El libro negro

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу El libro negro, Pamuk Orhan-- . Жанр: Современная проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
El libro negro
Название: El libro negro
Автор: Pamuk Orhan
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 356
Читать онлайн

El libro negro читать книгу онлайн

El libro negro - читать бесплатно онлайн , автор Pamuk Orhan

Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los d?as, sale de su casa, como todos los d?as, llega a su despacho de abogado, como todos los d?as. La noche cambiar? su vida, nada ser? como fue siempre. En diecinueve palabras, en una peque?o papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzar? una b?squeda de su mujer a trav?s de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su b?squeda ser? la b?squeda de ella desde ?l mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los art?culos de un periodista Celal, su t?o, que deambula por Estambul buscando, ?l tambi?n, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 66 67 68 69 70 71 72 73 74 ... 98 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Ahora sí tenía una receta. No, no era la receta que le había dado unos días antes el anciano columnista en el periódico, se trataba de otra cosa: «Conozco todos sus artículos, sé todo lo que se refiere a él, lo he leído todo, lo he leído todo». La última frase la susurró casi en voz alta. Leía otro de los artículos sacados al azar del armario. Pero en realidad no intentaba leerlo; pasaba la mirada por él pronunciando las palabras en silencio, pero a veces su mente se entretenía con el segundo significado que pretendía extraer de ciertas palabras y letras y notaba que, cuanto más leía, más se iba aproximando a Celâl. Porque ¿qué era leer sino apoderarse lentamente de la memoria de otro?

Ya estaba preparado para pasar ante el espejo y leer las letras de su rostro. Fue al lavabo y se miró la cara. A partir de ese momento todo sucedió muy rápido.

Mucho después, meses más tarde, cada vez que Galip se sentara a la mesa para escribir un artículo en aquella misma casa, entre aquellos muebles que imitaban con una coherencia y un silencio irresistibles a los de hacía treinta años, recordaría a menudo el instante en que se miró al espejo y se le vendría a la mente la misma palabra: horror. No obstante, cuando se miró al espejo con el entusiasmo de estar jugando a algo no sintió en un primer momento el miedo que se asocia a esa palabra. En un primer instante notó una sensación de vacío, de olvido, una falta de reacción. Porque miró la cara que veía en el espejo a la luz de la bombilla desnuda como si mirara las de los presidentes de gobierno o las de los artistas de cine, a las que tan acostumbrado estaba a fuerza de verlas en los periódicos. Miró su propia cara no como si estuviera descifrando un secreto, ni resolviendo el rompecabezas misterioso cuya solución llevaba días persiguiendo, sino como si fuera un abrigo viejo al que se hubiera acostumbrado de tanto vestirlo en una vulgar mañana de invierno; como si mirara sin ver un viejo paraguas que poseyera con cierta sensación de que compartía su destino. «Por aquel entonces estaba tan acostumbrado a vivir conmigo que no me daba cuenta de mi cara», pensaría mucho más tarde. Pero aquella indiferencia no duró demasiado. Porque en cuanto pudo observar la cara que veía en el espejo y como había observado durante días las caras de retratos y fotografías, comenzó a distinguir las sombras de las letras.

