Veneno Y Sombra Y Adios
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Con Veneno y sombra y adi?s se cierra el periplo londinense de Jacobo -o Jacques o Jack o Jaime o Iago o Yago- Deza, el profesor que se inventaba etimolog?as en la oxoniense. El primer tomo comienza con el sonido de unos pasos a la espalda de Jacobo Deza y concluye con el autor de esos pasos llamando al timbre del protagonista. En el segundo sabemos que es P?rez Nuix quien llama, y sube al piso, y entretanto nos hemos enterado de c?mo se las gasta Tupra, el jefe de la oficina innominada donde Deza ejerce de agente secreto. Ahora P?rez Nuix explica qu? favor requiere, el inoculador de venenos Tupra esparce sus toxinas y Deza regresa a Madrid para comenzar una trama nueva que deber? cerrar por el bien de su familia, pero que le llevar? a igualarse a ese Tupra o Reresby de quien poco se distingue, en el fondo. Con sus nuevos y cruciales episodios en Londres, Madrid y Oxford, con su desenlace sobrecogedor, se cierra aqu? una historia que es mucho m?s que una historia el tercer y ?ltimo volumen de "Tu rostro ma?ana". El narrador y protagonista, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, acaba por conocer aqu? los inesperados rostros de quienes lo rodean y tambi?n el suyo propio, y descubre que, bajo el mundo m?s o menos apaciguado en que vivimos los occidentales, siempre late una necesidad de traici?n y violencia que se nos inocula como un veneno.
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Y sí, amartillé, monté el arma, y por primera vez pasé el índice del guardamonte al gatillo, acordándome de que era esa la advertencia de Miquelín y creyendo que cumplía el precepto, 'Nunca el dedo sobre el gatillo hasta que estés bien seguro de que vas a disparar'. Y lo estuve, lo estuve, lo estuve durante unos segundos —uno, dos, tres, cuatro, cinco; y seis—, y después ya no. No sé lo que lo salvó aquella vez, no fue callar, o es que fueron varias las cosas —pensamientos, recuerdos, y un reconocimiento—, agolpadas todas en seis segundos o tal vez fueron siete, o acaso algunas me vinieron más tarde y así tuvieron más tiempo para ser pensadas o recordadas, ya de vuelta en el hotel. 'Cuál es mi rostro ahora', volví a pensar. 'Se une al de tantos hombres y no tantas mujeres que han tenido la vida de otro en sus manos, y en seguida puede unirse al de los que se la quitaron. No al de Reresby, que al final no se la arrebató a De la Garza, y si ha acabado con otras no fue en mi presencia, lo mismo que Wheeler con sus brotes de cólera y de malaria y peste. Pero sí al del malagueño atravesado de Ronda que toreó y entró a matar a Mares, y al de la madrileña que se jactó en un tranvía de haber estampado a un niño contra una pared, y al de los milicianos que se cargaron en una cuneta a mi tío Alfonso cuando era muy joven, e incluso a los de Orlov y Bielov y Carlos Contreras, que torturaron y tal vez desollaron vivo a Andreu Nin en Alcalá; al del Vizconde de La Barthe, que mandó fusilar en las playas a Torrijos y a otros diecisiete según el cuadro, nada más desembarcar, pero en la realidad o en la historia le cupieron muchos más; al de los resistentes o estudiantes checos que cometieron el atentado contra el Protector nazi Heydrich con envenenadas balas de bottox, y al del jefe Spooner que lo planeó todo desde el Special Operations Executive inglés, el SOE; al de los ocupantes alemanes que arrasaron el pueblo de Lidice con su odio al lugar y mataron rápido o lento a ciento noventa y nueve varones y ciento ochenta y cuatro mujeres en represalia, el 10 de junio de 1942; al de los sicarios que ametrallaron a cuatro desgraciados en otra playa escondida, esta de Calabria, no lejos de Crotone, en el Golfo de Taranto, tres hombres y una mujer, y además esto lo he visto yo; y al del individuo que le chilló a otro en un garaje, tan cerca que le salpicaría saliva, y a continuación le disparó bajo el lóbulo de la oreja a quemarropa, como puedo hacer yo en este instante con Custardoy sin que nadie me grite " Don' t" como le grité yo a Reresby y a lo mejor sirvió, le puedo poner el cañón ahí mismo y ya está, saltaron sangre y pequeños huesos; al de la mujer de verde con tacones y la falda subida y un jersey y un collar de perlas, que le machacó el cráneo a un hombre con un martillo y se le montó encima a horcajadas, sin medias, para golpearlo en la frente una y otra y otra vez; al del oficial o mercenario europeo que dirigió la matanza de veinte africanos que cayeron a cámara rápida como fichas de dominó; al de Manoia, también a ese, que le sacó los ojos a su prisionero como si fueran huesos de melocotón y después me dijo Tupra que lo degolló; y al de Ingram Frizer, el apuñalador del poeta Marlowe en una taberna de Deptford, aunque ese rostro suyo no se conozca ni tan siquiera con certeza su nombre, de tantos siglos atrás; y al del Rey Ricardo, claro está, que mandó asfixiar a los niños, a sus sobrinos en la Torre, y matar a tantos otros en su humor airado o no, incluido el pobre Clarence, ahogado por dos esbirros en una tinaja de nauseabundo vino mientras agitaba las piernas que se le quedaron fuera, en el aire que no volvió a respirar... Puede unirse y asimilarse mi rostro al de tantos hombres y no tantas mujeres que han sido dueños del tiempo y han sostenido en su mano el reloj —en forma de arma, en forma de orden—, y que decidieron pararlo de pronto sin esperar ni entretenerse, obligando así a otros a no desear más los deseos y a desprenderse aun del propio nombre. No me gusta esa unión. Pero también he de evitarle a Luisa todo peligro y todo sufrimiento y tormento, para que su fantasma no deba decirle un día a este sujeto lo que el espectro de la Reina Ana le reprochó a su marido la víspera de la batalla, ni deba lanzarle luego la maldición que yo no cumplo cuando estoy en disposición de cumplirla: "Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Esteban, que nunca durmió una hora tranquila contigo... Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere". Sí, más me vale matarlo cuando aún estoy a tiempo', pensé, 'quizá no tenga otra oportunidad en el futuro, quizá no haya otro modo de borrarlo para siempre del cuadro y este sea el único de asegurarnos.' El plural me sorprendió a mí mismo. Y me dio fuerza o aliento descubrir que aún pensaba en nosotros como en 'nosotros'.
