Muerte en la Fenice

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Muerte en la Fenice
Название: Muerte en la Fenice
Автор: Leon Donna
Дата добавления: 16 январь 2020
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Muerte en la Fenice - читать бесплатно онлайн , автор Leon Donna

El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro pot?sico, durante una representaci?n de La Traviata en el c?lebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laber?ntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el m?sico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ?cu?ntos ten?an motivos suficientes para matarle?

Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan s?lo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela polic?aca su primer caso.

Brunetti es un h?roe corriente, es decir, un antih?roe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupci?n, la burocracia.

Muerte en La Fenice fue galardonada en Jap?n con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirti? en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela polic?aca en Europa. Un excelente comienzo.

«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificaci?n con el alma de Venecia.»

The New York Times Book Review.

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El hombre llegó junto a Brunetti y dijo:

– He pensado que querría usted hablar con los cantantes, señor, y les he pedido que esperasen arriba. Y al director también. No les ha gustado, pero les he explicado lo que había pasado y han accedido. De todos modos, sigue sin gustarles.

«Cantantes de ópera», pensó Brunetti sin darse cuenta. Y repitió el pensamiento conscientemente: «Cantantes de ópera.»

– Bien hecho. ¿Dónde están?

– Están arriba, señor -dijo el agente señalando una escalera que subía a los pisos altos del teatro. Entregó a Brunetti un programa de la función de aquella noche.

Brunetti repasó la lista de nombres, de los que reconoció uno o dos, y empezó a subir la escalera.

– ¿Quién es el más impaciente, Follin? -preguntó cuando llegaron arriba.

– La signora Petrelli, la soprano -respondió el agente, señalando una puerta del fondo del corredor, a la derecha.

– Bien -dijo Brunetti, yendo hacia la izquierda-. Entonces dejaremos a la signora Petrelli para el final. -La sonrisa de Follin hizo que Brunetti se preguntara cómo habría sido la conversación entre el meticuloso policía y la recalcitrante prima donna .

«Francesco Dardi – Giorgio Germont », rezaba la cartulina mecanografiada clavada en la puerta del primer camerino de la izquierda. El comisario dio dos golpes con los nudillos e inmediatamente oyó una voz que decía: «Avanti

Sentado delante del tocador, desmaquillándose, estaba el barítono cuyo nombre había reconocido Brunetti. Francesco Dardi era de corta estatura y tenía un abdomen voluminoso que ahora apretaba contra el borde del tocador al inclinarse hacia adelante para verse en el espejo.

– Perdonen que no me levante, señores -dijo mientras se limpiaba cuidadosamente la sombra del ojo izquierdo.

Brunetti asintió en silencio.

Al cabo de un momento, Dardi interrumpió la operación, miró a los dos hombres por el espejo y preguntó, mientras seguía frotando:

– ¿Y bien?

– ¿Está enterado de lo que ha ocurrido esta noche? -preguntó Brunetti.

– ¿Se refiere a Wellauer?

– Sí.

Como su pregunta no suscitara más que este monosílabo, Dardi soltó la toallita y se volvió, encarándose con los policías.

– Si en algo puedo ayudarles, señores -dijo, mirando a Brunetti.

Esta actitud ya era más del agrado de Brunetti, que sonrió y respondió afablemente:

– Quizá pueda. -El comisario miró el papel que tenía en la mano, como si no recordara el nombre de su interlocutor-. Signor Dardi, como usted ya sabrá, esta noche ha muerto el maestro Wellauer.

El cantante respondió con un leve movimiento de cabeza, nada más.

Brunetti prosiguió:

– Me gustaría que me dijera todo cuanto pueda acerca de esta noche, de lo ocurrido durante los dos primeros actos de la representación.

Hizo una pausa, y Dardi volvió a mover la cabeza, pero no dijo nada.

– ¿Ha hablado con el maestro esta noche?

– Lo he visto un momento -dijo Dardi, que ahora se volvió hacia el tocador y siguió desmaquillándose-. Al llegar, le he visto hablar con un electricista, sobre algo del primer acto. Le he dicho «Buona sera » y he subido al camerino, a maquillarme. Como puede ver -agregó, señalando a su cara en el espejo-, requiere mucho tiempo.

– ¿Qué hora era? -preguntó Brunetti.

– Sobre las siete. Quizá las siete y cuarto, pero no más tarde.

– ¿Y después no ha vuelto a verlo?

– ¿Quiere decir aquí arriba o entre bastidores?

– Las dos cosas.

– Después de eso, sólo lo he visto desde el escenario, mientras él estaba en el podio.

– ¿Estaba con alguna otra persona el maestro cuando usted lo ha visto?

– Como le he dicho, estaba con un electricista.

– Sí, ya recuerdo. ¿No lo ha visto con nadie más?

– Con Franco Santore. En el bar. Vi que hablaban, pero yo ya me iba.

A pesar de que había reconocido el nombre, Brunetti preguntó:

– ¿Quién es ese signor Santore?

Dardi no pareció sorprendido por el alarde de ignorancia de Brunetti. Al fin y al cabo, ¿cómo iba un policía a reconocer el nombre de uno de los directores teatrales más famosos de Italia?

– Es el director -explicó Dardi, arrojando la toallita encima del tocador-. Él ha montado esta ópera. -El cantante tomó una corbata de seda que estaba al extremo derecho del tocador, la deslizó bajo el cuello de la camisa y empezó a hacer el nudo con esmero-. ¿Alguna otra cosa? -preguntó con voz neutra.

