Corazon Congelado
Corazon Congelado читать книгу онлайн
«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quer?a ser una princesa intergal?ctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misi?n bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de pr?stata, acusado de contrabando de cigarrillos. ?Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicar?n todav?a m?s despu?s de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre c?mo hacerse lesbiana.
Quiz? la vida de Stephanie ser?a m?s f?cil ?y menos divertida? si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empe?ara en acompa?arla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el incre?blemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasi?n…
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Siete
Llegué al garaje y di unas vueltas buscando el Cadillac blanco. Recorrí todos los pasillos arriba y abajo, pero no tuve suerte. Y menos mal, porque no sabía lo que iba a hacer si me encontraba con Choochy. No me sentía capaz de detenerle yo sola. Y la idea de aceptar la proposición de Ranger me produjo un orgasmo en el acto, seguido de un ataque de pánico.
Porque, a ver, ¿qué pasaba si dormía una noche con Ranger? ¿Qué pasaría? Supongamos que fuera tan increíble que ya no me interesara ningún otro hombre. Supongamos que fuera mejor en la cama que Joe. Y no es que Joe fuera un desastre en la cama. Pero es que Joe era simplemente mortal, y no estaba muy segura de Ranger.
Y ¿qué sería de mi futuro? ¿Me iba a casar con Ranger? No. Ranger no era de los que se casaban. ¡Qué coño!, Joe tampoco lo era mucho.
Y luego estaba el otro aspecto del asunto. Supongamos que yo no estuviera a la altura. Involuntariamente cerré los ojos con fuerza. ¡Agh! Sería horrible. Más que bochornoso.
¡Supongamos que él no estuviera a la altura! La fantasía estaría destrozada. ¿En qué pensaría entonces cuando estuviéramos a solas la ducha de masaje y yo?
Sacudí la cabeza para aclararme la cabeza. No quería planterame una noche con Ranger. Era demasiado complicado.
Ya era la hora de cenar cuando llegué a casa de mis padres. Valerie se había levantado de la cama y estaba sentada en la mesa con las gafas de sol puestas. Angie y El Porreta comían sándwiches de mantequilla de cacahuete delante de la televisión. Mary Alice galopaba por la casa, piafando y relinchando. La abuela estaba arreglada para ir al velatorio. Mi padre inclinaba la cabeza sobre el asado. Y mi madre estaba en el extremo opuesto de la mesa con un sofoco de primera. Tenía la cara sonrojada, el pelo humedecido en la frente y los ojos recorrían febrilmente la habitación, retando a cualquiera que se le ocurriera comentar que estaba en el umbral del cambio.
La abuela hizo caso omiso de mi madre y me pasó la salsa de manzana.
– Esperaba que te presentaras a cenar. Me vendría bien que me llevaras al velatorio.
– Claro que sí -dije-. Pensaba ir de todas formas.
Mi madre me dedicó una mirada sufriente.
– ¿Qué? -le pregunté.
– Nada.
– ¿Qué?
– La ropa que llevas. Si vas al velatorio de la Ricci vestida así no van a parar de llamarme durante una semana. ¿Qué le voy o decir a la gente? Pensarán que no tienes dinero para comprarte ropa decente.
Bajé la mirada a mis vaqueros y mis botas. A mí me parecían decentes, pero no estaba dispuesta a discutir con una mujer menopáusica.
– Tengo ropa que puedes ponerte -dijo Valerie-. De hecho, voy a ir contigo y con la abuela. ¡Será divertido! ¿Stiva sigue dando galletitas?
Seguro que hubo un error en el hospital. No es posible que yo tenga una hermana que piense que las funerarias son divertidas.
Valerie saltó de su silla y me arrastró de la mano escaleras arriba.
– ¡Sé exactamente lo que te vas a poner!
