La llamada de La Habana
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– Nada, cosas mías…Tengo que hablar contigo. ¿A qué hora vas a venir?
– Ahora mismo. Voy enseguida para allá.
– Te espero.
– Nena… No estás enfadada, ¿verdad?
– No. Pero no me llames nena, ¿vale? -respondí yo y colgué.
Es horrible: no me puedo enfadar con Paco. Aunque se vaya a El Escorial con guapas canadienses fabricantes de chocolate.
8
Al rato llegaron mis dos socios. Paco y Miguel. Paco, comiendo bombones «made in Canadá», naturalmente.
En unos minutos les expliqué todo lo que yo sabía del caso Zabaleta: quién era Alberto, quién era Ignacio Zabaleta, la puerta cerrada con llave de la oficina, la carta de despido, el anónimo,…
– Y eso es todo lo que sabemos -terminé diciendo.
Los tres nos quedamos callados un momento. Los tres sabíamos que era un caso importante y, probablemente, difícil.
– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Paco con la boca llena de chocolate canadiense.
– Hay que hablar con todos, con la secretaria… ¿Cómo has dicho que se llama? -dijo Miguel.
– Blanca Fanjuí -dijo Paco.
– Eso, con Blanca Fanjuí, con la mujer, con los otros empleados de «Plublimagen»…
– Quizá también con el político, con Juárez -añadió Paco.
– Yo sé cómo llegar hasta él. Un compañero mío de la Universidad es su asesor de imagen -dijo Miguel.
– ¡Caramba! ¡Qué compañeros de Universidad tan importantes tenéis! -dijo Paco comiéndose otro bombón.
– Entonces tú, Miguel, te ocupas de Juárez y su partido.
¿Y tú Paco?
– Yo puedo hablar con el Inspector Gil. Lo conozco un poco. No es mala persona pero no le gustan las «defectivas» -dijo Paco mirándome a mí.
– El clásico machito español, vaya.
– Eso.
– Pues, vale, de acuerdo, habla tú con él. Será lo mejor.
– Hay que saber que ha dicho el médico forense. Tenemos que saber a qué hora murió y si fue o no un suicidio. Yo voy a hablar con la secretaria, con Blanca Fanjuí, y con la mujer de Zabaleta -dijo Miguel.
– La rica heredera… -comentó Paco.
– Mucho dinero, ¿no? -añadió Miguel.
– Sí, muchísimo. Y un seguro de vida muy alto, según me ha dicho Alberto -dije yo.
– ¿Crees que puede haber sido la mujer? -preguntó Miguel.
– Estaba en La Habana…
– ¿Seguro?
– Creo que sí.
– Tengo una idea -dijo Paco de pronto-. Yo tengo una amiga en La Habana, una bailarina: Ifigenia López. ¡Qué mujer! Inteligente, guapa…
– ¿Fabricante de chocolate? -pregunté yo.
– No, eso no. La conocí el pasado año cuando estuve de vacaciones en Cuba [16].
Paco suspiró. Se pone romántico cuando se acuerda de alguno de sus amores.
– Vale. Entonces tú. Paco, te pones en contacto con la bailarina cubana…
– Ifigenia.
– Eso, con «tu» Ifigenia.
– Seguro que puede ayudarnos.
9
Luego, como muchos días, fuimos a comer al restaurante de la esquina. Dan el típico menú de restaurante barato; aquél día, cocido o acelgas, de primero, bistec o pollo, de segundo, y flan o helado. Bebida y pan, incluidos. Y todo por setecientas cincuenta pesetas [17]. No es caro y es cocina casera, hecha por la patrona, doña Casilda, casi para los clientes. Después de comer, los tres nos pusimos a trabajar.
Yo volví a «Publimagen». Quería hablar con Blanca Fanjuí, la secretaria de Zabaleta.
Blanca no estaba en «Publimagen» pero Alberto, sí.
Parecía cansado y muy preocupado.
– Alberto, ¿puedo ver el despacho de Zabaleta?
– Claro, si puede ser útil…
– Todo puede serlo.
