El club Dumas o La sombra de Richelieu
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?Puede un libro ser investigado policialmente como si de un crimen se tratara, utilizando como pistas sus p?ginas, papel, grabados y marcas de impresi?n, en un apasionante recorrido de tres siglos? Lucas Corso, mercenario de la bibliofilia, cazador de libros por cuenta ajena, debe encontrar respuesta a esa pregunta cuando recibe un doble encargo de sus clientes: autentificar un manuscrito de Los tres mosqueteros y descifrar el enigma de un extra?o libro, quemado en 1667 con el hombre que lo imprimi?.
La indagaci?n arrastra a Corso -y con ?l, irremediablemente, al lector- a una peligrosa b?squeda que lo llevar? de los archivos del Santo Oficio a los libros condenados, de las polvorientas librer?as de viejo a las m?s selectas bibliotecas de los coleccionistas internacionales.
Construida con excepcional talento narrativo, El club Dumas sit?a pieza a pieza una trama excitante, minuciosa y compleja, donde se dan cita los ingredientes de la novela cl?sica por entregas, los relatos policiacos y de misterio, los juegos de adivinaci?n y las t?cnicas del follet?n de aventuras.
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A Cala, que me puso en el campo de batalla
El fogonazo de luz proyectó la silueta del ahorcado en la pared. Colgaba inmóvil de una lámpara en el centro del salón, y a medida que el fotógrafo se movía a su alrededor, accionando la cámara, la sombra provocada por el flash se recortaba sucesivamente sobre cuadros, vitrinas con porcelanas, estanterías con libros, cortinas abiertas sobre grandes ventanales tras los que caía la lluvia.
El juez instructor era joven. Tenía el pelo escaso, revuelto y aún mojado, como la gabardina que conservaba sobre los hombros mientras dictaba las diligencias al secretario que escribía sentado en el sofá, con la máquina portátil sobre una silla. El tecleo punteaba la voz monótona del juez y los comentarios en voz baja de los policías moviéndose por la habitación:
– … En pijama, con un batín por encima. El cordón de esa prenda causó la muerte por ahorcamiento. El cadáver tiene las manos atadas en la parte anterior del cuerpo con una corbata. Su pie izquierdo conserva puesta una zapatilla y el otro se encuentra desnudo…
El juez tocó el pie calzado del muerto y el cuerpo giró un poco, despacio, al extremo del tenso cordón de seda que unía su cuello con el anclaje de la lámpara en el techo. El movimiento fue de izquierda a derecha, y después en sentido inverso y con más corto recorrido hasta centrarse de nuevo en la postura original, como una aguja imantada que recobrase el norte tras breve oscilación. Al apartarse, el juez se ladeó para esquivar a un policía uniformado que, bajo el cadáver, buscaba huellas digitales. Había un jarrón roto en el suelo y un libro abierto por una página subrayada con lápiz rojo. El libro era un viejo ejemplar de El vizconde de Bragelonne, una edición barata encuadernada en tela. Inclinándose sobre el hombro del agente, el juez le echó un vistazo al texto marcado:
“-Me han vendido -murmuró-. ¡Todo se sabe!
– Todo se sabe al fin -repuso Porthos, que nada sabía.”
Hizo que el secretario tomase nota de aquello, ordenó incluir el libro en el sumario, y fue a reunirse con un hombre alto que fumaba junto al alféizar de una ventana abierta.
– ¿Qué le parece? preguntó al llegar a su lado.
El hombre alto llevaba la placa de policía colgada en un bolsillo de su chaqueta de cuero. Tardó en responder el tiempo necesario para apurar la colilla que tenía entre los dedos, antes de arrojarla por la ventana sin mirar atrás.
– Cuando es blanca y viene embotellada, suele tratarse de leche -respondió por fin, críptico, mas no tanto como para que el juez no apuntara una sonrisa; a diferencia del policía, él sí miraba la calle, donde seguía lloviendo con fuerza. Alguien abrió una puerta al otro lado de la habitación, y la ráfaga de aire le trajo gotas de agua contra el rostro.
– Cierren esa puerta -ordenó sin volverse. Después le habló al policía-: Hay homicidios que se disfrazan de suicidios.
– Y viceversa -matizó tranquilo el otro.
– ¿Qué opina de las manos y la corbata?
– A veces temen arrepentirse a última hora… De otro modo las tendría atadas a la espalda.
– Eso no cambia las cosas -opuso el juez-. El cordón es fino y resistente. Una vez perdido pie, ni con las manos libres tenía la menor oportunidad.
– Todo es posible. Con la autopsia sabremos más.
El juez volvió a echarle otra ojeada al cadáver. El agente de las huellas digitales se levantaba con el libro en las manos.
– Es curioso lo de esa página.
El policía alto se encogió de hombros.
– Yo leo poco -dijo-. Pero el tal Porthos era uno de esos personajes, ¿no?… Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan -contaba con el pulgar sobre los dedos de una mano y al concluir se detuvo, pensativo-. Tiene gracia. Siempre me he preguntado por qué se les llama los tres mosqueteros, si en realidad eran cuatro.