Corazon Congelado
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«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quer?a ser una princesa intergal?ctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misi?n bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de pr?stata, acusado de contrabando de cigarrillos. ?Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicar?n todav?a m?s despu?s de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre c?mo hacerse lesbiana.
Quiz? la vida de Stephanie ser?a m?s f?cil ?y menos divertida? si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empe?ara en acompa?arla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el incre?blemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasi?n…
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Me giré en redondo, volví a subir las escaleras y me puse a llamar a las empresas de alquiler de limusinas. Tardé media hora en llamar a todas las que aparecían en el listín telefónico. Sólo dos de ellas habían tenido un servicio el día anterior a primera hora de la mañana. Ambos servicios habían ido al aeropuerto. Ninguno había sido contratado por, ni había recogido a, una mujer.
Otro callejón sin salida.
Fui en coche hasta el apartamento de Melvin y llamé a la puerta.
Melvin me abrió con una bolsa de maíz congelado en la cabeza.
– Me muero -dijo-. La cabeza me estalla. Los ojos me arden.
Tenía un aspecto horrendo. Peor que el día anterior, que ya es decir.
– Volveré más tarde -le dije-. No beba más, ¿de acuerdo?
Cinco minutos después estaba en la oficina.
– Oye -me dijo Lula-. Fíjate. Hoy tienes los ojos entre negros y verdes. Eso es buena señal.
– ¿Ha pasado Joyce por aquí?
– Ha aparecido hace unos quince minutos -dijo Connie-. Estaba hecha una fiera, decía no sé qué de chop suei de gambas.
– Estaba como loca -dijo Lula-. Hablaba sin sentido. Nunca la he visto tan enfadada. Supongo que tú no sabes nada de esas gambas, ¿verdad?
– No. Ni idea.
– ¿Qué tal está Bob? ¿Sabrá él algo del chop suei?
– Bob está bien. Ha tenido una pequeña indisposición de estómago esta mañana, pero ahora ya se encuentra mejor.
Connie y Lula chocaron las manos.
– ¡Lo sabía! -dijo Lula.
– Voy a ir con el coche a inspeccionar unas casas -dije-. A lo mejor le apetece a alguien venir conmigo.
– Huy, huy -dijo Lula-. Tú sólo buscas compañía cuando crees que alguien va a por ti.
– Puede que Eddie DeChooch me esté buscando -probablemente también me estuvieran buscando muchos otros, pero Eddie DeChooch era el más trastornado y el que más probablemente quisiera pegarme un tiro. Aunque la vieja de los ojos aterradores empezaba a acercársele mucho.
– Supongo que podremos arreglárnoslas con Eddíe DeChooch -dijo Lula sacando el bolso del último cajón del archivador-. Después de todo no es más que un viejecito deprimido.
Con pistola.
Lula y yo nos acercamos primero a ver a los compañeros de piso de El Porreta.
– ¿Está El Porreta aquí?
– No. No le he visto. Puede que esté en casa de Dougie. Se pasa allí todo el tiempo.
Acto seguido fuimos a casa de Dougie. Cuando le pegaron el tiro a El Porreta me quedé con las llaves de la casa y no las había devuelto. Abrí la puerta principal y Lula y yo nos colamos dentro. No parecía notarse nada especial. Fui a la cocina y miré en el congelador y el frigorífico.
– ¿De qué vas? -preguntó Lula.
– Estoy investigando.
Cuando acabamos en casa de Dougie fuimos a casa de Eddie DeChooch. Como en el caso anterior, no encontramos nada extraordinario. Sólo por probar, eché un vistazo en el congelador.
Y allí encontré una pieza de carne asada.
– Ya veo que los asados te vuelven loca -dijo Lula.
– Dougie tenía un asado en el congelador y se lo robaron.
– Uh-uh.
– Podría ser éste. Éste podría ser el asado robado.
– A ver si me aclaro. ¿Tú crees que Eddie DeChooch irrumpió en casa de Dougie para robar un asado?
Al oírlo decir en voz alta, la verdad es que sonaba un poco absurdo.
– Podría ser -dije.
