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Roma Vincit!

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Roma Vincit!
Название: Roma Vincit!
Автор: Scarrow Simon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Roma Vincit! - читать бесплатно онлайн , автор Scarrow Simon

En el verano del a?o 43 d. C., la invasi?n romana de Britania se encuentra con un obst?culo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situaci?n es desesperada, y quiz? la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– No hay ninguna necesidad de que sepas el nombre. -Sí que la hay, esposo. Ya te dije por qué. -Había pensado que tendrías más interés en convencerme de tu inocencia que de la culpabilidad de otra persona, lo que hubiera parecido lo más natural.

– Entiendo. -Flavia se echó hacia atrás, apartándose de él y contempló a su marido con frialdad mientras consideraba el paso siguiente-. ¿Crees que soy antinatural, una especie de monstruo? ¡El mismo monstruo que le dio la vida a tu hijo!

– ¡Ya es suficiente, Flavia! -Vespasiano estaba demasiado agotado como para seguir con una disputa de esa índole. Se apartaba demasiado del ámbito de la discusión que él había previsto

Se había forjado la ilusión de que conocía lo suficiente a Su esposa como para detectar cualquier falsedad. Él había planteado sus acusaciones y ella las había negado, pero seguía queriendo tener claro si estaba o no relacionada con los Libertadores.

– Mira, yo tengo que preguntártelo. Tengo que saber en qué andas metida. Si estás cooperando con los enemigos del Emperador, en la medida que sea, debes decírmelo. Haré cuanto pueda para protegerte de las consecuencias. No soy idiota, Flavia. Si hay alguna manera de ocultar el asunto a los agentes de Narciso, lo haré. Es mejor mantener en secreto la culpabilidad que exponerse peligrosamente. Pero debes jurarme que interrumpirás todo contacto con esos traidores y que nunca volverás a tratar con ellos. Cuéntamelo todo, júrame eso y nunca diré nada. -Se la quedó mirando fijamente para evaluar el efecto de sus palabras y esperó su respuesta.

Flavia le tomó la mano y se la llevó al pecho.

– Esposo, juro por mi vida que no tengo nada que ver con los Libertadores. Lo juro.

Vespasiano quería creerla. Lo deseaba con todas sus fuerzas pero, a pesar del juramento de Flavia, en el fondo, una pequeña reserva de duda lo inquietaba de forma misteriosa y no iba a quedarse convencido. _Muy bien. Aceptaré tu palabra. Y lo haré con mucho gusto. Pero, Flavia, si me estás tratando como a un estúpido y alguna vez lo descubro…

Las amenazas no eran necesarias. Se dio cuenta de que ella ya sabía cuáles iban a ser las consecuencias de un descubrimiento como aquél. Flavia le devolvió su perspicaz mirada un instante antes de asentir con un solemne movimiento de la cabeza.

– Entonces nos entendemos el uno al otro. -Vespasiano le apretó la mano para que estuviera segura de sus sentimientos, fuera lo que fuera lo que ocurriera entre los dos-. Y ahora, estoy cansado, muy cansado. ¿Hay sitio para dos en esta cama?

– Claro que sí, esposo. -Bien. No sabes cuánto he echado de menos dormir entre tus brazos.

– Lo sé -susurró Flavia. Vespasiano se quitó la túnica por la cabeza y se inclinó para desabrocharse los cordones de las botas. Mientras se desnudaba, Flavia le rozó la espalda con unos dedos vacilantes y se la acarició suavemente de esa manera que sabía que a él le gustaba. Pero aquella noche no habría pasión. Entre ellos había habido demasiada incertidumbre y dolor. Vespasiano se deslizó bajo la sábana y besó a su esposa en la frente con dulzura. Ella esperó por si hacía algo más, pero los ojos de Vespasiano se cerraron y pronto su respiración adquirió un ritmo profundo y acompasado.

