La reina del Sur

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La reina del Sur
Название: La reina del Sur
Дата добавления: 15 январь 2020
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La reina del Sur - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

La m?s esperada novela de Arturo P?rez-Reverte podr?a no haber llegado nunca a las librer?as. La apasionante historia con la que ratifica sus innegables dotes literarias y un magistral dominio de las t?cnicas narrativas quiz? pudiera haberse resumido en tres minutos de m?sica y palabras. Entonces se habr?a convertido en uno de los muchos corridos que cantan las "gestas" de los narcotraficantes mexicanos. Pero el escritor espa?ol m?s aclamado dentro y fuera de las fronteras espa?olas decidi? alumbrar una obra inolvidable y original: un corrido de papel impreso y quinientas p?ginas donde relata las aventuras de una mujer legendaria: Teresa Mendoza, apodada la Reina del Sur por los periodistas y la Mejicana por los cuerpos de seguridad de tres continentes.

Al ritmo de esta peculiar canci?n, los lectores se van a embarcar en un viaje de ida y vuelta que dura doce a?os y que comienza en Culiac?n, ciudad del estado mexicano de Sinaloa donde morir con violencia es morir de muerte natural, cuando la hasta entonces insignificante novia de un piloto a sueldo del c?rtel de Ju?rez se entera de que han asesinado a su hombre. Antes de saldar viejas cuentas, esta mujer va a emprender una arriesgada y fulgurante ascensi?n: levantar? un imperio clandestino que convertir? el Estrecho de Gibraltar en la gran puerta de entrada de coca?na para el sur de Europa.

Para seguir los pasos de Teresa Mendoza y, sobre todo, para averiguar los misterios que la rodean, Arturo P?rez-Reverte ha trazado dos sendas narrativas que se alternan y convergen.

En una de ellas, se relata cronol?gicamente la peligrosa y fascinante vida de la protagonista; para conseguirlo, Arturo P?rez-Reverte ha superado dos retos: adoptar el punto de vista narrativo de una mujer y dotarla de una voz ?nica, ya que Teresa Mendoza al principio apenas sabe leer y adem?s se expresa en argot sinaloense.

En la otra, un escritor cuyo nombre nunca sabremos -aunque revele: "Ya no soy reportero. Ahora me lo invento todo y no bajo de las cuatrocientas p?ginas" – sigue a lo largo de ocho meses las huellas dejadas en doce a?os por Teresa Mendoza en M?xico, el Norte de ?frica y el Sur de Espa?a. Ese narrador, tras hablar con quienes la conocieron, odiaron y quisieron, es quien asegura que ha escrito un corrido.

Esta estructura narrativa, dividida en 17 cap?tulos encabezados por un t?tulo de canci?n, en modo alguno es gratuita. Al contrario, permite que el lector quede atrapado por el innegable inter?s que tienen las aventuras del personaje retratado -Teresa Mendoza es una hero?na tan poco convencional como atractiva- y por las eficaces pesquisas que efect?a el narrador para retratarlo.

Gracias a esta doble perspectiva y a una ingente y precisa labor de documentaci?n, Arturo P?rez-Reverte nos sumerge en un mundo que gira seg?n reglas propias e impenetrables, donde hay traidores y corruptos a los dos m?rgenes de la justicia y donde la ?nica ley que no se viola es la de la oferta y la demanda: el mundo de los narcotraficantes. Y, eso s?, sin caer en la tentaci?n de caer en meras descripciones, sino poniendo al servicio de la trama, de una acci?n en muchos casos trepidante, sus conocimientos sobre los mercaderes de droga.

P?rez-Reverte -que para escribir esta

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Es cierto, pensó Teresa. Tenía razón el doctor. No necesito estar aquí, y sin embargo aquí me veo, apoyada en la borda de este pesquero maloliente, arriesgando la libertad y la vida, jugando el extraño juego al que no puedo sustraerme esta vez. Despidiéndome de tantas y tantas cosas que mañana, cuando salga el sol que ahora anda reluciendo por el cielo de Sinaloa, habrán quedado atrás para siempre. Con una Beretta bien engrasada y con el cargador repleto de parque parabellum que me pesa en el bolsillo. Una escuadra que no cargo encima desde hace doce años, y que tiene más que ver conmigo, si algo ocurre, que con los otros. Mi garantía de que si algo sale mal no iré a una pinche cárcel marroquí, ni tampoco a una española. La certeza de que en cualquier momento puedo ir a donde yo quiera ir.

