Un tranv?a en SP
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Lucas, el anciano viajero que sue?a con alcanzar las cumbres m?s altas del Himalaya a pesar de la fragilidad de su mente. Marcos, un m?sico que busca su lugar en el mundo y encuentra el amor de Roma. Y Mar?a, la hermana de Lucas, escritora an?nima en busca del instante feliz que da sentido a la vida.
Esta novela es tambi?n el lugar de encuentro entre la juventud y la vejez, un espacio lleno de humor, ternura, sabidur?a y asombro, una manera de contar, directa y cristalina, el nacimiento del amor, el avance de la enfermedad, la pr?ctica de la convivencia y el valor de la buena compa??a. Y adem?s, una exploraci?n sutil y directa de las ilusiones y los deseos, no s?lo de los personajes, sino los del propio lector tambi?n.
Lo que la cr?tica ha dicho de Un tranv?a en SP:
«Continuamente se escucha la m?sica alegre y p?cara, un ritmo excitante, audaz, que te hace sentir un temblor de satisfacci?n.»
Jos? Luis Padr?n, P?rgola
«Una historia maravillosa. En cada p?rrafo hay mucho que disfrutar, que paladear, que leer una y otra vez.»
Lutxos Egia, Deia
«El libro de Elorriaga no tiene ant?doto. Conviene arriesgarse o renunciar a tiempo.»
Rosa Aneiros, La Voz de Galicia
«He dejado las ?ltimas p?ginas para leerlas en un sitio tranquilo. Y tanta historia para que al final, en lugar del llanto me aflorara una incontenible sonrisa. Se lo tengo que agradecer a Unai Elorriaga.»
Amagoia Iban, Egunkaria
«Ha sido una sorpresa impresionante. Una gozada. El libro es un estallido continuo, una serie de peque?as explosiones: una enorme cantidad de im?genes e ideas. Hay que subrayar la poes?a que emana de muchos de sus p?rrafos, el amor que se vislumbra alrededor de los personajes… Unai Elorriaga dar? que hablar.»
Alberto Barandiaran, Nabarra
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No me gusta el puré.
Marcos
Dicen que Proust se acostaba por la noche y pasaba mucho tiempo pensando. Yo también paso mucho tiempo pensando en la cama. Y pienso, por ejemplo, que leo demasiado. O pienso, siguiendo el pensamiento anterior, que cuando era pequeño había, gracias a Dios, cosas que no entendía: en las casas abandonadas, en los cementerios de elefantes, en los cerebros de los médicos. También en los acentos de las palabras. También en los tipos de estrofas. Y es así que de pequeño no tenía necesidad de pensar; era fácil todo. Mi forma de existir se dividía en dos: 1) las cosas reales (los juegos, las matemáticas, los fantasmas de los dibujos animados) y 2) las cosas que no entendía. Y por eso no tenía que pensar de pequeño; porque sabía que no iba a entender las cosas que no entendía. No entendía y disfrutaba sin entender. Y las explicaciones que dábamos a las cosas que no entendíamos eran más sencillas que las reales, o más complejas, pero arbitrarias siempre, y precarias también, y se podía dar una explicación a las cinco de la tarde y cambiarla a las nueve, justo antes de irnos a cenar y de decir en casa que habíamos estado en casa de Miguel y que había fresas para postre en casa de Miguel y que no tenían mala pinta, como queriendo decir que no habíamos comido fresas desde el verano anterior.
Pero luego empecé a leer. Leía todo lo que decía la gente que había que leer. Y se me empezaron a deshacer las cosas que no entendía. Quiero decir que empecé a entender las cosas. Y me echaron a perder aquella seguridad que yo tenía (cosas reales/cosas que no entendía). Pero a pesar de explicarme lo que no quería que me explicaran y de echarme a perder aquella seguridad, no me dieron una nueva seguridad. Y eso no puede ser. Eso no es de personas.
Entonces no tuve más remedio que empezar a pensar. Pero empiezo a pensar y me angustio enseguida. Pienso, por ejemplo, en el último día que voy a estar vivo. Y me angustio. Pero me angustio como cualquiera que tenga tendencia a angustiarse y piense en lo mismo o en algo peor. Eso no es nuevo. Pero cuando la angustia me está ya dando pellizcos en la nuez, se me ocurre pensar en Lucas y en María, que piensan en lo mismo y, aun así, son simples y son tranquilos. Dice María que hagan el favor de pintar una pantera rosa en su ataúd.
