Donde Cruzan Los Brujos
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Hace veinte a?os, el antrop?logo Carlos Castaneda electriz? a millones de lectores con la descripci?n de su iniciaci?n y acceso a otra realidad bajo la tutela del indio brujo yaqui don Juan. Ahora, Taisha Abelar, que fue instruida por los miembros femeninos del grupo de don Juan, narra su propio `cruce` en este llamativo libro. Mientras se encontraba viajando por M?xico, Taisha Abelar se involucr? con un grupo de brujos y comenz? un riguroso proceso de entrenamiento f?sico y mental, dise?ado para permitirle romper los l?mites de la percepci?n ordinaria.
En el libro Donde Cruzan los Brujos narra los detalles de ese proceso, aportando a los lectores un enfoque sumamente pr?ctico acerca de las responsabilidades y peligros que debe afrontar una bruja. La cautivadora historia de Taisha Abelar es de un valor incalculable ya sea como trabajo antropol?gico o como un `manual para brujos`, a la vez, tambi?n es una provocativa obra sobre la espiritualidad femenina.
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– Si algo soy -afirmé, desafiante-, es una persona independiente. Nadie es responsable de mí. Y nadie me dominará.
Nélida se rió de mi exabrupto. Me despeinó de la misma manera en que lo había hecho el nagual, con un ademán reconfortante y totalmente familiar al mismo tiempo.
– Nadie quiere dominarte, Taisha -dijo en tono amistoso. Su aire apacible sirvió para disipar mi enfado-. Te he dicho todo esto porque necesito prepararte para una maniobra específica.
La escuché con mucha atención, porque su tono me hacía intuir que estaba a punto de revelarme algo pasmoso.
– Clara te condujo hasta tu nivel actual, de una manera sumamente artística y eficaz. Estarás para siempre endeudada con ella. Ahora que terminó su tarea, se ha ido. Y lo triste es que ni siquiera le diste las gracias por sus cuidados y gentileza.
Un terrible e innombrable sentimiento empezó a cobrar forma dentro de mí.
– Espere un momento -musité-. ¿Clara se fue?
– Sí, así es.
– Pero regresará, ¿no es cierto? -pregunté.
Nélida meneó la cabeza.
– No. Como ya te dije, su trabajo terminó.
En ese momento tuve el único sentimiento verdadero de toda mi vida. En comparación con él, nada de lo que había sentido hasta entonces fue real; ni mis fastidios, ni mis arranques de ira, ni mis arrebatos de afecto, ni siquiera mi autocompasión eran reales en comparación con el dolor abrasador que experimenté en ese instante. Fue tan intenso que me entumeció. Quise llorar, pero no pude hacerlo. Entonces supe que el verdadero dolor no produce lágrimas.
– ¿Y Manfredo? ¿También se fue? -pregunté.
– Sí. Su trabajo, que era cuidarte, terminó también.
– ¿Y el nagual? ¿Volveré a verlo?
– En el mundo de los brujos todo es posible -dijo Nélida, tocándome la mano-. Pero una cosa es cierta: no es un mundo que pueda darse por sentado. En él debemos expresar nuestro agradecimiento ahora mismo, porque no existe el mañana.
La miré sin verla, totalmente pasmada. Devolvió mi mirada y susurró:
– El futuro no existe. Es hora de que lo comprendas. Y cuando termines de recapitular y hayas borrado el pasado por completo, sólo te quedará el presente. Entonces sabrás que el presente sólo es un instante, nada más.
Nélida me frotó la espalda suavemente y me indicó que respirara. Estaba tan afligida que había dejado de respirar.
– ¿Alguna vez podré cambiar? ¿Hay alguna oportunidad para mí? -pregunté, suplicante.
Sin responder, Nélida se dio la vuelta y se encaminó a la casa. Al llegar a la puerta trasera me indicó, con una señal del índice, que la siguiera al interior.
Quise correr detrás de ella, pero no pude moverme. Empecé a lloriquear y de repente me salió un gemido extrañísimo, un sonido que no era del todo humano. Comprendí por qué Clara me había amarrado su faja protectora en el estómago: para defenderme de ese golpe. Me acosté boca abajo sobre el montón de hojas y dentro de ellas solté el grito animal que me sofocaba. No alivió mi angustia. Saqué los cristales, los acomodé entre mis dedos e hice girar los brazos en círculos cada vez más pequeños, contra el sentido del reloj. Apunté los cristales a mi indolencia, mi cobardía y mi inútil autocompasión.