Pasamos con el coche junto al club social y la iglesia, cruzamos por delante del aparcamiento subterráneo de Mary Maggie, nos acercamos a Ace Pavers y acabamos en la casa de Ronald DeChooch en Trenton Norte. En el transcurso de nuestro itinerario recorrimos la mayor parte de Trenton y el Burg en su totalidad.
– Para mí es más que suficiente -dijo Lula-. Necesito comer pollo frito. Quiero un poco de ese Pollo en el Cubo, supergrasiento y superpicante. Y además quiero galletas, y ensalada de col y uno de esos batidos tan espesos que tienes que sorber hasta echar los higadillos para que suba por la pajita.
El Pollo en el Cubo está a un par de manzanas de la oficina. Tienen una gigantesca gallina giratoria empalada en un poste que brota del asfalto del aparcamiento y un pollo frito excelente.
Lula y yo compramos un cubo y lo llevamos a una de las mesas.
– Vamos a ver si lo entiendo -dijo Lula-. Eddie DeChooch se va a Richmond y recoge unos cigarrillos. Mientras DeChooch está en Richmond, Louie D compra la granja y le roban no sé qué. No sabemos qué.
Elegí un trozo de pollo y asentí con la cabeza.
– Choochy regresa a Trenton con los cigarrillos, le deja unos cuantos a Dougie y luego le arrestan mientras intenta llevar el resto a Nueva York.
Asentí otra vez.
– Y lo siguiente es que Loretta Ricci aparece muerta y DeChooch nos deja colgados.
– Sí. Y luego desaparece Dougie. Benny y Ziggy buscan a Chooch. Chooch busca una cosa. Algo que, una vez más, no sabemos lo que es. Y alguien le roba a Dougie su asado.
– Y ahora también ha desaparecido El Porreta dijo Lula-. Chooch creyó que El Porreta tenía la cosa. Tú le dijiste a Chooch que la tenías tú. Y Chooch te ofreció cambiarla por dinero, pero no por El Porreta.
– Sí.
– Es la sarta de chorradas más disparatada que he oído en mi vida -dijo Lula, mordiendo un muslo de pollo. De repente dejó de masticar y de hablar y abrió los ojos desmesuradamente-. Arg -dijo. Luego empezó a agitar los brazos y a agarrarse el cuello.
– ¿Estás bien? -le pregunté. Siguió apretándose el cuello.
– Dele un golpe en la espalda -dijo alguien desde otra mesa.
– Eso no sirve para nada -dijo otra persona-. Hay que hacerle la cosa esa de Heimlich.
Corrí hacia Lula e intenté rodearla con los brazos para hacerle la maniobra de Heimlich, pero mis brazos no la abarcaban del todo.
Un tío grandote que estaba en la barra se nos acercó, agarró a Lula en un abrazo de oso por detrás y apretó.
– Ptuuuuu -dijo Lula. Y un trozo de pollo salió volando de su boca y le atizó en la cabeza a un niño que estaba dos mesas más allá.
– Tienes que adelgazar un poco -le dije a Lula.
– Es que tengo los huesos muy grandes -dijo ella.
El ambiente se tranquilizó y Lula sorbió su batido.
– Se me ha ocurrido una idea mientras me estaba muriendo -dijo Lula-. Está claro el siguiente paso que debes dar. Dile a Chooch que estás dispuesta a hacer el trato a cambio de dinero. Y cuando él venga a recoger esa cosa, le apresamos. Y una vez que le tengamos le hacemos hablar.
– Hasta el momento no se nos ha dado muy bien eso de apresarle.
– Ya, pero ¿qué tienes que perder? No hay nada que pueda llevarse.
Cierto.
– Tienes que llamar a Mary Maggie, la luchadora, y decirle que vamos a aceptar el trato -dijo Lula.
Saqué mi teléfono móvil y marqué el número de Mary Maggie, pero no obtuve respuesta. Dejé mi nombre y mi número en el contestador y le pedí que me devolviera la llamada.
Estaba guardando el móvil en el bolso cuando Joyce entró como una tromba.