Arrojó la colilla al mar. Es como pasar el último trámite, reflexionaba. La última prueba antes de descansar. O la penúltima.

– El teléfono, señora.

Tomó el celular que le alargaba el patrón Cherki, entró en la timonera y cerró la puerta. Era un SAZ88 especial, codificado para uso de la policía y los servicios secretos, del que Farid Lataquia había conseguido seis unidades pagando una fortuna en el mercado clandestino. Mientras se lo llevaba a la oreja miró el eco que el patrón señalaba en la pantalla de radar. A una milla, la mancha oscura del Xoloitzcuintle se concretaba con cada barrido de la antena. Había una luz en el horizonte, entrevista en la marejada. -¿Es el faro de Alborán? -preguntó Teresa.

– No. Alborán está a veinticinco millas y el faro se ve sólo desde diez. Esa luz es el barco.

Escuchó a través del teléfono. Una voz masculina dijo «verde y rojo a mis ciento noventa». Teresa se volvió a comprobar el GPS, miró de nuevo la pantalla de radar, y lo repitió en voz alta mientras el patrón movía el círculo de alcance del radar para calcular la distancia. «Todo okey por mi verde», dijo entonces la voz del teléfono; y antes de que Teresa repitiese esas palabras se cortó la comunicación.

– Nos están viendo -dijo Teresa-. Vamos a abarloarnos por su estribor.

Estaban fuera de las aguas marroquíes, pero eso no eliminaba el peligro. Miró a través de los cristales hacia el cielo, temiendo ver aparecer la sombra de mal agües helicóptero de Aduanas. Quizá sea el mismo piloto, pensó, quien vuele esta noche. Cuánto tiempo entre una y otra. Entre esos dos instantes de mi vida.

Marcó el número memorizado de Rizocarl Cuéntame de arriba, dijo al oír el lacónico «Cero Cero» del gibraltareño. «En el nido y sin novedad», fue la respuesta, Rizocarpaso estaba en contacto telefónico con dos hombres, situado uno en la cima del Peñón con unos potentes binoculares nocturnos, y otro en la carretera que pasaba cerca de la base del helicóptero en Algeciras. Cada uno con su celular. Centinelas discretos.

– El pájaro sigue en tierra -le comentó a Cherki, cortando la comunicación.

– Gracias a Dios.

Había tenido que contenerse para no pregunta Rizocarpaso por el resto de la operación. La fase paralela. A esa hora ya debían tenerse noticias, y la ausencia de novedad empezaba a inquietarla. O visto de otro modo, se dijo con una mueca amarga, a tranquilizarla. Miró el reloj de latón atornillado en un mamparo de la timonera. En cualquier caso, de nada servía atormentarse más. El gibraltareño comunicaría la noticia cuando la supiera.

Ahora se apreciaban nítidas las luces del barco. El Tarfaya iba a apagar las suyas cuando estuviese cerca, para camuflarse con su eco de radar. Miró la pantalla. Media milla.

– Puede preparar a su gente, patrón.

Cherki abandonó la timonera, y Teresa lo oyó dar órdenes. Cuando ella se asomó a la puerta, las sombras ya no estaban acurrucadas junto a la regala: se movían por cubierta disponiendo cabos y defensas, y apilando fardos en la amura de babor. Se había cobrado el cabo de remolque, y el motor de la Valiant resonaba mientras su piloto se disponía a efectuar sus propias evoluciones. Los harkeños del doctor Ramos continuaban inmóviles, sus Ingram y sus granadas bajo la ropa, como si nada fuera con ellos. El Xoloitzcuintle se distinguía muy bien ahora, con los contenedores apilados en cubierta y sus luces de navegación, blanca de alcance y verde de estribor, reflejándose en las crestas de la marejada. Teresa lo veía por primera vez, y aprobó la elección de Farid Lataquia. Una obra muerta poco elevada, que la carga acercaba al nivel del mar. Eso iba a facilitar la maniobra.

