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Corazon Congelado

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Corazon Congelado
Название: Corazon Congelado
Автор: Evanovich Janet
Дата добавления: 16 январь 2020
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Corazon Congelado - читать бесплатно онлайн , автор Evanovich Janet

«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quer?a ser una princesa intergal?ctica.»

La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misi?n bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de pr?stata, acusado de contrabando de cigarrillos. ?Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?

Las cosas se complicar?n todav?a m?s despu?s de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre c?mo hacerse lesbiana.

Quiz? la vida de Stephanie ser?a m?s f?cil ?y menos divertida? si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empe?ara en acompa?arla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el incre?blemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasi?n…

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Nueve

El busca de Morelli se disparó a las 5.30 de la mañana. Morelli miró la pantalla y suspiró.

– Un confidente.

Escruté en la oscuridad sus movimientos por la habitación.

– ¿Tienes que irte?

– No. Sólo tengo que llamar por teléfono.

Salió a la sala. Hubo un momento de silencio. Y luego volvió a aparecer en la puerta del dormitorio.

– ¿Te has levantado a medianoche y has recogido los restos de la comida?

– No.

– No hay comida en la mesa de café.

Bob.

Me tiré de la cama, metí los brazos en el albornoz y salí a ver la escabechina.

– He encontrado un par de asas de alambre -dijo Morelli-. Al parecer Bob se ha comido la comida y los envases.

Bob paseaba junto a la puerta. Tenía el estómago hinchado y babeaba. Perfecto.

– Tú haz la llamada y yo voy a pasear a Bob.

Volví al dormitorio, me puse unos vaqueros y una sudadera y embutí los pies en un par de botas. Le sujeté la correa a Bob y cogí las llaves del coche.

– ¿Las llaves del coche?

– Por si me apetece un donut.

Un donut, lo que yo te diga. Bob iba a hacer una gigantesca caca de comida china. Y la iba a hacer en el césped de Joyce. A lo mejor hasta conseguía que vomitara.

Bajamos en el ascensor porque no quería que Bob se moviera más que lo imprescindible. Nos fuimos directamente al coche y salimos rugiendo del aparcamiento.

Bob iba con la nariz pegada al cristal. Jadeaba y regurgitaba. Tenía el estómago inflamado hasta el límite.

Apreté el pedal del acelerador casi hasta el suelo.

– Aguanta, chicarrón -le dije-. Casi hemos llegado. No nos falta nada.

Frené ruidosamente delante de la casa de Joyce. Rodeé el coche a la carrera hasta el lado del pasajero, abrí la puerta y Bob salió disparado. Se lanzó al césped de Joyce, se acuclilló e hizo una caca que parecía tener dos veces su peso corporal. Se paró un momento y vomitó una mezcla de cartón y chop suei de gambas.

– ¡Buen chico! -le susurré.

Bob se sacudió y regresó al coche de un salto. Le cerré la puerta, me metí en mi lado y salimos de allí antes de que nos alcanzara la pestilencia. Otro trabajo bien hecho.

Morelli estaba ocupado con la cafetera cuando entramos en casa.

– ¿No hay donuts? -preguntó.

– Se me han olvidado.

– Es la primera vez que se te olvidan los donuts.

– Estaba pensando en otras cosas.

– ¿Como el matrimonio?

Morelli sirvió dos tanques de café y me pasó uno.

– ¿Te has dado cuenta de que el matrimonio parece mucho más apremiante por la noche que por la mañana?

– ¿Quiere eso decir que ya no te quieres casar? -Morelli se apoyó en la barra y dio un sorbo de café. -No te vas a librar tan fácilmente.

– Hay muchas cosas de las que nunca hemos hablado.

– ¿Como cuáles?

– Niños. Imagínate que tenemos niños y luego resulta que no nos gustan.

– Si nos gusta Bob nos puede gustar cualquier cosa -dijo Morelli.

Bob estaba en la sala arrancando pelusa de la alfombra a lametones.

Eddie DeChooch llamó diez minutos después de que Morelli y Bob se fueran a trabajar.