– He visto tu coche en el aparcamiento -dijo Joyce-. ¿Esperas encontrar a DeChooch aquí, comiendo pollo frito?
– Acaba de irse -dijo Lula-. Podíamos haberle detenido, pero nos ha parecido demasiado fácil. Nos gustan los retos.
– Vosotras dos no sabríais qué hacer con un reto -dijo Joyce-. Sois dos fracasadas. Gordi y Lerdi. Las dos sois patéticas.
– No tan patéticas como para tener problemas con el chop suei -dijo Lula.
Aquello dejó a Joyce desconcertada por un momento, sin saber si Lula estaba implicada en los hechos o sencillamente la provocaba.
El busca de Joyce sonó. Joyce leyó la pantalla y sus labios se curvaron en una sonrisa.
– Tengo que irme. Tengo una pista sobre DeChooch. Es una pena que vosotras dos, nenas, no tengáis nada mejor que hacer que quedaros aquí atiborrándoos. Claro que, por lo que se ve, me imagino que es lo que mejor hacéis.
– Sí, y por lo que se ve, lo mejor que tú sabes hacer es recoger los palitos que te tiran y aullar a la luna -dijo Lula.
– Que te den -dijo Joyce, y salió disparada hacia su coche.
– Huy -dijo Lula-, esperaba algo más original. Me parece que hoy Joyce está en baja forma.
– ¿Sabes lo que tendríamos que hacer? -le dije-. Deberíamos seguirla.
Lula ya estaba recogiendo los restos de la comida.
– Me lees el pensamiento -dijo Lula.
En el instante en que Joyce salía del aparcamiento, Lula y yo cruzábamos la puerta y entrábamos en el CR-V Lula llevaba en el regazo el cubo de pollo y las galletas, colocamos los batidos en los soportes para bebidas y nos pusimos en marcha.
– Apuesto algo a que estaba mintiendo -dijo Lula-. Apuesto a que no hay ninguna pista. Probablemente va al centro comercial.
Me mantuve a un par de coches de distancia para que no me descubriera y Lula y yo no retiramos los ojos del parachoques trasero de su SUV. A través de la ventana de atrás del coche se veían dos cabezas. Alguien iba con ella en el asiento del copiloto.
– No está yendo al centro comercial -dije-. Va en dirección contraria. Parece que va al centro de la ciudad.
Diez minutos después me invadía un mal presentimiento sobre el destino de Joyce.
– Ya sé dónde va -le dije a Lula-. Va a hablar con Mary Maggie Mason. Alguien le ha dicho lo del Cadillac blanco.
Seguí a Joyce al interior del aparcamiento, a una distancia prudencial. Aparqué a dos filas de ella y Lula y yo nos quedamos quietas observando.
– Uh, uh -dijo Lula-, ahí van. Ella y su compinche. Los dos suben a hablar con Mary Maggie.
¡Mierda! Conocía a Joyce demasiado bien. Conocía su forma de trabajar. Entrarían en la casa a saco, con las armas en la mano, y revisarían cuarto por cuarto en nombre de la ley. Ése es el tipo de comportamiento que nos da mala reputación a los cazarrecompensas. Y lo que es peor, a veces da resultado. Si Eddie DeChooch estaba escondido debajo de la cama de Mary Maggie, Joyce lo encontraría.
No reconocí a su socia desde lejos. Las dos iban vestidas con pantalones de faena negros y camisetas negras con las palabras
DEPARTAMENTO DE FINANZAS escritas en la espalda en letras amarillas.
– Chica -dijo Lula-, si llevan uniformes. ¿Por qué nosotras no tenemos esos uniformes?
– Porque no queremos parecer un par de idiotas.
– Sí. Ésa era la respuesta que estaba esperando.
Salí del coche y le grité a Joyce:
– ¡Oye, Joyce! Espera un momento. Quiero hablar contigo.
Joyce se giró sorprendida. Al verme entrecerró los ojos y le dijo algo a su colega. No me llegó lo que se estaban diciendo. Joyce apretó el botón de subida. Las puertas del ascensor se abrieron y Joyce y su colega desaparecieron.