– No. Creo que eso es todo. Muchas gracias por su colaboración. Si tenemos que volver a hablar con usted, signor Dardi, ¿dónde podemos encontrarlo?

– En el Gritti. -El cantante lanzó a Brunetti una mirada de perplejidad, como si quisiera saber si en Venecia había otros hoteles, pero temiera preguntarlo.

Brunetti repitió las gracias y salió al pasillo seguido de Follin.

– Ahora, el tenor -dijo mirando el programa que tenía en la mano.

Follin asintió y lo llevó hasta una puerta del otro lado del pasillo.

Brunetti llamó con los nudillos, esperó y no oyó nada. Volvió a llamar y en el interior sonó un ruido que el comisario decidió tomar por una invitación a entrar. En el camerino encontró a un hombre bajo y delgado, completamente vestido y listo para salir a la calle, con el abrigo doblado sobre el brazo del sillón, y sentado en una actitud aprendida en la escuela de arte dramático para expresar «irritación e impaciencia».

– Ah, signor Echeveste -exclamó Brunetti efusivamente, tendiendo la mano de manera que el otro no tuviera que levantarse para estrechársela-. Es un gran honor saludarle personalmente. -Si Brunetti hubiera asistido a la misma escuela de arte dramático, ésta hubiera podido ser su demostración de «rendida admiración ante portentoso talento».

Al igual que el hielo del arroyo se funde a la llegada de la primavera, la cólera de Echeveste se deshizo al calor de la adulación de Brunetti. Con cierta dificultad, el joven tenor se levantó del sillón e hizo una pequeña reverencia.

– ¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó en italiano con leve acento extranjero.

– Commissario Brunetti, señor. Represento a la policía en este luctuoso caso.

– Ah, sí -respondió el otro, como si hubiera oído hablar de la policía remotamente, pero hubiera olvidado lo que hacía-. Han venido ustedes por todo este… -se interrumpió e hizo un desmayado ademán, como si esperase que alguien le apuntase las palabras adecuadas. Y las palabras llegaron-:…este trágico suceso.

– En efecto. Trágico y lamentable -abundó Brunetti, sin apartar los ojos de los del tenor-. ¿Sería mucha molestia responder a unas preguntas?

– Por supuesto que no -respondió Echeveste, sentándose en su sillón, no sin antes levantar gracilmente el pantalón, para preservar la afilada raya-. Encantado. Su muerte es una gran pérdida para el mundo de la música.

Ante semejante tópico, Brunetti no pudo sino inclinar la cabeza reverentemente durante un momento antes de preguntar:

– ¿A qué hora ha llegado al teatro?

Echeveste pensó un momento antes de responder.

– Yo diría que sobre las siete y media. Me he retrasado. Me habían entretenido, ¿comprende? -dijo el tenor, insinuando con su tono la idea de que, muy a pesar suyo, había tenido que abandonar sábanas arrugadas y compañía femenina.

– ¿Por qué se ha retrasado? -preguntó Brunetti, consciente de que el otro no esperaba esta pregunta y curioso por ver en qué quedaba la insinuación.

– He ido a que me cortaran el pelo -respondió el tenor.

– ¿Podría darme el nombre de su peluquero? -preguntó Brunetti cortésmente.

El tenor dio el nombre de una barbería situada a pocas calles del teatro. Brunetti miró a Follin, que tomó nota. Al día siguiente lo comprobaría.

– ¿Y ha visto al maestro cuando ha llegado al teatro?

– No; no he visto a nadie.

Antes de que Brunetti pudiera expresar su extrañeza, Echeveste explicó:

– Es que no he entrado por la puerta de los actores, ¿sabe? He entrado por el foso de la orquesta.

– No sabía que se pudiera entrar por ahí -dijo Brunetti, recibiendo con interés la noticia de este acceso a los bastidores.

– Habitualmente, no se puede -dijo Echeveste mirándose las manos-. Pero un acomodador amigo me ha dejado entrar, para que no tuviera que pasar por la entrada de actores.

– ¿Podría explicarme por qué, signor Echeveste?

El tenor levantó una mano en ademán despectivo y la dejó flotar lánguidamente ante ellos, como esperando que borrara la pregunta o que la contestara. No hizo ni lo uno ni lo otro. Entonces puso la mano encima de la otra y dijo, simplemente:

– Porque tenía miedo.

– ¿Miedo?

– Del maestro. Ya había llegado tarde a dos ensayos, y él se puso furioso y me gritó. Podía ser muy desagradable cuando se enfadaba. No tenía ganas de aguantar otro rapapolvo. -Brunetti sospechaba que únicamente el respeto hacia los muertos había impedido que su interlocutor utilizara una palabra más fuerte que «desagradable».

– ¿Así que entró por ahí para no verlo?

– Sí.

– ¿Lo ha visto o ha hablado con él en algún momento? Aparte de mientras dirigía.

– No.

Brunetti se puso en pie y esbozó otra vez su teatral sonrisa.

– Muchas gracias por su tiempo, signor Echeveste.

– Ha sido un placer -respondió el tenor levantándose a su vez. Miró a Follin, luego a Brunetti y preguntó-: ¿Ya puedo marcharme?

– Por supuesto. Sólo dígame dónde se hospeda.

– En el Gritti -respondió él, con la misma extrañeza que Dardi. Era suficiente para hacerte dudar de que hubiera otro hotel en la ciudad.

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