Ella se lo quedó mirando un rato, luego se dio la vuelta y arqueó el cuerpo con delicadeza para acomodarlo en la curva del de su marido, sintió el áspero roce del vello de sus genitales contra la suave piel de sus nalgas. Pero no hubo placer en aquel reencuentro con su marido y, mucho después de que éste se hubiera quedado dormido, ella seguía despierta, sumamente preocupada. Le dolía haber engañado a su esposo, pero había realizado un juramento anterior por la vida de su hijo al que debía dar prioridad. Los Libertadores exigían un secreto absoluto y amenazaban con la más terrible de las venganzas con aquellos que no lo mantuvieran. Aunque los había servido fielmente durante dos años, al final, el terror diario a ser descubierta fue demasiado para poder soportarlo. Ya no colaboraba con los Libertadores y en eso había sido honesta con su marido. Aun así, se había enterado de lo suficiente para saber que el suministro de armas a los britanos lo habían organizado los Libertadores cuando el anterior emperador, el demente Calígula, había decidido invadir Britania. El plan siempre había sido poner trabas a cualquier campaña que pretendiera potenciar el prestigio imperial. Con cada una de las derrotas militares y todas las campañas de murmuraciones que se lanzaran a las calles de Roma se iría minando gradualmente la credibilidad de la familia imperial. Al final, la plebe le rogaría a la aristocracia que se hiciera con el control del Imperio. Ése sería el mayor logro de los Libertadores.

Flavia había terminado dándose cuenta de que aquel día estaba muy lejano. Las pocas personas que conocía que habían estado vinculadas a la organización secreta estaban muertas, y Flavia no quería compartir su suerte. Había dado un mensaje cifrado al punto de contacto habitual Romano: una caja numerada en la oficina de un agente de correos en el Aventino. Flavia sencillamente había escrito que ya no iba a colaborar más con su causa. Sabía que era poco probable que los Libertadores aceptaran su retirada con la misma facilidad con la que ella la había presentado. Tendría que mantenerse alerta.

A Flavia le causó una profunda consternación que Vespasiano hubiera descubierto su implicación con los Libertadores. Y si él lo había hecho, ¿quién más? ¿Narciso? Pero si el primer secretario lo supiera a esas alturas ya estaría muerta. A menos que el liberto estuviera llevando a cabo un Juego más intrincado y la utilizara como cebo para atraer a otros miembros de la conspiración.

CAPÍTULO XLI

',Alejado de los festejos en honor del emperador, Cato estaba siguiendo la ronda por el fuerte que tenía asignado su mitad de la centuria. A unos quinientos pasos de distancia a lo largo de la colina se hallaba el fuerte vigilado por Macro y los otros cuarenta soldados. La línea de puestos de avanzada formaba un perímetro alrededor del campamento principal del río, a eso de un kilómetro y medio río abajo, y desde las líneas se obtenía una buena vista de la campiña al norte del Támesis. Durante el día no podía aproximarse ninguna fuerza britana sin ser detectada y las pequeñas guarniciones dispondrían de tiempo suficiente para recurrir al ejército principal si fuera necesario.

Sin embargo, por la noche la situación era muy distinta. los centinelas aguzaban la vista y el oído para identificar cualquier ruido sospechoso o movimiento en las sombras al lado de las paredes de turba. Con la llegada del emperador, los guardias estaban más nerviosos de lo habitual y Cato había ordenado que las rondas nocturnas se relevaran cada vez que las trompetas del campamento principal señalaran la hora.

Era mejor eso que no tener a los soldados exhaustos al siguiente turno, o que creyeran descubrir al enemigo por culpa › de una imaginación demasiado estimulada.

Cato subió las toscas escaleras de madera que llevaban a la pasarela del centinela y recorrió los cuatro lados del fuerte asegurándose de que todos los soldados estaban alerta y no habían olvidado el alto ni la contraseña. Se intercambiaron palabras en voz baja cada vez que uno de los soldados dio su informe y, como siempre, no había indicios de actividad del enemigo. Por último Cato trepó a la torre de vigilancia con sus laterales de mimbre y sus defensas frontales. A doce metros del suelo, atravesó la abertura de la parte posterior y saludó al soldado que vigilaba los accesos del norte.

– ¿Todo tranquilo? -Sin novedad, optio. Cato asintió con la cabeza, se apoyó en el ancho poste de madera en la parte de atrás de la torre y deslizó la mirada por la pendiente hacia el campamento principal, delineado por un cúmulo de brillantes puntitos anaranjados de teas y hogueras. Más allá se extendían las estrechas líneas de antorchas que delimitaban el puente sobre el gris plateado del imponente Támesis y que, formando una ancha curva, desaparecían en la noche. En la otra orilla relucía el contorno del campamento donde en aquellos momentos dormían el emperador, sus seguidores y los refuerzos. Y en algún lugar entre ellos dormía Lavinia. El corazón le dio un vuelco al pensar en ella.

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