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La Ciudad de las Bestias

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La Ciudad de las Bestias
Название: La Ciudad de las Bestias
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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La Ciudad de las Bestias - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

Alexander Cold, es un muchacho americano de 15 a?os a quien sus padres deciden enviar a Nueva York a casa de su abuela Kate mientras su madre, enferma de c?ncer, se somete a tratamiento. Aunque al principio a Alex le parece horrible la idea, cuando llegua a Nueva York se entera de que su abuela, una escritora intr?pida que trabaja para una revista de viajes, le tiene preparada una sorpresa: viajar?n juntos a la selva amaz?nica, entre Brasil y Venezuela.

Los dos formar?n parte de una expedici?n para buscar a una criatura gigante de la que no se sabe nada, ya que desprende un olor tan penetrante que desmaya o paraliza a todo aquel que tiene cerca. La aventura llevar? a la abuela y al nieto a un mundo sorprendente en el que convivir?n con toda una galer?a de personajes, desde Nadia Santos, una chica brasile?a de 12 a?os que puede hablar con los animales y sabe mucho de la naturaleza, a un centenario cham?n ind?gena que conoce los secretos de la medicina y de las tradiciones, y a una tribu de indios que viven como en la Edad de Piedra y dominan el arte de hacerse casi invisibles.

El universo ya conocido de Isabel Allende se ampl?a en ` La Ciudad de las Bestias` con nuevos elementos de realismo m?gico, aventura y naturaleza. Los j?venes protagonistas, Nadia y Alexander, se internan en la inexplorada selva amaz?nica llevando de la mano al lector en un viaje sin pausa por un territorio misterioso donde se borran los l?mites entre la realidad y el sue?o, donde hombres y dioses se confunden, donde los esp?ritus andan de la mano con los vivos.

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Alex comprobó que Manaos, ubicada en la confluencia entre el río Amazonas y el río Negro, era una ciudad grande y moderna, con edificios altos y un tráfico agobiante, pero su abuela le aclaró que allí la naturaleza era indómita y en tiempos de inundaciones aparecían caimanes y serpientes en los patios de las casas y en los huecos de los ascensores. Esa era también una ciudad de traficantes donde la ley era frágil y se quebraba fácilmente: drogas, diamantes, oro, maderas preciosas, armas. No hacía ni dos semanas que habían descubierto un barco cargado de pescado… y cada pez iba relleno con cocaína.

Para el muchacho americano, quien sólo había salido de su país para conocer Italia, la tierra de los antepasados de su madre, fue una sorpresa ver el contraste entre la riqueza de unos y la extrema pobreza de otros, todo mezclado. Los campesinos sin tierra y los trabajadores sin empleo llegaban en masa buscando nuevos horizontes, pero muchos acababan viviendo en chozas, sin recursos y sin esperanza. Ese día se celebraba una fiesta y la población andaba alegre, como en carnaval: pasaban bandas de músicos por las calles, la gente bailaba y bebía, muchos iban disfrazados. Se hospedaron en un moderno hotel, pero no pudieron dormir por el estruendo de la música, los petardos y los cohetes. Al día siguiente el profesor Leblanc amaneció de muy mal humor por la mala noche y exigió que se embarcaran lo antes posible, porque no quería pasar ni un minuto más de lo indispensable en esa ciudad desvergonzada, como la calificó.

El grupo del International Geographic remontó el río Negro, que era de ese color debido al sedimento que arrastraban sus aguas, para dirigirse a Santa María de la Lluvia, una aldea en pleno territorio indígena. La embarcación era bastante grande, con un motor antiguo, ruidoso y humeante, y un improvisado techo de plástico para protegerse del sol y la lluvia, que caía caliente como una ducha varías veces al día. El barco iba atestado de gente, bultos, sacos, racimos de plátanos y algunos animales domésticos en jaulas o simplemente amarrados de las patas. Contaban con unos mesones, unas banquetas largas para sentarse y una serie de hamacas colgadas de los palos, unas encima de otras.

La tripulación y la mayoría de los pasajeros eran caboclos, como se llamaba a la gente del Amazonas, mezcla de varias razas: blanco, indio y negro. Iban también algunos soldados, un par de jóvenes americanos -misioneros mormones- y una doctora venezolana, Omayra Torres, quien llevaba el propósito de vacunar indios. Era una bella mulata de unos treinta y cinco años, con cabello negro, piel color ámbar y ojos verdes almendrados de gato. Se movía con gracia, como si bailara al son de un ritmo secreto Los hombres la seguían con la vista, pero ella parecía no darse cuenta de la impresión que su hermosura provocaba

– Debemos ir bien preparados -dijo Leblanc señalando sus armas. Hablaba en general, pero era evidente que se dirigía sólo a la doctora Torres-. Encontrar a la Bestia es lo de menos. Lo peor serán los indios. Son guerreros brutales, crueles y traicioneros Tal como describo en mi libro, matan para probar su valor y mientras más asesinatos cometen, más alto se colocan en la jerarquía de la tribu.

– ¿Puede explicar eso, profesor? -preguntó Kate Coid, sin disimular su tono de ironía.