Cherki regresó a la timonera, desconectó el piloto automático y empezó a gobernar a mano, aproximando con cuidado el pesquero al portacontenedores, paralelo a la banda de estribor y por su aleta. Teresa encaró los prismáticos para estudiar el barco: disminuía la marcha, sin llegar a detenerse. Vio hombres moviéndose entre los contenedores. Arriba, en el alerón de estribor del puente, otros dos observaban el Tarfaya: sin duda el capitán y un oficial. -Puede apagar, patrón.

Estaban lo bastante cerca para que los respectivos ecos de radar se fundieran en uno. El pesquero quedó a oscuras, iluminado sólo por las luces del otro barco, que había alterado ligeramente el rumbo para protegerlos en su banda de sotamar. Ya no se veía la luz de alcance, y la verde relucía en el alerón del puente como una esmeralda cegadora. Estaban casi abarloados, y tanto en la banda del pesquero como en la del portacontenedores los marinen nos disponían gruesas defensas. El Tarfaya ajustó su velocidad, avante despacio, a la del Xoloitzcuintle. Unos tres nudos, calculó Teresa. Un momento después oyó un disparo apagado: el chasquido del lanzacabos. Los hombres: del pesquero recogieron el cabo que iba al extremo de la guía y lo afirmaron en las bitas de cubierta, sin tensar demasiado. El lanzacabos disparó otra vez. Un largo a proa, otro a popa. Manejando cuidadosamente el timón, el patrón Cherki se abarloó al portacontenedores, borda con borda, y dejó la máquina en marcha pero sin engranar. Los dos barcos navegaban ahora a la misma velocidad, el grande gobernando al chico. La Valiant, hábilmente maniobrada por su piloto, ya estaba también amadrinada al Xoloitzcuintle, a proa del pesquero, y Teresa vio cómo los tripulantes del barco empezaban a izar fardos. Con suerte, pensó vigilando el radar mientras tocaba la madera del timón, todo habrá terminado en una hora.

Veinte toneladas rumbo al Mar Negro, sin escalas. Cuando la goma arrumbó al noroeste recurriendo al GPS conectado al radar Raytheon, las luces del Xoloitzcuintle se perdían en el horizonte oscuro, muy a levante. El Tarfaya, que había vuelto a encender las suyas, estaba algo más cerca, su luz de alcance balanceándose en la marejada, navegando sin prisas hacia el sudoeste. Teresa dio una orden, y el piloto de la planeadora empujó la palanca del gas, aumentando la velocidad, el casco de la semirrígida pantoqueando en las crestas, los dos harkeños sentados en la proa para darle estabilidad, las capuchas de las chaquetas de agua subidas para protegerse de los rociones.

Teresa marcó de nuevo el número memorizado, y al oír el seco «Cero Cero» de Rizocarpaso dijo sólo: los niños están acostados. Luego se quedó mirando la oscuridad hacia poniente, como si pretendiera ver cientos de millas más allá, y preguntó si había novedad. «Negativo», fue la respuesta. Cortó la comunicación y miró la espalda del piloto sentado en el banco central de gobierno de la Valiant. Preocupada. La vibración de los potentes motores, el rumor del agua, los golpes en la marejada, la noche alrededor como una esfera negra, traían recuerdos buenos y malos; pero no era ése el momento, concluyó. Había demasiadas cosas en juego, cabos sueltos que iban a ser anudados. Y cada jalón que la planeadora recorría a treinta y cinco nudos, milla tras milla, la acercaba a la resolución ineludible de esos asuntos. Sintió deseos de prolongar la carrera nocturna desprovista de referencias, con lucecitas muy lejanas que apenas marcaban la tierra o la presencia de otros barcos en las tinieblas. Prolongarla indefinidamente para retrasarlo todo, suspendida entre el mar y la noche, lugar intermedio sin responsabilidades, simple espera, con los cabezones rugientes empujando a la espalda, la goma de las bandas tensándose elástica en cada salto del casco, el viento en la cara, las salpicaduras de espuma, la espalda oscura del hombre inclinado sobre los mandos que tanto le recordaba la espalda de otro hombre. De otros hombres.

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