La cuarta mano
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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con ?l, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragic?mico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.
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De repente, con la tonada de Yo soy el río , que Rudy había aprendido a cantar en la guardería (como les sucede a tantos hijos únicos, al pequeño le gustaba cantar), el doctor Nicholas M. Zajac entonó:
Yo soy Medea, amigos,
Y como lo que cagué.
¡Hasta a mis hijos maté,
En los tiempos antiguos!
– ¿Qué? -dijo Rudy-. ¡Vuelve a cantar eso!
Ya habían hablado de los tiempos antiguos.
Cuando su padre cantó la estrofa de nuevo, Rudy se desternilló de risa. El humor escatológico es el más interesante para los niños de seis años.
– No cantes esto delante de tu madre -le advirtió a Rudy su padre. Así compartían un secreto, era un paso más hacia la creación de un vínculo entre ellos.
Al cabo de cierto tiempo, Rudy llevó a casa dos ejemplares de Stuart Little , pero Hildred se negó a leerle ese relato al pequeño; peor todavía, tiró a la basura los dos ejemplares. Rudy guardó silencio, pero cuando vio que su madre tiraba también los ejemplares de La telaraña de Charlotte se lo dijo a su padre, y eso se convirtió en otro vínculo entre ellos.
Cada fin de semana que pasaban juntos, Zajac le leía a Rudy unas páginas de uno u otro libro, y el niño nunca se cansaba. Lloraba cada vez que Charlotte moría; reía cada vez que Stuart chocaba con el coche invisible del dentista. Y, lo mismo que Stuart, cuando Rudy estaba sediento le decía a su padre que tenía «una sed ruinosa». (La primera vez, naturalmente, Rudy tuvo que preguntarle a su padre qué significaba «ruinosa».)
Entretanto, a pesar de que el doctor Zajac había progresado tanto desmintiendo el mensaje que Hildred le daba a Rudy (el chico estaba cada vez más convencido de que su padre le quería), los mezquinos colegas del cirujano se convencían a sí mismos de que eran superiores a Zajac debido precisamente a la presunta desdicha y desnutrición del hijo del doctor.
Al principio los colegas del doctor Zajac también se sentían superiores a él debido a Irma. Sólo un perdedor nato la elegiría a ella entre las candidatas a empleada de hogar; pero cuando Irma empezó a transformarse, pronto repararon en ella, mucho antes de que el mismo Zajac mostrara algún indicio de que compartía su interés.
Que no fuese capaz de observar la transformación de Irma era una prueba más de que el doctor Zajac era un loco perteneciente a la variedad de los que no ven nada. La chica había perdido diez kilos y acudía a un gimnasio. Corría cinco kilómetros diarios… o sea, que no se limitaba a hacer un poco de ejercicio. Si su nuevo vestuario carecía de gusto, revelaba a la perfección las líneas de su cuerpo. Irma nunca sería bella, pero estaba bien hecha. Hildred propalaría el rumor de que su ex marido estaba saliendo con una bailarina de striptease . (Las cuarentonas divorciadas no destacan por su actitud caritativa hacia las veinteañeras bien hechas.)
No se olvide que Irma estaba enamorada. ¿Qué le importaba a ella lo que dijeran? Una noche recorrió de puntillas, desnuda, el pasillo a oscuras del piso superior. Había razonado que, si Zajac no se había acostado y la veía sin ropa, ella le diría que era sonámbula y que alguna fuerza la había atraído a su habitación. Irma ansiaba que el doctor Zajac la viera desnuda, accidentalmente, claro, porque había conseguido tener un físico estupendo y, además, confiaba al cien por cien en su cuerpo.
Pero al pasar de puntillas ante la puerta del doctor, detuvo a Irma la desconcertante convicción de que había acertado a oírle rezar. La joven no era religiosa, y rezar le parecía una actividad sospechosamente acientífica para un cirujano. Escuchó un poco más junto a la puerta y le alivió descubrir que el doctor no estaba rezando, sino que tan sólo leía Stuart Little en voz alta, con una cadencia que parecía la del rezo.
– «A la hora de cenar empuñó el hacha, cortó un diente de león, abrió una lata de jamón picante y tomó una cena ligera a base de jamón y leche de diente de león» -leyó el doctor Zajac.
Irma se sintió estremecida de amor por él, pero la simple mención del jamón picante hizo que se marease. Regresó de puntillas a su dormitorio frente a la cocina, y se detuvo para mordisquear unos trozos de zanahoria cruda del cuenco con hielo fundido que estaba en el frigorífico.
¿Cuándo repararía en ella aquel hombre solitario?
Irma comía muchas nueces y frutos secos; también tomaba fruta fresca, y grandes cantidades de verduras crudas. Sabía preparar un excelente pescado al vapor con jengibre y alubias negras, un plato que causó tal impresión al doctor Zajac que éste sobresaltó a Irma (y a cuantos le conocían) al organizar de improviso una cena para sus alumnos de la facultad.
Evidentemente Zajac imaginaba que alguno de sus chicos de Harvard podría pedirle a Irma que saliera con él. Opinaba, como la mayoría de los alumnos, que Irma parecía un tanto solitaria. Poco sabía el doctor que Irma sólo tenía ojos para él. Cuando la presentó a los alumnos como su «asistenta», y dado que era una mujer tan atractiva, éstos supusieron que el doctor ya se relacionaba con ella y abandonaron toda esperanza. (Las alumnas del cirujano probablemente pensaron que Irma parecía tan desesperada como Zajac)
No importaba. A todos les gustaba el pescado al vapor con jengibre y alubias negras, e Irma tenía otras recetas. Trataba la comida de la perra con ablandador de la carne, porque había leído en una revista, en la sala de espera de su dentista, que el ablandador de la carne hace que las deposiciones sean poco apetitosas, incluso para un perro. Pero Medea parecía opinar lo contrario.