– Es muy sencillo, señora… ¿cómo me dijo que era su nombre?

– Kate Coid -aclaró ella por tercera o cuarta vez; aparentemente el profesor Leblanc tenía mala memoria para los nombres femeninos.

– Repito: muy sencillo. Se trata de la competencia mortal que existe en la naturaleza. Los hombres más violentos dominan en las sociedades primitivas. Supongo que ha oído el término «macho alfa». Entre los lobos, por ejemplo, el macho más agresivo controla a todos los demás y se queda con las mejores hembras. Entre los humanos es lo mismo: los hombres más violentos mandan, obtienen más mujeres y pasan sus genes a más hijos. Los otros deben conformarse con lo que sobra, ¿entiende? Es la supervivencia del más fuerte -explicó Leblanc

– ¿Quiere decir que lo natural es la brutalidad?

– Exactamente La compasión es un invento moderno Nuestra civilización protege a los débiles, a los pobres, a los enfermos. Desde el punto de vista de la genética eso es un terrible error. Por eso la raza humana está degenerando.

– ¿Qué haría usted con los débiles en la sociedad, profesor? -preguntó ella.

– Lo que hace la naturaleza: dejar que perezcan. En ese sentido los indios son más sabios que nosotros -replicó Leblanc.

La doctora Omayra Torres, quien había escuchado atentamente la conversación, no pudo menos que dar su opinión.

– Con todo respeto, profesor, no me parece que los indios sean tan feroces como usted los describe, por el contrario, para ellos la guerra es más bien ceremonial: es un rito para probar el valor. Se pintan el cuerpo, preparan sus armas, cantan, bailan y parten a hacer una incursión en el shabono de otra tribu. Se amenazan y se dan unos cuantos garrotazos, pero rara vez hay más de uno o dos muertos. En nuestra civilización es al revés: no hay ceremonia, sólo masacre -dijo.

– Voy a regalarle un ejemplar de mi libro, señorita. Cualquier científico serio le dirá que Ludovic Leblanc es una autoridad en este tema… -la interrumpió el profesor.

– No soy tan sabia como usted -sonrió la doctora Torres-. Soy solamente una médica rural que ha trabajado más de diez años por estos lados.

– Créame, mi estimada doctora. Esos indios son la prueba de que el hombre no es más que un mono asesino -replicó Leblanc.

– ¿Y la mujer? -interrumpió Kate Coid.

– Lamento decirle que las mujeres no cuentan para nada en las sociedades primitivas. Son sólo botín de guerra.

La doctora Torres y Kate Coid intercambiaron una mirada y ambas sonrieron, divertidas. La parte inicial del viaje por el río Negro resultó ser más que nada un ejercicio de paciencia. Avanzaban a paso de tortuga y apenas se ponía el sol debían detenerse, para evitar ser golpeados por los troncos que arrastraba la corriente. El calor era intenso, pero al anochecer refrescaba y para dormir había que cubrirse con una manta. A veces, donde el río se presentaba limpio y calmo, aprovechaban para pescar o nadar un rato. Los dos primeros días se cruzaron con embarcaciones de diversas clases, desde lanchas a motor y casas flotantes hasta sencillas canoas talladas en troncos de árbol, pero después quedaron solos en la inmensidad de aquel paisaje. Ése era un planeta de agua: la vida transcurría navegando lentamente, al ritmo del río, de las mareas, de las lluvias, de las inundaciones. Agua, agua por todas partes. Existían centenares de familias, que nacían y morían en sus embarcaciones, sin haber pasado una noche en tierra firme; otras vivían en casas sobre pilotes a las orillas del río. El transporte se hacía por el río y la única forma de enviar o recibir un mensaje era por radio. Al muchacho americano le parecía increíble que se pudiera vivir sin teléfono. Una estación de Manaos transmitía mensajes personales sin interrupciones, así se enteraba la gente de las noticias, sus negocios y sus familias. Río arriba circulaba poco el dinero, había una economía de trueque, cambiaban pescado por azúcar, o gasolina por gallinas, o servicios por una caja de cerveza.

En ambas orillas del río la selva se alzaba amenazante. Las órdenes del capitán fueron claras: no alejarse por ningún motivo, porque bosque adentro se pierde el sentido de la orientación. Se sabía de extranjeros que, estando a pocos metros del río, habían muerto desesperados sin encontrarlo. Al amanecer veían delfines rosados saltando entre las aguas y centenares de pájaros cruzando el aire. También vieron manatíes, unos grandes mamíferos acuáticos cuyas hembras dieron origen a la leyenda de las sirenas. Por la noche aparecían entre los matorrales puntos colorados: eran los ojos de los caimanes espiando en la oscuridad. Un caboclo enseñó a Alex a calcular el tamaño del animal por la separación de los ojos. Cuando se trataba de un ejemplar pequeño, el caboclo lo encandilaba con una linterna, luego saltaba al agua y lo atrapaba, sujetándole las mandíbulas con una mano y la cola con otra. Si la separación de los ojos era considerable, lo evitaba como a la peste.

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