Viaje A Ixtlan
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Este es el tercer libro de la serie de las Ense?anzas de don Juan -y seg?n muchos de sus lectores, el mejor de la colecci?n. Fue escrito por el autor para presentar su tesis doctoral en la universidad de UCLA, y con ?l obtuvo el doctorado, al mismo tiempo que un enorme reconocimiento popular tras su publicaci?n. Este ?xito catapult? sus anteriores obras, as? como las que estaban por venir, a una popularidad sin precedentes, de tal forma que los libros de Castaneda podr?an considerarse como uno de los iconos culturales del siglo XX. Emplazados en el plano de la realidad m?gica -entre las ense?anzas y la alegor?a-, y haciendo gala de una enorme habilidad para la narraci?n, los libros de esta serie han cautivado a toda una generaci?n de personas que buscaban una renovaci?n de ense?anzas espirituales, y que quedaron fascinadas por el acopio de sagaces conversaciones que brotaban del encuentro entre un joven antrop?logo deseoso de conocer las plantas visionarias, y un enigm?tico indio yaqui -la fuente de los desvelos de Castaneda-.
Es por el ?nimo de formar parte de una tesis doctoral que Viaje a Ixtl?n retoma el encuentro entre el autor y don Juan desde su inicio, pero con la suficiente habilidad como para contar nuevas historias y ver lo sucedido desde un distinto ?ngulo, hecho que convierte el libro en perfectamente v?lido para las personas que conozcan las anteriores entregas de la serie. Esto, unido a la amenidad de los relatos y la excepcional capacidad del autor para describir situaciones y adentrarse en estados de ?nimo propios y ajenos, convierten este libro en uno de los relatos m?s atractivos de la literatura espiritual y popular de los ?ltimos tiempos. De hecho, una de las caracter?sticas de estos libros es la facilidad con la que el lector se identifica con el personaje encarnado por el autor, participando de las ense?anzas y contrastando sus estados de ?nimo con lo que va aconteciendo en los libros.
En relaci?n a las plantas maestras -como el peyote o el honguito-, Castaneda inicia en este libro un suave distanciamiento, reconociendo en la introducci?n que Don Juan le hab?a contado que los alucin?genos eran s?lo uno de los posibles caminos para adentrarse en el arte de percibir la realidad desde un ?ngulo distinto al habitual. As?, las ense?anzas expuestas en este volumen cuentan con menos relaciones de viajes enteog?nicos, y toman un sendero m?s po?tico y espiritual, con la narraci?n de un di?logo m?s completo entre alumno y maestro. As?, en estas conversaciones, nos enfrentamos al camino y a la m?stica del guerrero, y a la estrategia del cazador -el ser humano que vive sin rutinas, imprevisible para las acepciones de los dem?s, fluyendo con el momento (hay quien ha querido ver en esto paralelismos con las ense?anzas orientales del zen, y de hecho existe un libro que analiza estas similitudes). El cenit de estas ense?anzas es el arte de parar el mundo, que le conduce nuestro autor a Ixtl?n: un aprendizaje para concebir el acontecer como una emanaci?n de esp?ritu y no como un juego de la materia (que es como nuestra mente representa al mundo).
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Caminamos cosa de una hora mientras yo trataba de no enfocar mi vista en nada. Luego don Juan me pidió empezar a separar las imágenes percibidas por cada uno de mis ojos. Después de otra hora, o algo así, me dio una jaqueca terrible y tuve que pararme.
– ¿Crees que podrías hallar, tú solo, un sitio apropiado para que descansemos? -preguntó.
Yo no tenía idea de cuál era el criterio acerca de un "sitio apropiado". Me explicó pacientemente que mirar en vistazos cortos permitía a los ojos apresar visiones insólitas.
– ¿Como qué? -pregunté.
– No son visiones propiamente dichas -dijo él-. Son más bien sensaciones. Si miras un arbusto o un árbol o una piedra donde tal vez te gustaría descansar, tus ojos pueden darte a sentir si ése es o no el mejor sitio de reposo.