– Ven por aquí.
Al final de un pasillo, había una gran puerta. En la puerta una placa dorada: 1. Zabaleta, DIRECTOR. Los dos entramos en silencio. Para los dos no era un momento agradable.
De pronto, en el suelo, algo me llamó la atención: unpequeño punto que brillaba. Fui a recogerlo: era un brillante no muy grande.
– ¿Qué es eso? -me preguntó Alberto.
– No lo sé -respondí yo.
Saqué del bolso un pañuelo para guardarlo. Entonces no sabía que era muy importante.
– La policía no lo ha visto… ¿Vas a dárselo?
– De momento, no. Primero quiero saber de quién es y desde cuándo está aquí. ¿A que hora limpian la oficina?
– Normalmente sobre las siete, creo. Ayer no sé… Como Zabaleta estaba trabajando… Podemos preguntárselo a Digna, la señora de la limpieza. Me parece que hoy ya ha llegado. Vamos.
10
Digna era una mujer bajita pero fuerte, con aspecto de mujer de campo. Hablaba despacio y con mucho acento gallego [18].
– Digna, esta señorita quisiera hacerle unas preguntas… -le dijo Alberto amablemente.
– Usted dirá -respondió ella.
– ¿A qué hora limpió usted el despacho del Sr. Zabaleta?
– ¡No seré yo sospechosa! -respondió Digna como lo hacen en las películas de la televisión.
– No, mujer, por Dios…
– Ah, bueno. Pues verá… Normalmente el Sr. Zabaleta se iba a las siete, más o menos, y yo limpiaba a las siete y cuarto, siete y media, según. Pero ayer él estaba trabajando y…
– ¿No limpió?
– Sí, verá: es que el Sr. Zabaleta, que en paz descanse [19], era muy bueno. Muy bueno, muy bueno. Un señor de verdad, un caballero. Y tan amable… ¿Quién habrá sido? No lo entiendo.
Yo empezaba a ponerme nerviosa. Digna hablaba realmente muy despacio. Y mucho.
– Pero Digna, ¿limpió o no limpió la oficina?
– Ah, eso… ¡Sí…!
– ¿A qué hora?
– A las siete y cuarto, como siempre. Él me dijo: «Pase, pase. Digna, no me molesta». Todo un señor, de verdad. «Se ha caído un cenicero y esto está horrible», me explicó luego.
«Puedo venir más tarde, Sr. Zabaleta», le dije yo. «Nada, nada, mujer. Yo voy a tomarme un cafetito y vuelvo.
Mientras, usted limpia un poco esto», dijo él.
– O sea que limpió…
– Sí, sí. Pasé el aspirador, quité el polvo… El Sr. Zabaleta era un señor de verdad y muy limpio. Sí señor, muy limpio.
¡Qué crimen tan espantoso!
Otra frase oída en la televisión.
– Vamos un momento a la oficina, ¿quieren? -les dije yo entonces.
Los tres entramos de nuevo en el lugar del crimen.
11
– Digna, vamos a ver, haga memoria. Es importante.
¿Limpió bien esta alfombra?
Era la alfombra donde yo había encontrado el brillante.
– ¿Cómo? Señorita, yo siempre limpio bien. Para eso estoy, ¿no? -me respondió enfadada.
– Claro, claro, mujer. Pero ayer, en particular, ¿pasó bien el aspirador por aquí?
– Sí, muy bien. Había un cenicero en el suelo y la alfombra estaba muy sucia, toda llena de ceniza y colillas…
– Gracias, Digna -dijo Alberto.
– Pero… No entiendo. ¿Qué relación tiene el aspirador con…?
– Todavía no lo sabemos. Digna, pero gracias por todo.
Digna volvió a su trabajo muerta de curiosidad.
– Lola, ¿qué quieres saber? -me preguntó entonces Alberto-. Yo tampoco lo entiendo muy bien.
– Pues, muy fácil. Quiero saber si alguien perdió anoche ese brillante.
– Entiendo… Pues parece que sí, ¿no?
– Eso parece. Y a lo mejor fue el asesino.