Corazon Congelado
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«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quer?a ser una princesa intergal?ctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misi?n bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de pr?stata, acusado de contrabando de cigarrillos. ?Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicar?n todav?a m?s despu?s de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre c?mo hacerse lesbiana.
Quiz? la vida de Stephanie ser?a m?s f?cil ?y menos divertida? si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empe?ara en acompa?arla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el incre?blemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasi?n…
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Los ojos se le pusieron rojos y húmedos.
– ¿Puedes pasarme la salsa? -le preguntó a la abuela Mazur.
Mi madre se levantó de la silla de un salto.
– Te voy a traer de la cocina salsa caliente.
La puerta batiente de la cocina se cerró detrás de mi madre. Se escuchó un chillido y el sonido de un plato al estrellarse contra la pared. Automáticamente busqué a Bob, pero estaba durmiendo debajo de la mesa. La puerta de la cocina volvió a abrirse y mi madre salió por ella tranquilamente, con la salsera.
– Estoy segura de que sólo se trata de algo temporal -dijo mi madre-. Estoy segura de que Steve recobrará la cordura.
– Creía que nuestro matrimonio iba bien. Hacía comidas ricas. Y tenía la casa limpia. Iba al gimnasio para mantenerme atractiva. Hasta me corté el pelo como Meg Ryan. No entiendo qué pudo ir mal.
Valerie siempre ha sido el miembro más comunicativo de la familia. Siempre bajo control. Sus amigas la llamaban Santa Valerie porque siempre estaba serena… como la estatua de la Vir gen de Ronald DeChooch. Y ahora el mundo que la rodeaba se venía abajo y no estaba exactamente serena, pero tampoco estaba enloquecida. Parecía más que nada triste y confundida.
Desde mi punto de vista, era un poco extraño, porque, cuando mi matrimonio se fue a pique, me oyeron gritar desde seis kilómetros a la redonda. Y cuando Dickie y yo fuimos a juicio, me contaron que hubo un momento en que la cabeza me daba vueltas como la de la niña de El exorcista. Dickie y yo no tuvimos un gran matrimonio, pero le sacamos todo el partido al divorcio.
Me dejé arrastrar por el momento y le dediqué a Morelli una mirada de «los hombres son unos cabrones».
Sus ojos se oscurecieron y el principio de una sonrisa le tensó la boca. Me pasó la yema de un dedo por la nuca y una oleada de calor me recorrió desde el estómago hasta allí mismo.
– ¡Jesus! -dije.
Su sonrisa se ensanchó.
– Por lo menos estarás bien económicamente -dije-. Según las leyes de California, ¿no te corresponde la mitad de todo?
– La mitad de nada es nada dijo Valerle-. La casa está hipotecada por más de lo que vale. Y en la cuenta corriente no hay nada porque Steve ha estado transfiriendo nuestro dinero a las Caimán. Es un hombre de negocios maravilloso. Eso dice todo el mundo. Era una de las cosas que me lo hacían más atractivo.
Respiró profundamente y le cortó la carne a Angíe. Luego le cortó la carne a Mary Alice.
– La manutención de las niñas -dije-. ¿Qué pasa con la manutención de las niñas?
– En teoría, supongo que Steve tendría que ayudar a mantener a las niñas, pero, bueno, ha desaparecido. Me imagino que estará en las Caimán con nuestro dinero.
– ¡Qué horror!
– La verdad es que Steve se ha fugado con la niñera.
Todos nos quedamos sin respiración.
– Cumplió dieciocho años el mes pasado -dijo Valerie-. Le compré un Beanie Baby de regalo de cumpleaños.
Mary Alice relinchó.
– Quiero heno. Los caballos no comen carne. Los caballos tienen que comer heno.
– Qué monada -dijo la abuela-. Mary Alice sigue creyendo que es una yegua.
– Soy un caballo hombre -dijo Mary Alice.
– No seas un caballo hombre, cariño -le dijo Valerie-. Los hombres son una basura.
– Algunos hombres están bien -dijo la abuela.