Lo primero que le pareció extraño fue que pudiera observar su propia cara como si fuera un trozo de papel escrito, que pudiera ver su cara como un letrero que enviara señales a otros rostros y otras miradas, pero en un principio no se detuvo demasiado en aquello porque ya podía distinguir con bastante claridad las letras que iban apareciendo entre sus ojos y sus cejas. Sin que pasara mucho las letras se volvieron tan claras que hicieron que Galip se planteara cómo era posible que no las hubiera percibido antes. No es que no pensara también que lo que veía podía ser un espejismo producido por un exceso de ver letras marcadas en rostros de fotografías, una ilusión óptica, una parte del juego de espejismos al que estaba jugando con tanta convicción, pero cada vez que volvía a observarse después de apartar la mirada del espejo, veía las letras allí donde las había dejado: aparecían y desaparecían como esos juegos de las revistas infantiles en los que la figura que se ve en una primera mirada son las ramas de un árbol y de repente es el ladrón que se oculta tras esas mismas ramas; estaban allí, en la topografía de aquella cara que Galip se afeitaba distraído cada mañana, en sus ojos, en sus cejas, en la nariz en que con tanta insistencia los hurufíes colocaban las alif y la superficie redonda a la que llamaban «el círculo de la cara». Era como si ahora lo difícil no fuera leer las letras, sino no leerlas. También eso intentó hacerlo Galip para librarse de aquella irritante máscara que cubría su cara, llamó en su ayuda a aquel pensamiento despectivo que siempre había tenido previsoramente listo en un rincón de su mente mientras escrutaba y leía con atención las imágenes y la literatura hurufí quiso poner en marcha su sospecha de que todo lo que se relacionaba con las letras y las caras era ridículo, forzado e infantil, pero las rectas y las curvas de su cara mostraban ciertas letras en una forma tan evidente que no pudo apartarse del espejo. Fue entonces cuando le invadió aquella sensación que luego calificaría de «horror». Pero todo sucedió tan rápido, vio las letras y la palabra que formaban tan repentinamente, que luego no pudo distinguir con claridad si le poseía el horror porque su cara se había convertido en una máscara sobre la que había una serie de señales o si era por lo terrible del significado que indicaban aquellas letras. Las letras le mostraban a Galip una realidad que había sabido durante años a pesar de que había querido olvidarla, que recordaba aunque creía no recordarla, que había aprendido pero que no sabía, un secreto que después, cuando quiso expresarlo por escrito, evocaría con palabras completamente distintas. Pero en cuanto las leyó en su cara, con una claridad tal que no dejaban lugar a la menor duda, pensó también que todo era extraordinariamente simple y comprensible; sabía lo que veía y pensaba que no debía sorprenderse. Y quizá lo que luego llamaría «horror» no fuera sino la sorpresa de aquella simple y evidente verdad; como lo que tiene de terrible el hecho de que, en el mismo momento en que la mente percibe con un resplandor extraordinario el vaso de té en forma de tulipán que hay sobre la mesa como un objeto increíble, el ojo pueda ver el mismo vaso tal y como siempre ha sido.

Cuando decidió que lo que indicaban las letras de su cara no era un espejismo, sino algo real, Galip se apartó del reflejo y salió al pasillo. Ahora percibía que aquello a lo que luego llamaría «horror» tenía que ver, más que con el hecho de que su rostro se hubiera convertido en una máscara, en la cara de otro, en un rótulo indicador, con lo que indicaba ese mismo rótulo. Porque, por fin, gracias a las reglas de aquel herboso juego, todos los rostros humanos tenían esas letras. Estaba tan seguro de aquello que incluso lo consideraba un consuelo, pero mirando los estantes del armario del pasillo se despertó en su corazón una amargura tal, añoró tanto a Rüya y a Celâl, que le costó trabajo mantenerse en pie. Era como si su cuerpo y su alma le abandonaran dejándolo solo con un crimen que no había cometido; como si en su memoria solamente quedara el secreto de la derrota y la decadencia, como si toda la tristeza y todos los recuerdos de una historia y un misterio que no todos los demás hubieran querido olvidar y hubieran felizmente olvidado siguieran pesando sobre su mente y sus hombros.