El doctor Zajac espolvoreó el alpiste del comedero de aves que estaba en el exterior de la casa con trocitos de guindilla, y le dijo a Irma que así las ardillas no podrían comerse el alpiste. Luego Irma intentó espolvorear también las cacas de perro con trocitos de guindilla. Si bien esto era visualmente interesante, sobre todo por el contraste con la nieve recién caída, sólo al principio la guindilla le pareció a la perra poco atractiva.
Y atraer incluso una mayor atención hacia el excremento canino en su patio no le hacía a Zajac ninguna gracia. Tenía un método mucho más sencillo, aunque más atlético, de evitar que Medea se comiera su propia mierda. Primero recogía las cacas con la raqueta de lacrosse, y solía depositarlas en la omnipresente bolsa de papel marrón, aunque a veces Irma le había visto lanzar una a modo de proyectil contra una ardilla en la rama de algún árbol… de uno a otro lado de la calle Brattle. En cada una de estas ocasiones el doctor Zajac erraba el tiro, pero el gesto iba en derechura al corazón de Irma.
Aunque era demasiado pronto para saber si la joven a la que Hildred había denominado «la bailarina de striptease de Nick» hallaría alguna vez su camino hacia el corazón de Zajac, en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados tenían otro motivo de inquietud: era sólo cuestión de tiempo el que el doctor Zajac, aunque todavía cuarentón, tendría que ser incluido en el título de los principales asociados quirúrgicos de Boston especializados en el tratamiento de las manos. Pronto sería Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados.
No se crea que esto no mortificaba al epónimo Schatzman, aunque estuviera retirado. No se crea que no sacaba de quicio también al hermano Gingeleskie superviviente. En los viejos tiempos, cuando vivía el otro Gingeleskie, eran Schatzman, Gingeleskie y Gingeleskie… antes de la época de Mengerink. (El doctor Zajac decía en privado que dudaba de que el doctor Mengerink fuese capaz de curar una cutícula inflamada.) En cuanto a Mengerink, tuvo una aventura con Hildred cuando ella aún estaba casada con Zajac, y sin embargo despreciaba a Zajac por haberse divorciado, a pesar de que fue Hildred quien tuvo la idea de divorciarse.
Sin que lo supiera el doctor Zajac, su ex esposa estaba empeñada en volver loco también al doctor Mengerink. A éste le parecía el más cruel de los destinos que el nombre de Zajac estuviera destinado a seguir pronto al suyo en el membrete de las cartas y los letreros de los venerables asociados quirúrgicos. Pero si el doctor Zajac conseguía efectuar el primer trasplante de mano del país, tendrían suerte si la sociedad no pasaba a ser Zajac, Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. (Cosas peores podían suceder. Sin duda en Harvard nombrarían pronto a Zajac profesor asociado.)
Para echar más sal a sus heridas, la empleada doméstica-asistenta del doctor Zajac se había transformado en una máquina de erección instantánea, aunque el mismo Zajac estaba demasiado confuso para darse cuenta. Incluso el viejo Schatzman, ya retirado, había observado los cambios en Irma. Y Mengerink, que había tenido que cambiar dos veces su número telefónico para disuadir a la ex esposa de Zajac de que le llamara… Mengerink también había reparado en Irma. En cuanto a Gingeleskie, había dicho: «Incluso el otro Gingeleskie podría distinguir a Irma en una multitud». Se refería, por supuesto, a su hermano muerto.
Hasta un cadáver dentro de su tumba sería capaz de ver lo que le había sucedido a la empleada doméstica-asistenta, ahora convertida en una mujer de gran atractivo sexual. Parecía una bailarina de striptease que de día trabajaba como entrenadora personal. ¿Cómo era posible que Zajac no se hubiera fijado en la transformación? No era de extrañar que un hombre así hubiera pasado por el instituto y la universidad sin que nadie le recordara.
Sin embargo, cuando el doctor Zajac entraba en Internet para buscar donantes y receptores potenciales de manos, nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados le llamaba insensato o decía que www.faltanmanos.com era un pelín ordinario. A pesar de su perra comedora de caca, su obsesión por la fama, su peligrosa delgadez, su problemático hijo… y, por encima de todo ello, su inconcebible indiferencia ante lo que le sucedía a su «asistenta», en el territorio pionero de los trasplantes de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguía llevando la voz cantante.
Que al cirujano especializado en extremidades superiores más brillante de Boston se le considerase un bobo asexuado no preocupaba en absoluto a su único hijo. ¿Qué le importaba a un pequeño de seis años la pericia profesional o sexual de su padre, sobre todo cuando empieza a ver por sí mismo que su padre le quiere?
En cuanto a lo que promovió el recién descubierto afecto entre Rudy y su complicado padre, el mérito no es unilateral. Una perra tonta que se comía su propia caca merece cierto reconocimiento, pero también es digna de mención la sociedad coral de Deerfield, integrada sólo por caballeros, donde Zajac concibió por primera vez la errónea idea de que sabía cantar. (Tras el espontáneo verso inicial de «Yo soy Medea , amigos», padre e hijo compusieron más versos, todos ellos demasiado infantilmente escatológicos para reproducirlos aquí.) Y también es de señalar, por supuesto, el juego con el cronómetro de cocina y el autor E.B. White.