De nuevo lo insté a describir qué eran aquellas sensaciones, pero él no podía describirlas o bien, sencillamente, no quería. Dijo que yo debía practicar eligiendo un sitio, y él entonces me diría si mis ojos estaban trabajando o no.
En cierto momento percibí lo que me pareció un guijarro que reflejaba luz. No podía verlo si enfocaba en él mis ojos, pero recorriendo el área con vistazos rápidos percibía una especie de resplandor leve. Señalé a don Juan el sitio. Se hallaba en medio de una zona llana, sin sombra, privada de arbustos densos. Don Juan rió a carcajadas y luego me preguntó por qué había elegido ese lugar específico. Expliqué que estaba viendo un resplandor.
– No me importa lo que veas -dijo-. Daría igual que estuvieras viendo un elefante. Lo importante es qué cosa sientes.
Yo no sentía nada en absoluto. Él me lanzó una mirada misteriosa y dijo que habría querido ser cortés y sentarse a descansar allí conmigo, pero que iba a sentarse en otro sitio mientras yo probaba mi elección.
Tomé asiento; él me observaba con curiosidad a diez o doce metros de distancia. Tras unos minutos empezó a reír fuerte. Por algún motivo su risa me ponía nervioso. Me irritaba sobremanera. Sentí que se burlaba de mí y eso me enojó. Empecé a poner en duda los motivos que me empujaban para estar allí. Había algo definitivamente erróneo en la manera como toda mi empresa con don Juan iba desarrollándose. Sentí ser un simple peón en sus garras.
De pronto don Juan me embistió, a toda velocidad, y tomándome del brazo me arrastró en peso tres o cuatro metros. Me ayudó a incorporarme y se enjugó el sudor de la frente. Noté entonces que se había esforzado hasta el límite. Me palmeó la espalda y dijo que yo había elegido el sitio equivocado y que él tuvo que rescatarme a toda prisa, porque vio que el sitio estaba a punto de apoderarse de todos mis sentimientos. Reí. La imagen de don Juan embistiéndome era muy graciosa. Había corrido verdaderamente como un joven. Sus pies se movían como si aferrara la suave tierra roja del desierto para catapultarse sobre mí. Yo lo había visto reír y luego, en cosa de segundos, me estaba jalando del brazo.
Tras un rato me instó a seguir buscando un sitio adecuado para descansar. Reanudamos el camino, pero no noté ni "sentí" nada. Quizá, de haberme hallado menos tenso, otro hubiera sido el caso. Pero había cesado mi enojo contra don Juan. Por fin, él señaló unas rocas y nos detuvimos.
– No te descorazones -dijo-. Lleva mucho tiempo educar a los ojos como se debe.
No dije nada: No iba a descorazonarme por algo que no entendía en modo alguno. Sin embargo, debía admitir que ya en tres ocasiones, desde que comenzaron mis visitas a don Juan, me había enojado mucho, y me había agitado casi hasta el punto de enfermarme, hallándome sentado en sitios que él llamaba malos.
– El truco es sentir con los ojos -dijo-. Tu problema es el no saber qué sentir. Pero ya te vendrá, con la práctica.
– Quizá usted debería decirme, don Juan, qué es lo que debo sentir.
– Eso es imposible.
– ¿Por qué?
– Nadie puede decirte lo que debes sentir. No es calor, ni luz, ni brillo, ni color. Es otra cosa.
– ¿No puede usted describirla?
– No. Sólo puedo darte la técnica. Una vez que aprendas a separar las imágenes y veas dos de cada cosa, debes poner atención en el espacio entre las dos imágenes. Cualquier cambio digno de notarse ocurrirá allí, en ese espacio.
– ¿Qué clase de cambios son?