– Todos los hombres son basura -dijo Valerie-. Salvo papá, por supuesto.
No mencionó a Joe en la exclusión de la basura.
– Los caballos hombres galopan más deprisa que los caballos señoras -dijo Mary Alice, y, acto seguido, le lanzó una cucharada de puré de patata a su hermana. El puré pasó volando por delante de Angie y aterrizó en el suelo. Bob salió disparado de debajo de la mesa y se lo comió.
Valerie miró enfadada a Mary Alice.
– No es de buena educación lanzar puré de patatas.
– Eso -dijo la abuela-. Las señoritas no tiran puré a sus hermanas.
– No soy una señorita -dijo Mary Alice-. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡Soy un caballo! -y le lanzó un puñado de puré a la abuela.
La abuela entornó los ojos y le tiró una judía verde a Mary Alice a la cabeza.
– ¡La abuela me ha pegado con una judía! -chilló Mary Alice-. ¡Me ha pegado con una judía! Que no me tire más judías.
Hasta aquí llegaron las perfectas damitas. Bob se comió la judía inmediatamente.
– No le deis de comer al perro -dijo mi padre.
– Espero que no os moleste que me presente en casa de esta manera -dijo Valerie-. Será sólo hasta que encuentre trabajo.
– Sólo tenemos un cuarto de baño -dijo mi padre-. Tengo que disponer del baño a primera hora de la mañana. Las siete es mi hora de baño.
– Será maravilloso teneros a las niñas y a ti en casa -dijo mi madre-. Y puedes ayudarnos a preparar la boda de Stephanie. Stephanie y Joe acaban de anunciar la fecha.
Valerie se atragantó y los ojos se le volvieron a poner rojos y llorosos.
– Enhorabuena -dijo.
La ceremonia de matrimonio de la tribu Tuzi dura siete días y acaba con la perforación ritual del himen -dijo Angie-. Entonces, la novia se va a vivir con la familia de su marido.
– Vi un programa especial sobre alienígenas en televisión -dijo la abuela-. Y no tenían himen. No tenían nada en absoluto ahí abajo.
– ¿Los caballos tienen himen? -quiso saber Mary Alice.
– Los caballos hombres no -dijo la abuela.
– Qué bien que te vayas a casar -dijo Valerie.
Y entonces rompió a llorar. No a sollozar ni a derramar lágrimas contenidas. Valerie se puso a llorar a chorros, gimiendo a lo grande, hipando y volcando toda su desgracia en lamentos. Las dos damitas también se pusieron a llorar, con unos gemidos a pleno pulmón como sólo un niño puede emitir. Y de repente, también lloraba mi madre, resollando en la servilleta. Y Bob se puso a aullar. Aaaauuuuuuu, aaaauuuuuuu.
– Nunca me volveré a casar -dijo Valerie entre sollozos-. Nunca, nunca, nunca. El matrimonio es obra del diablo. Los hombres son el Anticristo. Me voy a hacer lesbiana.
– ¿Cómo se hace eso? -preguntó la abuela-. Siempre he querido saberlo. ¿Tienes que llevar un pene falso? Una vez vi un programa de televisión y las mujeres llevaban unas cosas hechas de cuero negro que tenían la forma de enormes…
– ¡Matadme! -gritó mi madre-. Por favor, matadme. Me quiero morir.
Mi hermana y Bob retomaron sus gemidos y aullidos. Mary Atice se puso a relinchar a todo volumen. Y Angie se tapaba los oídos para no oír.
– La, la, la, la… -cantaba Angie.
Mi padre retiró su plato y miró alrededor. ¿Dónde estaba su café? ¿Dónde estaba su tarta?
– Esto te va a suponer una gran deuda conmigo -me susurró Morelli al oído-. Esto es una noche de sexo a lo perro.
– Me está empezando a doler la cabeza -dijo la abuela-. No puedo soportar este alboroto. Que alguien haga algo. Poned la televisión. Sacad los licores. ¡Haced algo!
Me levanté de la silla, fui a la cocina y saqué el pastel. Tan pronto como estuvo encima de la mesa, todo el llanto cesó. Si hay algo a lo que se concede atención en esta familia es… al postre.