Más tarde, cada vez que quiso acordarse de lo que hizo en los tres o cuatro minutos -porque todo sucedió muy rápido- que transcurrieron desde que se miró al espejo, recordaría el minuto que pasó entre el armario del pasillo y las ventanas que daban al patio de ventilación: después de haberse introducido en el «horror», sentía dificultades para respirar y gotas de sudor frío se acumulaban en su frente mientras pretendía alejarse del espejo al que había dejado sumido en la oscuridad. Por un momento imaginó que podría volver ante él y despojarse de esa fina máscara que le cubría la cara como quien se rasca la costra de una herida, creía que no sería capaz de leer las letras que surgirían en su cara por debajo de ella, de la misma forma que no había podido leer las letras y las señales que había visto en todas aquellas calles ramplonas, en los vulgares anuncios de los muros, en las bolsas de plástico. Intentó leer un artículo que había sacado del armario para aliviar su dolor, pero ya lo sabía todo, sabía todo lo que había escrito Celâl como si lo hubiera escrito él mismo. Como luego haría a menudo, imaginó que era ciego, que en lugar de pupilas tenía unos agujeros hechos en mármol, en lugar de boca una puerta de horno y en lugar de nariz agujeros de pernos oxidados. Cada vez que pensaba en su cara comprendía que Celâl había visto las letras que habían aparecido ante sus ojos, que sabía que algún día él también las vería y que entonces emprenderían juntos aquel juego, pero después no estaría seguro de haber pensado claramente todo aquello en los primeros minutos. Le daba la impresión de querer llorar y no podía, de tener dificultad para respirar; de su garganta surgió un gemido de dolor incontrolable; alargó la mano automáticamente hacia la falleba de la ventana; quería mirar allí, al patio, al edificio, a ese sitio al que llamaban «la oscuridad», al lugar que en tiempos había sido un pozo. Sintió que estaba imitando a alguien a quien no conocía, como un niño.

Abrió la ventana, asomó el cuerpo a la oscuridad y, apoyando los codos en el alféizar, alargó la cara hacia el pozo sin fondo del patio del edificio: le llegaba desde allí un olor asqueroso, el olor de los excrementos de las palomas, que llevaban acumulándose más de medio siglo, el de las porquerías arrojadas allí, el de la suciedad del edificio, el de los humos de la ciudad, el del barro, el del alquitrán y el de la desesperación. Allí tiraban las cosas que querían olvidar. Le apetecía saltar a la oscuridad sin retorno del vacío, entre aquellos recuerdos de los que no quedaban ni los posos en la memoria de los que tiempo atrás habían vivido en el edificio, a aquella oscuridad que Celâl había ido tejiendo pacientemente durante años y embelleciendo con motivos de poesía antigua como el pozo, el misterio y el miedo, pero simplemente miró la oscuridad intentando recordar como si estuviera borracho. Los recuerdos de sus años de infancia pasados junto a Rüya estaban íntimamente relacionados con aquel olor y el niño inocente, el muchacho bienintencionado, el marido feliz junto a su esposa y el ciudadano corriente que vive al margen del misterio que había sido, estaban hechos de aquel olor. En su interior se resaltó de tal manera el deseo de estar con Celâl y Rüya que quiso saltar; le daba la impresión de que, como ocurriría en un sueño, le hubieran arrancado aparentemente la mitad de su cuerpo, la estuvieran llevando a un lugar lejano y oscuro y sólo pudiera retirarse de aquella trampa gritando con toda la fuerza de su voz. Pero se limitó a mirar la oscuridad sin fondo sintiendo en su cara el húmedo frío de la fría noche de invierno. Manteniendo el rostro en dirección al ciego pozo de oscuridad notaba que el dolor que llevaba días arrastrando solo era compartido, que comprendía lo que le había parecido terrible y que, como la vida de Celâl, preparada con antelación en todos sus detalles para atraerle a aquella trampa, había salido a la luz aquello que después llamaría el secreto de la derrota de la miseria y de la decadencia. Con medio cuerpo asomado por la ventana que daba a la oscuridad, miró largo rato hacia abajo, al lugar donde tiempo atrás había estado el pozo sin fondo. Se retiró mucho después de sentir el violento frío en su cara, en su cuello y en su frente y cerró la ventana.

1 ... 66 67 68 69 70 71 72 73 74 ... 98 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название