– Eso no importa. El sentimiento que recibes es lo que cuenta. Cada hombre es distinto. Tú viste hoy un resplandor, pero eso no quería decir nada porque faltaba el sentimiento. No te puedo decir cómo sentirte. Eso debes aprenderlo tú solo.
Descansamos un rato en silencio. Don Juan se cubrió la cara con el sombrero y permaneció inmóvil, como dormido. Yo me absorbí en escribir mis notas, hasta que un súbito movimiento suyo me sobresaltó. Se enderezó abruptamente y me encaró, ceñudo.
– Tienes facilidad para la cacería -dijo-. Y eso es lo que debes aprender: a cazar. Ya no vamos a hablar de plantas.
Infló las quijadas un instante; luego añadió con candidez:
– De todos modos creo que nunca hablamos, ¿verdad?- y rió.
Pasamos el resto del día caminando en todas direcciones, mientras él me daba una explicación increíblemente detallada acerca de las serpientes de cascabel. La forma en que anidan, la forma en que se desplazan, sus hábitos de temporada, sus caprichos de conducta. Luego procedió a corroborar cada uno de los puntos señalados y finalmente atrapó y mató una serpiente grande; le cortó la cabeza, la destripó, la despellejó y asó la carne. Sus movimientos tenían tal gracia y habilidad que ya el estar cerca de él era un placer. Yo lo había escuchado y observado, inmerso. Mi concentración era tan completa que el resto del mundo había desaparecido prácticamente para mí.
Comer la serpiente fue un duro retorno al mundo de los asuntos ordinarios. Sentí náusea al empezar a mascar un bocado de carne. El asco no tenía fundamento, pues la carne era deliciosa, pero mi estómago parecía ser una unidad independiente. Apenas me fue posible pasarlo. Pensé que don Juan sufriría un ataque cardiaco de tanto reírse.
Después nos sentamos a reposar a nuestras anchas a la sombra de unas rocas. Empecé a trabajar en mis notas, y lo copiosas que eran me hizo darme cuenta de que don Juan me había dado una cantidad asombrosa de información sobre las serpientes de cascabel.
– Tu espíritu de cazador ha vuelto a ti -dijo él de pronto, con rostro grave-. Ahora estás enganchado.
– ¿Cómo dijo?
Quise que detallara su afirmación de que me hallaba enganchado, pero él sólo rió y la repitió.
– ¿Cómo estoy enganchado? -insistí.
– Los cazadores siempre cazan -dijo-. Yo también soy cazador.
– ¿Quiere usted decir que caza para vivir?
– Cazo para poder vivir. Puedo vivir de la tierra, en cualquier parte.
Indicó con un ademán todo el derredor.
– Ser cazador significa, que uno conoce mucho -prosiguió-. Significa que uno puede ver el mundo en formas distintas. Para ser cazador, hay que estar en perfecto equilibrio con todo lo demás; de lo contrario la caza sería una faena sin sentido. Por ejemplo, hoy agarramos una culebrita. Tuve que pedirle disculpas por quitarle la vida tan de repente y tan definitivamente; hice lo que hice sabiendo que mi propia vida se cortará algún día en una forma muy semejante: repentina y definitiva. Así que, a fin de cuentas, nosotros y las culebras estamos parejos. Una de ellas nos alimentó hoy.
– Jamás concebí un equilibrio de ese tipo cuando cazaba -dije.
– Eso no es cierto. Tú no matabas animales por las puras. Tú y tu familia se comían la caza.
Sus afirmaciones tenían la convicción de alguien que hubiera estado allí presente. Por supuesto, tenía razón. Hubo épocas en las que yo proveía la carne de caza que completaba ocasionalmente la dieta familiar.
– ¿Cómo lo supo usted? -pregunté tras un momento de titubeo.
– Hay ciertas cosas que sé, así nomás -dijo-. No puedo decirte cómo.
Le conté que mis parientes, con mucha seriedad, llamaban "perdices" a todas las aves que yo cobraba.