Muerte en la Fenice
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El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro pot?sico, durante una representaci?n de La Traviata en el c?lebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laber?ntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el m?sico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ?cu?ntos ten?an motivos suficientes para matarle?
Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan s?lo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela polic?aca su primer caso.
Brunetti es un h?roe corriente, es decir, un antih?roe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupci?n, la burocracia.
Muerte en La Fenice fue galardonada en Jap?n con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirti? en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela polic?aca en Europa. Un excelente comienzo.
«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificaci?n con el alma de Venecia.»
The New York Times Book Review.
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Al fondo del pequeño corredor de la derecha estaba el camerino del director de la orquesta, ocupado ahora por el sustituto. Brunetti permaneció junto a la entrada del corredor durante diez minutos por lo menos, sin que nadie le preguntara quién era ni qué hacía allí. Por fin, sonó un timbre, y un hombre con barba que llevaba americana y corbata fue de grupo en grupo, señalando en varias direcciones y enviando a cada cual al lugar en el que debía estar.
El nuevo director salió del camerino, cerró la puerta y pasó por delante de Brunetti sin mirarlo. Cuando el hombre desapareció, Brunetti fue hacia el fondo del corredor y, con toda naturalidad, entró en el camerino. Nadie lo vio o, por lo menos, nadie se molestó en preguntarle qué buscaba.
El camerino aparecía prácticamente igual que la otra noche, salvo que la taza y el plato estaban encima de la mesa y no en el suelo. El comisario se quedó sólo un momento y se fue. Su salida pasó tan inadvertida como su entrada, y eso, cuatro días después de que en aquel camerino muriera un hombre.