Morelli, Bob y yo regresamos a casa en silencio; ninguno sabíamos qué decir. Morelli aparcó delante de casa, giró la llave de contacto y se volvió hacia mí.
– ¿Agosto? -preguntó con una voz más aguda que la habitual, incapaz de contener su incredulidad-. ¿Quieres casarte en agosto?
– ¡Me salió sin querer! Fue por culpa de ese rollo de morirse de mi madre.
– Tu familia hace que la mía parezca la Tribu de los Brady.
– ¿Me estás tomando el pelo? Tu abuela está loca. Le echa mal de ojo a la gente.
– Es un rollo italiano.
– Es un rollo de loca.
Un coche se acercó al aparcamiento, frenó en seco, se abrió la puerta y El Porreta cayó rodando al pavimento. Joe y yo corrimos hacia él al mismo tiempo. Cuando llegamos a su lado, El Porreta ya había conseguido incorporarse hasta quedar sentado. Se estaba agarrando la cabeza y le salía sangre por entre los dedos.
– Eh, colega -dijo El Porreta-, creo que me han pegado un tiro. Estaba viendo la televisión cuando oí un ruido en el porche, así que me di la vuelta y vi una cara espantosa mirándome por la ventana. Era una ancianita aterradora, con unos ojos verdaderamente espantosos. Estaba, o sea, oscuro, pero pude verla a través del cristal. Y de repente, sacó una pistola y me disparó. Y rompió la ventana de Dougie y todo. Tendría que haber una ley contra ese tipo de cosas, colega.
El Porreta vivía a dos manzanas del Hospital de St. Francis, pero lo había pasado de largo y había venido a pedirme ayuda a mí. ¿Por qué a mí?, me pregunté. Y entonces me di cuenta de que estaba pensando como mi madre y me di un pescozón mental en el cogote.
Volvimos a meter a El Porreta en su coche. Joe lo condujo hasta el hospital y yo les seguí en la camioneta de Joe. Dos horas más tarde habíamos cumplido con todas las formalidades médicas y policiales y El Porreta llevaba un espectacular esparadrapo en la frente. La bala le había rozado justo encima de la ceja y se había incrustado en la pared de la sala de Dougie.
De pie, en la sala de la casa de Dougie, examinamos el agujero de la ventana.
– Tenía que haberme puesto el Súper Traje -dijo El Porreta-. Eso les habría desconcertado, colega.
Joe y yo nos miramos. Desconcertado. Sí, desde luego.
– ¿Crees que estará seguro en esta casa? -le pregunté a Joe.
– Es difícil decir lo que será seguro para El Porreta -contestó Joe.
– Amén -dijo El Porreta-. La seguridad vuela con alas de mariposa.
– No tengo ni idea de qué coño significa eso -dijo Joe.
– Significa que la seguridad es inconsistente, colega.
Joe me llevó aparte.
– A lo mejor deberíamos meterle en rehabilitación.
– Lo he oído, colega. Esa idea es un muermo. La gente esa de rehabilitación es superrara. Son, o sea, unos muermos. Son todos, no sé, como drogatas.
– Vaya por Dios, no nos gustaría dejarte en medio de una pandilla de drogatas -dijo Joe.
El Porreta asintió con la cabeza.
– Joder, tío, total.
– Supongo que se puede quedar en mi casa un par de días -dije. Y nada más decirlo… ya me estaba arrepintiendo. ¿Qué me pasaba a mí hoy? Era como si no tuviera la boca conectada con el cerebro.
– Guau, ¿harías eso por El Porreta? Es impresionante -El Porreta me dio un abrazo-. No te arrepentirás. Voy a ser un compañero de piso excelente.
Joe no parecía estar tan contento como El Porreta. Joe tenía planes para la noche. Durante la cena había comentado que le debía una noche de sexo a lo perro. Probablemente estaba de broma; pero puede que no. Con los hombres nunca se sabe. Tal vez lo mejor era irme con El Porreta.