El Valle de los Leones
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Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.
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– ¡Lo haré! -aulló, a pesar de saber que él no podía oírla-. ¡Dispararé!
El helicóptero despegó.
Jean-Pierre empezó a correr.
Mientras el aparato alzaba el vuelo, pegó un salto y aterrizó en la cabina. Jane tuvo la esperanza de que volviera a caer, pero él consiguió recuperar el equilibrio. La miró con ojos llenos de odio y se preparó para saltar sobre ella.
Jane cerró los ojos y apretó el gatillo.
La pistola se disparó con un fuerte retroceso.
Ella volvió a abrir los ojos. Jean-Pierre todavía seguía allí, de pie, con una expresión de estupefacción en el rostro. En la chaqueta tenía una mancha oscura que se iba extendiendo. Presa del pánico Jane volvió a apretar el gatillo una vez y otra vez y después una tercera. Erró los dos primeros disparos, pero tuvo la sensación de que el tercero le daba en el hombro. Jean-Pierre giró sobre sí mismo, quedó de cara hacia afuera y después cayó hacia delante y se desplomó en el vacío a través de la puerta.
Entonces desapareció.
Lo maté, pensó ella.
Al principio se sintió invadida por una especie de júbilo salvaje. El había tratado de capturarla, de aprisionarla y de convertirla en una esclava. Trató de darle caza como si fuese un animal. La traicionó y le pegó. Y ahora ella le había dado muerte.
Después se sintió sobrecogida por el dolor. Se sentó en la cabina y sollozó. Chantal también empezó a llorar y Jane comenzó a mecer a su hijita mientras ambas sollozaban juntas.
No supo cuánto tiempo permanecieron allí. Pero en algún momento se levantó y se dirigió a la cabina del piloto, quedando junto al asiento de éste.
– ¿Estás bien? -preguntó Ellis a gritos.
Ella asintió y ensayó una débil sonrisa.
Ellis le devolvió la sonrisa, señaló uno de los indicadores y gritó:
– ¡Mira: tenemos los tanques llenos de combustible!
Ella lo besó en la mejilla. Algún día le contaría que había matado a Jean-Pierre a tiros, pero ahora no.
– ¿A qué distancia de la frontera estamos? -preguntó.
– A menos de una hora. Y no pueden mandar a nadie a perseguirnos porque tenemos la radio.
Jane miró a través del parabrisas. Directamente delante de sí podía ver las montañas de blancos picos que hubiesen tenido que escalar para poder huir. No creo que hubiera podido hacerlo -se dijo para sí-. Creo que me habría acostado en la nieve para morir. Ellis tenía una expresión nostálgica en el rostro.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella.
– Pensaba en lo que me gustaría comer un sándwich de carne asada con lechuga, tomate y mayonesa, hecho de pan integral -contestó él, y Jane sonrió.
Chantal se movió inquieta y lloró. Ellis retiró una mano de los controles para acariciarle la mejilla sonrosada.
– Tiene hambre -advirtió.
– Iré a la cabina y la alimentaré -contestó Jane.
Regresó a la cabina de pasajeros y se instaló sobre el banco. Se desabrochó la chaqueta y la blusa y alimentó a su hijita, mientras el helicóptero volaba hacia el sol naciente.