, con sus ojos como condición previa. Cierto, he conseguido lo que me había propuesto. Pero mi obra, mi hijo bien amado carece, como resulta, de vitalidad, porque niños sanos y normales no sobreviven en nuestro entorno por definición. Los niños son buenos pero las condiciones de su vida no son las más indicadas. Por el momento, esos niños son incapaces de aguantar la presión de los estímulos materiales y están abocados a morir. Por triste que resulte comprenderlo, es así.
– Pero ¿y si a pesar de todo se trata de una casualidad que no tiene nada que ver con ningún sistema? ¿O si se trata de un sistema que es posible desmontar por completo, aniquilar? -sugirió tímidamente Nastia, a la que no le hacía ninguna gracia la perspectiva de perder a un jefe como el Buñuelo.
Había sido el Buñuelo quien, tiempo atrás, la encontró en el Departamento del Interior de un distrito para invitarla a trabajar en Petrovka, y la trajo aquí expresamente para que pudiera ocuparse de lo que sabía y más le gustaba hacer, del trabajo analítico. Ningún otro jefe jamás la habría autorizado a pasar largas horas en su despacho estudiando cifras, hechos, pruebas, fragmentos de informaciones, ordenando esas migajitas de tal manera que formasen complicados ornamentos… Sin mencionar ya el afecto puramente humano que le inspiraba el Buñuelo, ese gordinflón divertido y calvo, o el profundísimo respeto que sentía por el coronel de policía Gordéyev.
– Desengáñate, pequeña. Por supuesto que intentaremos hacer cuanto esté en nuestra mano, si no, no valdríamos un pimiento, pero no conviene confiar en el éxito. Trabajaremos sin pensar en el resultado final, que ya es evidente y no está a nuestro favor, sino concentrándonos en el propio proceso. Ya que conocemos el resultado de antemano y no podemos alterarlo, nos sentiremos más libres, cometeremos errores, cuantos más, mejor, pero aprenderemos de ellos. Hay que saber sacarle el máximo partido a cualquier situación.
Después de pasar la noche en blanco, Andrei Chernyshov no se sentía nada bien. A diferencia de Nastia, acostumbrada al insomnio, Andrei, que antes de acostarse solía sacar al perro a pasear, por lo general no adolecía de trastornos de sueño, dormía como un tronco, y cuando algo le impedía pegar ojo, se sentía débil y le dolía la cabeza. No obstante, tras dejar a Serguey Bondarenko en manos de la mujer de éste a primera hora de la mañana, Chernyshov venció el deseo de marcharse a casa y acostarse, y se fue a cumplir una nueva misión encomendada por Kaménskaya: encontrar a la familia de la víctima, aquel hombre a quien Támara Yeriómina, borracha, había asesinado hacía veintitrés años. Resultó que poco antes de fallecer, Vitaly Luchnikov, el interfecto, se había casado, pero después del entierro, la joven viuda abandonó Moscú para instalarse en la provincia de Briansk, donde residían unos familiares de su difunto marido que se mostraban dispuestos a ayudarla a criar al niño que estaba a punto de venir al mundo. En Moscú no quedaban familiares ni del propio Luchnikov ni de su esposa, ya que ninguno era originario de esta ciudad sino que habían ido allí en su día para trabajar con permiso de residencia provisional.
Tras estudiar el horario de trenes, Andrei decidió que sería más cómodo hacer el viaje en coche. Lo malo era que no tenía para la gasolina, puesto que parte de su liquidez se la había «comido» el borracho Bondarenko, a quien había sido preciso poner sobrio e interrogar antes de que ciertos benefactores anónimos le abriesen los ojos, tal como lo habían hecho con Vasili Kolobov. Al final, después de resolver el problema económico, Chernyshov enfiló por la carretera de Kíev con rumbo a la provincia de Briansk.
Llegó a la casa de Elena Luchnikova hacia las diez de la noche. Le abrió una joven monísima, un mohín de justa indignación impreso sobre su lozana carita. Al parecer, estaba esperando a alguien más, porque, al ver en el porche a Andrei, la expresión de su rostro cambió en un santiamén, de enfadada a hospitalaria.
– ¿Viene a vemos a nosotros? -preguntó.
– Si son ustedes Luchnikov, entonces sí. Quería ver a Elena Petrovna.
– ¡Mamá! -gritó la joven-. Tienes una visita.
– Pensaba que era Denís, que venía a buscarte -se oyó una voz grave, profunda-. Nina, no tengas a la gente esperando en el umbral, diles que pasen.
Nina abrió de par en par la puerta que conducía a una cocina espaciosa y llena de luz, que olía a pan recién horneado y a finas hierbas. Una mujer robusta, de mirada límpida, rostro bello y bondadoso y una gruesa trenza enrollada alrededor de la cabeza, estaba sentada delante de la mesa haciendo calceta.
Al saber quién era y de dónde venía, la señora de la casa no mostró ni sorpresa ni disgusto. Andrei tuvo la inexplicable sensación de que llevaba tiempo esperando que alguien le preguntara sobre las circunstancias de la muerte de su marido. La sensación fue tan sorprendente que Andrei decidió que no daría la conversación por concluida sin antes preguntar si era cierta.
Cuando Nina se marchó a dar una vuelta con el novio (lo cual no dejó de sorprender a Chernyshov, pues hacía frío, caía aguanieve y había anochecido; tal vez en realidad no iban a pasear sino a casa de algún amigo; y si el amigo en cuestión tenía suficiente buen criterio, sería él quien saldría a dar una vuelta, y no los novios), Elena Petrovna, sin hacerse de rogar, le contó lo ocurrido en el año setenta. Hablaba en voz baja, reposada y bien entonada, como si estuviera leyendo un libro familiar pero sumamente aburrido y tan pesado que no le producía más que cansancio.