No hay nada peor que ponerse ropa de otros. Bueno, puede que el hambre en el mundo o una epidemia de tifus, pero, aparte de eso, la ropa prestada nunca sienta bien. Valerie es unos centímetros más baja que yo y pesa dos kilos menos. Calzamos exactamente el mismo pie y nuestros gustos en ropa no podían ser más opuestos. Vestirme con ropa de Valerie para ir al velatorio de la Ricci es como un Halloween en el infierno.
Valerie sacó una falda del armario.
– ¡Tachón! -cantó-. ¿A que es maravillosa? Es perfecta. Y también tengo la blusa perfecta. Y los zapatos perfectos. Va todo a juego.
Valerie siempre ha ido a juego. Sus zapatos y sus bolsos siempre combinan. Sus blusas y sus faldas combinan también. Y Valerie sabe llevar un foulard sin parecer una idiota.
Al cabo de cinco minutos Valerie me había pertrechado por completo. La falda era malva y lima con un estampado de lirios rosas y amarillos. El tejido era vaporoso y el bajo me llegaba por media pantorrilla. Probablemente a mi hermana, en L. A., le quedaba genial, pero en mí parecía una cortina de ducha de los setenta. Arriba llevaba una camisa elástica de algodón blanco con mangas farol y cuello de encaje. En los pies me puso unas sandalias de tiras rosas con tacones de ocho centímetros.
Nunca en mi vida se me habría ocurrido ponerme zapatos rosas.
Me miré en el espejo de cuerpo entero e intenté no hacer una mueca.
– Fíjate -dijo la abuela cuando llegamos a la funeraria de Stiva-. Está abarrotado. Teníamos que haber venido antes. Todos los asientos buenos junto al féretro estarán ya cogidos.
Nos encontrábamos en la entrada, intentando atravesar a duras penas la multitud de deudos que entraban y salían de los velatorios. Eran exactamente las siete en punto, y si hubiéramos llegado a la funeraria de Stiva un rato antes habríamos tenido que hacer cola fuera como en un concierto de rock.
– No puedo respirar -dijo Valerie-. Me van a despachurrar como a un insecto. Mis niñas se quedarán huérfanas.
– Tienes que pisarle los pies a la gente y darle patadas en las pantorrillas -dijo la abuela-, para que se separen de ti.
Benny y Ziggy estaban de pie junto a la puerta de la sala uno. Si Eddie cruzaba la puerta ya lo tenían. Tom Bell, el encargado de llevar el caso Ricci, también estaba allí. Además de la mitad de la población del Burg.
Sentí una mano en el culo, me di la vuelta rápidamente y vi a Ronald DeChooch inclinándose hacia mí.
– Hola, nena -dijo-. Me encanta la falda vaporosa. Apuesto a que no llevas braguitas.
– Escucha, saco de mierda sin polla -le dije a Ronald DeChooch-, si vuelves a tocarme el culo buscaré a alguien para que te pegue un tiro.
– Tienes carácter -dijo Ronald-. Eso me gusta.
Mientras, Valerie había desaparecido, arrastrada por la muchedumbre que avanzaba. Y la abuela se abría camino hacia el féretro como un gusano. Un féretro cerrado es algo muy peligroso, ya que existen precedentes de tapas que se abren misteriosamente ante la presencia de la abuela. Lo mejor es no separarse de la abuela y vigilar que no saque la lima de uñas y se ponga a trabajar en la cerradura.
Constantine Stiva, el enterrador favorito del Burg, descubrió a la abuela y se lanzó a interceptarla, llegando junto a la difunta antes que ella.
– Edna -dijo agitando la cabeza y sonriendo con su sonrisa de enterrador comprensivo-, me alegro de volver a verte.
La abuela causa el caos en el negocio de Stiva una vez a la semana, pero él no iba a plantarle cara a una futura clienta que ya no era ninguna pollita y que le había echado el ojo para su descanso eterno a una caja tallada en caoba de primera clase.
– Me ha parecido que lo correcto era venir a presentarle mis respetos -dijo la abuela-. Loretta era de mi grupo de tercera edad.