Así que aún mantuve el dedo sobre el gatillo, bajo el guardamonte, aunque ya no estaba en modo alguno seguro de dispararle, y eso fueron más segundos. Y a medida que pasaban y me arriesgaba a un accidente, vi a Custardoy más pálido y desaseado, era como si su atildamiento indumentario se hubiera descompuesto de pronto, la corbata se le había torcido y se atrevió a hacer otro gesto maquinal para centrársela, me recordó al de la coleta —sí, algo femenino por fuerza—, luego volvió la mano a la mesa obedientemente; la gabardina le lucía arrugada y parecía de peor tela, lo que se le veía de la camisa tenía aspecto de sudada. En cuanto al pelo, dio la impresión de aplastársele, y de tornársele más lisa la parte de las patillas; intentaba conservar la sonrisa —sabría de su rasgo afable—, pero ya no lo iluminaba; la nariz se le afiló, o acaso es que al acomodar mi postura me varió un poco la perspectiva; sus ojos se me aparecieron nublados y más juntos, como si todo él aspirara a estrecharse y a ofrecer así menos blanco, sería una cosa inconsciente, carecía de todo sentido a tan escasa distancia como nos separaba, yo no podía fallar ningún tiro, en ningún caso.
—¿Conoces a mis hijos? —le pregunté de pronto.
—No. No los he visto nunca. No me gusta mezclar críos.
—¿Desde cuándo sales con ella? ¿Hace cuánto que os conocéis? No me cuentes historias, yo la conozco mejor que tú.
Que le hablara, que le preguntara algo civilizado y sin ningún insulto por medio, lo tranquilizó un poco, aunque no dejaba de lanzar miradas al cañón de la pistola acerrojada, así me han dicho que también se dice, con sus ojos grandes y negros, fríos y obscenos aun en el miedo, el aire bronco se lo daba más bien el bigote, en colaboración con la nariz.
—Unos seis meses. —Y se permitió añadir—: Más tiempo no es siempre mejor. Por qué no nos dejas en paz. Nunca me ha gustado tanto una mujer como ella. Tú estás ya fuera de escena, creíamos que eso estaba claro. —'Ah, soy yo el que está out of the pictureahora mismo', pensé. 'Tiene razón. Pero eso va a cambiar. También él habla de "nosotros", Luisa y él'—". Lo está para Luisa, y ella creía que para ti también.
—No sé por qué hablas en pasado. Lo va a seguir creyendo porque tú no le vas a contar nada de esto.
Con una pistola en la mano, aquella frase sonaba a amenaza seria, aunque de hecho no lo fuera, o yo no la hubiera dicho con ese propósito, sino sólo porque estaba seguro de que a partir de aquel día no se volverían a ver. Custardoy ya no estaba tan chulo, noté cómo le crecía la aprensión. Y entonces me vino otro pensamiento o recuerdo, que debió condenarlo más y extrañamente ayudó a salvarlo: 'Este hombre es un "guebrídguma" mío, santo cielo, Luisa nos ha convertido a él y a mí en "con-yacentes" o "cofolladores" a nuestro pesar, del mismo modo que probablemente lo somos Tupra y yo por la intermediación o el vínculo de Pérez Nuix y que lo seré de tantos sin tener ni idea a través de otras mujeres, eso nunca lo tenemos presente al fornicar con alguien por primera vez, a quiénes juntamos y a quién nos unimos, y hoy en día esas relaciones fantasmagóricas, indeseadas o no buscadas, serían el cuento de nunca acabar. Pero según aquella lengua muerta este hombre y yo guardamos un parentesco, y en cualquier idioma una afinidad, eso es seguro, y tal vez por eso yo no deba matarlo, por eso también, tenemos algo fuerte en común, tampoco a mí me ha gustado nunca tanto una mujer como Luisa, al fin y al cabo queremos a la misma persona y ahí no lo puedo culpar, o quizá él tan sólo se la folla, sus sentimientos no los puedo saber'. Podía intentar averiguarlos, preguntarle si la quería, pero esa pregunta me pareció ridícula, y además, con una pistola amartillada apuntándole, ya sabía lo que me contestaría, y en cambio no si sería verdad. La verdad sería lo último que me dijese en aquel instante, si creyera que la verdad lo podía matar.