Podría ser, sin embargo, que Lucas y María fueran farsantes, y que por fuera sea tranquilidad y que por dentro sea otra cosa. Pero en cuanto les he conocido un poco he sabido que no, que todo lo que dicen Lucas y María lo dicen de verdad, que todo lo que hacen lo hacen de verdad; también los calcetines que se ponen a las ocho de la mañana se los ponen de verdad.
Por eso sé que en el último día que se está vivo está la tranquilidad. Y por eso pienso en todas las cosas que tengo que hacer antes. Y sé que tengo que hacerlas sin reparo, mejor que el mejor, porque puede ser que en el último día que se está vivo no esté la tranquilidad. Puede ser que el último día que estemos vivos veamos un anuncio de detergente en televisión, y eso nos angustie más que una guadaña o cualquier otro símbolo típico, porque sabemos que los anuncios de detergentes van a seguir y nosotros no.
Aun así, creo que leo demasiado.
María. Ficciones
Hace una semana hoy. No lloré. Por eso estoy así. No lloré nada en el entierro. Mis primas sí lloraron. Pilar, Ana. También algún primo. Lloraron menos los primos, pero les vi llorar. Yo no lloré. Aunque la caja estaba abierta y se veía perfectamente la cara de mi padre, y la nariz de mi padre sobre todo. Yo tengo igual que mi padre la nariz, pero más pequeña.
Desde entonces paso más tiempo en el baño. Y, claro, mi madre «¿Qué?» y yo «¿Qué?». La verdad es que paso demasiado tiempo en el baño. Recordando cosas. Muchas cosas de mi padre. También otras. Son recuerdos corrientes por lo general. Bonitos sí, pero corrientes.
No como ayer. Ayer recordé dos cosas al mismo tiempo. Y es raro. Porque todo el mundo sabe que no se pueden tener dos recuerdos al mismo tiempo. Los dos son recuerdos de trenes, eso sí. Quiero decir que los dos son recuerdos de cosas que me pasaron en un tren. En dos trenes mejor dicho. Y lo más importante es que en los dos, por un momento, sentí una especie dé impresión. La impresión era que se me llenaban totalmente los pulmones, de forma extraña, y que veía algo parecido a zepelines por la ventana del tren. Muchos y en el cielo. Todo como soñando. A decir verdad no sé bien si la impresión la sentí entonces o la he sentido ahora, al recordarlo. Pero es igual. La cuestión es que iba en tren y que sentí la impresión (los pulmones llenos y los zepelines). Es posible que sea por eso. Es posible que sea eso lo que me haya hecho recordar las dos cosas al mismo tiempo.
Un recuerdo es de invierno. Con nueve años. En el tren. Olía a tren (es muy importante el olor, el olor a tren). Le pregunté a mi madre cuántas íbamos a comprar. Me dijo que tres o cuatro. íbamos a comprar figuras de Navidad. Mi madre, mi hermano y yo (mi hermano está muerto). Estaba oscuro ya, a las seis de la tarde. Enfrente de nosotros había dos chicos cambiando cromos. Pero no tuvimos envidia de ellos. Porque nosotros íbamos a comprar figuras de Navidad.
Entonces fue la impresión (con los pulmones llenos y con los zepelines aquí y los zepelines allí). No veía ni cromos, ni chicos cambiando cromos, ni a mi hermano, ni olores de trenes. En todo estaba la impresión (zepelines sobre todo, y los pulmones llenos de aire y llenos de algo más también, diría yo, llenos de algo así como chocolate, por ejemplo).
El otro recuerdo es de primavera. Era una mañana y lluvia. Ahora iba con mi padre, a ver fútbol, en tren. Tenía doce años, o trece. Mi hermano estaba muerto ya. El olor era after-shave, de mi padre. El vagón iba vacío. Sólo una pareja de personas mayores. Iban todo el rato mirando hacia delante, hasta que en una parada el hombre giró la cabeza y miró la cara de la mujer. Después siguieron mirando hacia delante todo el viaje. Y entonces me volvió aquella impresión, la de los zepelines y la de los pulmones.
Todavía sigo pensando que esos dos recuerdos que me llegaron al mismo tiempo son lo mejor que he tenido nunca. Quiero decir que desde entonces no me ha vuelto a pasar nada igual. Pero que si me ha pasado dos veces, por qué no me va a pasar otra. Por eso he decidido hacer la prueba. Por eso he decidido montar en todos los trenes que pueda. En todos los trenes.