El propio Stiva había tenido que interponerse entre Loretta y la abuela alguna vez.
– Por supuesto -dijo-. Eres muy amable.
– Por lo que veo es otro de esos rollos a féretro cerrado -dijo la abuela.
– Elección de la familia -dijo Stiva con la voz melosa como las natillas y la expresión complaciente.
– Supongo que es lo mejor, teniendo en cuenta que le pegaron un tiro y luego la rajaron entera en la autopsia.
Stiva mostró un destello de nerviosismo.
– Es una pena que tuvieran que hacerle la autopsia -dijo la abuela-. A Loretta le dispararon en el pecho y podía haber tenido el féretro abierto, si no fuera porque cuando te hacen la autopsia supongo que te sacan el cerebro, y supongo que eso complica bastante que te hagan un buen peinado.
Tres personas que estaban a su lado resollaron y se fueron hacia la puerta a toda prisa.
– Bueno, ¿y cómo estaba? -le preguntó la abuela a Stiva-. ¿Habrías podido hacer algo con ella de no ser por lo del cerebro?
Stiva tomó a la abuela por el codo.
– ¿Por qué no vamos a la antecámara, que no está tan llena, y comemos unas galletitas?
– Es una buena idea -dijo la abuela-. Me vendría bien una galleta. De todas formas, aquí no hay nada que ver.
Les seguí y, por el camino, me detuve a charlar con Benny y Ziggy.
– No va a aparecer por aquí -les dije-. No está tan loco.
Ziggy y Benny se encogieron de hombros a la vez.
– Por si acaso -dijo Ziggy.
– ¿Qué pasó ayer con El Porreta?
– Quería ver el club -dijo Ziggy-. Salió del edificio de su apartamento a respirar un poquito de aire y nos pusimos a charlar, y una cosa llevó a la otra.
– Sí, no teníamos intención de secuestrar al pobre chaval -dijo Benny-. Y no queremos que la anciana señora Morelli nos eche mal de ojo. No creemos nada de esas supersticiones antiguas, pero ¿por qué arriesgarse?
– Hemos oído decir que le echó mal de ojo a Carmine Scallari y a partir de entonces ya no pudo… humm… funcionar más -dijo Ziggy.
– Según cuentan, probó incluso esa nueva medicina, pero no le sirvió de nada -dijo Benny.
Ambos tuvieron un escalofrío involuntario. No querían encontrarse en la misma situación que Carmine Scallari.
Eché una mirada al vestíbulo entre Benny y Ziggy y vi a Morelli. Estaba apoyado en la pared, observando a la multitud.
Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte negras y una camiseta negra debajo de la chaqueta de sport de mezclilla. Tenía un as pecto fuerte y demoledor. Los hombres se le acercaban para hablar de deportes y se iban al cabo de un rato. Las mujeres le observaban de lejos, preguntándose si sería tan peligroso como parecía, si era tan malo como su reputación.
Me miró desde el otro lado de la estancia y movió un dedo, haciendo el gesto internacional de «ven aquí». Cuando llegué a su lado me echó un posesivo brazo por encima y me besó en el cuello, justo debajo de la oreja.
– ¿Dónde está El Porreta?
– Viendo la televisión con las niñas de Valerie. ¿Estás aquí porque esperas atrapar a Eddie?
– No. Estoy aquí porque esperaba atraparte a ti. Creo que deberías dejar que El Porreta pase la noche en casa de tus padres y tú deberías venir a mi casa.
– Tentador, pero estoy con la abuela y Valerie.
– Acabo de llegar. ¿Ha conseguido la abuela abrir el féretro?
– Stiva la ha interceptado.
Morelli pasó un dedo por el ribete de encaje de la camisa.
– Me gusta el encaje.
– ¿Qué me dices de la falda?
– La falda parece una cortina de ducha. Bastante erótica. Me hace pensar en si llevarás ropa interior.