– ¿Qué has decidido? -preguntó-. ¿Vamos a hacer un trato?

– Quiero a El Porreta.

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que no le tengo yo? Y no sé dónde está. Y tampoco lo tiene nadie que yo conozca. Puede que se asustara y huyera.

No supe qué decir, porque era una posibilidad.

– ¿Lo tienes guardado en un lugar frío, verdad? -dijo DeChooch-. Necesito recuperarlo en buenas condiciones. Me estoy jugando el culo con esta historia.

– Sí. Está conservado en frío. No se va a creer lo bien conservado que está. En cuanto encuentre a El Porreta podrá comprobarlo -y colgué.

¿De qué demontres estaba hablando?

Llamé a Connie, pero todavía no había llegado a la oficina. Le dejé un mensaje para que me llamara y me di una ducha. Mientras estaba en la ducha hice un resumen de mi vida. Iba detrás de un anciano deprimido que me estaba haciendo quedar como una estúpida. Dos de mis amigos habían desaparecido sin dejar rastro. Tenía la pinta de haber peleado un combate con George Foreman. Tenía un vestido de novia que no quería ponerme y un salón de banquetes que no quería utilizar. Morelli quería casarse conmigo. Y Ranger quería… Diantre, no quería pensar en lo que quería Ranger. Ah, sí; además estaba Melvin Baylor que, hasta donde yo sabía, seguía en el sofá de la casa de mis padres.

Salí de la ducha, me vestí, le dediqué un mínimo esfuerzo al pelo y llamó Connie.

– ¿Has sabido algo más de la tía Flo y del tío Bingo? -le pregunté-. Necesito saber qué pasó en Richmond. Necesito saber qué es lo que busca todo el mundo. Es algo que se tiene que conservar en frío. Puede que se trate de medicinas.

– ¿Cómo sabes que se tiene que conservar en frío?

– Por DeChooch.

– ¿Has hablado con DeChooch?

– Me ha llamado él.

A veces me costaba creer lo absurda que era mi vida. Tenía un NCT que me llamaba. ¿Descabellado o qué?

– A ver lo que puedo averiguar -dijo Connie.

Después llamé a la abuela.

– Necesito cierta información sobre Eddie DeChooch -le dije-. He pensado que tú podrías preguntar por ahí.

– ¿Qué quieres saber?

– Pasó algo en Richmond y ahora está buscando una cosa. Necesito saber qué es lo que busca.

– ¡Dejalo en mis manos!

– ¿Sigue ahí Melvin Baylor?

– No. Se ha ido a casa.

Me despedí de la abuela y se oyó un golpe en la puerta. La abrí un poco y miré fuera. Era Valerie. Iba vestida con un traje negro de chaqueta y pantalón, una camisa blanca almidonada y corbata de hombre de rayas negras y rojas. Llevaba su corte de pelo a lo Meg Ryan pegado detrás de las orejas.

– Nuevo look -dije-. ¿A qué se debe?

– Es mí primer día de lesbiana.

– Sí, claro.

– Lo digo en serio. Me he dicho a mí misma, ¿por qué esperar? Voy a empezar una nueva vida. He decidido dar el salto sin pensar. Voy a buscar trabajo. Y me voy a echar novia. Quedarse en casa lloriqueando por una relación fallida no sirve de nada.

– La otra noche no creí que lo dijeras en serio. ¿Has tenido… hum, alguna experiencia lésbica?

– No, pero no creo que sea muy difícil.

– No sé si me gusta esto -dije-. Estoy acostumbrada a ser la oveja negra de la familia. Esto podría cambiar mi situación.

– No seas boba -dijo Valerie-. A nadie le importará que sea lesbiana.

Valerie llevaba en California demasiado tiempo.

– En fin -dijo-, ya tengo una entrevista de trabajo. ¿Estoy bien? Quiero ser clara respecto a mi orientación sexual, pero no quiero ser demasiado marimacho.

– No quieres parecer una de esas bolleras moteras.

