El club Dumas o La sombra de Richelieu
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?Puede un libro ser investigado policialmente como si de un crimen se tratara, utilizando como pistas sus p?ginas, papel, grabados y marcas de impresi?n, en un apasionante recorrido de tres siglos? Lucas Corso, mercenario de la bibliofilia, cazador de libros por cuenta ajena, debe encontrar respuesta a esa pregunta cuando recibe un doble encargo de sus clientes: autentificar un manuscrito de Los tres mosqueteros y descifrar el enigma de un extra?o libro, quemado en 1667 con el hombre que lo imprimi?.
La indagaci?n arrastra a Corso -y con ?l, irremediablemente, al lector- a una peligrosa b?squeda que lo llevar? de los archivos del Santo Oficio a los libros condenados, de las polvorientas librer?as de viejo a las m?s selectas bibliotecas de los coleccionistas internacionales.
Construida con excepcional talento narrativo, El club Dumas sit?a pieza a pieza una trama excitante, minuciosa y compleja, donde se dan cita los ingredientes de la novela cl?sica por entregas, los relatos policiacos y de misterio, los juegos de adivinaci?n y las t?cnicas del follet?n de aventuras.
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– Tú no eres arponero ni nada. Eres un sucio bastardo y traidor.
– Sí. Inglaterra me hizo así, que diría ese meapilas de Graham Greene. En el colegio me apodaban Yo-no-he-sido … ¿Nunca te he contado cómo aprobé Matemáticas?… -alzó otra vez las cejas, evocador, con ternura nostálgica-…Siempre fui un delator nato.
– Pues ten cuidado con Liana Taillefer.
– ¿Por qué? – La Ponte se miraba en el espejo del bar. Hizo una mueca lúbrica-. Desde que le llevaba los folletines al marido me gusta esa tía. Tiene mucha clase.
– Sí -concedió Corso-. Mucha clase media.
– Oye, no sé por qué te cae tan mal. Con lo aparente que es.
– Hay gato encerrado.
– Me encantan los gatos. Sobre todo si sus dueñas son rubias y guapas.
Corso le daba golpecitos con un dedo sobre el nudo de la corbata.
– Escucha, idiota. En las historias de misterio siempre muere el amigo. ¿Captas el silogismo?… Ésta es una historia de misterio y tú eres mi amigo -le dedicó un guiño cargado de lógica abrumadora-. Así que llevas todas las papeletas.
Obstinado en el recuerdo de la viuda, La Ponte no se dejaba intimidar.
– Venga ya. No he cantado un bingo en mi vida. Además, ya te dije dónde me pedía el tiro: en el hombro.
– Hablo en serio. Taillefer está muerto.
– Suicidado.
– A saber. Y puede morir más gente.
– Pues muérete tú. Aguafiestas. Cabrón.
El resto de la velada consistió en variaciones sobre el mismo tema. Se despidieron cinco o seis copas más tarde, quedando en telefonearse cuando Corso estuviera en Portugal. La Ponte se fue con paso inseguro y sin pagar, pero le regaló la colilla de Rochefort. Así, le dijo, tienes la parejita.