– Exacto. Quiero el look chic lésbico.

Como mi experiencia con las lesbianas era muy limitada no estaba muy segura de qué era el chic lésbico. La mayoría de las lesbianas que conocía había sido por la tele.

– No estoy muy convencida del calzado-dijo-. El calzado es siempre lo más difícil.

Llevaba unas delicadas sandalias de charol negro con tacón bajo. Las uñas de los dedos de los pies iban pintadas de rojo fuerte.

– Me imagino que eso depende de si quieres llevar zapatos de hombre o de mujer -dije-. ¿Eres una lesbiana chico o una lesbiana chica?

– ¿Hay dos clases de lesbianas?

– No lo sé. ¿No lo has investigado?

– No. Sencillamente supuse que las lesbianas eran unisex.

Con lo que le estaba costando ser lesbiana con la ropa puesta, no quería ni imaginarme lo que pasaría cuando se la quitara.

– Voy a solicitar un empleo en el centro comercial -dijo Valerie-. Y luego tengo otra entrevista en la ciudad. Me preguntaba si podríamos intercambiar los coches. Quiero dar buena impresión.

– ¿Qué coche llevas ahora?

– El Buick del 53 de tío Sandor.

– Un coche fuerte -dije-. Muy lésbico. Mucho mejor que mi CR-V.

– No lo había pensado.

Me sentí un poco culpable porque no sabía si a las lesbianas les gustarían los Buick del 53. La verdad era que no quería dejarle mi coche. Odio el Buick del 53.

Le dije adiós con la mano y le deseé suerte mientras se alejaba por el descansillo. Rex estaba fuera de la lata y me miraba. Una de dos, o pensaba que era muy lista o pensaba que era una hermana horrorosa. Es difícil de decir cuando se trata de hámsters. Por eso son unas mascotas tan buenas.

Me colgué el bolso de cuero negro en el hombro izquierdo, agarré la cazadora vaquera y cerré la puerta. Era el momento de volver a por Melvin Baylor. Sentí una punzada de nervios. Eddie DeChooch era intranquilizador. No me gustaba la facilidad con la que disparaba sobre la gente de buenas a primeras. Y ahora que yo me contaba entre los amenazados me gustaba todavía menos.

Bajé las escaleras y atravesé apresuradamente el vestíbulo. Miré por las puertas de cristal al aparcamiento. No se veía a DeChooch por ningún lado.

El señor Morganstern salió del ascensor.

– Hola, guapa -dijo-. Vaya. Cualquiera diría que te has dado con el pomo de una puerta.

– Gajes del oficio -le contesté.

El señor Morganstern era muy viejo. Tendría unos doscientos años.

– Ayer vi marcharse a tu amiguito. Puede que esté un poco tocado de la cabeza, pero sabe viajar con clase. Y un hombre que sabe viajar con clase es normal que te guste -dijo.

– ¿Qué amiguito?

– Ese tal Porreta. El que lleva traje de Superman y el pelo castaño largo.

El corazón me dio un vuelco. No se me había ocurrido pensar que uno de mis vecinos pudiera saber algo de El Porreta.

– ¿Cuándo le vio? ¿A qué hora?

– A primera hora de la mañana. La panadería de la esquina abre a las seis y fui y volví andando, así que cuando vi a tu amigo calculo que serían las siete. Salía por la puerta en el momento en que entraba yo. Iba con una señora y los dos subieron a una gran limusina negra. Le deben de ir bien las cosas.

– ¿Le dijo algo?

– Me dijo… colega.

– ¿Tenía buen aspecto? ¿Parecía preocupado?

– No. Estaba como siempre. Ya sabes, como un poco ido.

– ¿Cómo era la mujer?

– Guapa. Bajita, con el pelo castaño corto. Joven.

– ¿Cómo de joven?

– Puede que alrededor de los sesenta.

– Supongo que la limusina no tenía ningún cartel, como el nombre de la compañía de alquiler.

– No que yo recuerde. Era sencillamente una limusina grande y negra.

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