Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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– ¿Vas a trabajar en el laboratorio? -dijo Santiago.
– ¿Su papá no le contó? -dijo Amalia-. Sí, pues, desde el lunes.
Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye.
– Ah, qué bien -dijo Santiago-. En el laboratorio seguro estarás mejor.
Popeye sacó su cajetilla de Chesterfield, ofreció un cigarrillo a Santiago, dudó un segundo, y otro a Amalia pero ella no fumaba, niño.
– A lo mejor sí fumas y nos estás engañando como el otro día -dijo Popeye-. Nos dijiste no sé bailar y sabías.
La vio palidecer, no pues niño, la oyó tartamudear, sintió que Santiago se revolvía en la silla y pensó metí la pata. Amalia había bajado la cabeza.
– Es una broma -dijo, y las mejillas le ardían-. De qué te vas a avergonzar, ¿acaso pasó algo, sonsa?
Ella fue recobrando sus colores, su voz: no quería ni acordarse, niño. Qué mal se había sentido, al día siguiente todavía se le mezclaba todo en la cabeza y las cosas le bailaban en las manos. Alzó la cara, los miró con timidez, con envidia, con admiración: ¿a ellos las Coca-colas nunca les hacían nada? Popeye miró a Santiago, Santiago miró a Popeye y los dos miraron a Amalia: había vomitado toda la noche, no volvería a tomar Coca-cola nunca en su vida. Y, sin embargo, había tomado cerveza y nada, y Pasteurina y tampoco, y Pepsi-cola y tampoco, ¿esa Coca-cola no estaría pasadita, niño? Popeye se mordió la lengua; sacó su pañuelo y furiosamente se sonó. Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño. Una voz difícil, por qué había apagado la luz el otro niño, aleteando apenas, que la prendieran o se iba, quejándose sin fuerzas, como si un invencible sueño o aburrimiento la apagara, no quería a oscuras, así no le gustaba. Eran una silueta sin forma, una sombra más entre las otras sombras del cuarto y parecía que estuvieran forcejeando de a mentiras entre el velador y la cómoda. Se levantó, se les acercó tropezando, ándate al jardín pecoso, y él qué tal raza, chocó con algo, le dolió el tobillo, no se iba, tráela a la cama, suélteme niño. La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco. Ella se rió, no me haga cosquillas, pero sus brazos y sus piernas seguían luchando y Popeye angustiosamente se rió: sal de aquí pecoso, déjame a mí. No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida. Quítese, que la soltaran, una voz ahogada, un jadeo entrecortado y animal, y de pronto chist, empujones y grititos, y Santiago chist, y Popeye chist: la puerta de calle, chist.
La Teté, pensó, y sintió que su cuerpo se disolvía. Santiago había corrido a la ventana y él no podía moverse: la Teté, la Teté.
– Ahora sí nos vamos, Amalia -Santiago se paró, dejó la botella en la mesa-. Gracias por la invitación.
– Gracias a usted, niño -dijo Amalia-. Por haber venido y por eso que me trajo.
– Anda a la casa a visitarnos -dijo Santiago.
– Claro que sí, niño -dijo Amalia-. Y salúdela mucho a la niña Teté.
– Sal de aquí, párate, qué esperas -dijo Santiago- Y tú arréglate la camisa y péinate un poco, idiota.
Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado: salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador. Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá. Popeye vio a la señora Zoila y trató de sonreír, en pantalones y con un turbante granate, buenas noches señora, y los ojos de la señora sonrieron y miraron a Santiago, a Amalia, y su sonrisa fue disminuyendo y murió: hola, papá. Vio, detrás de la señora Zoila, el rostro lleno, los bigotes y patillas grises, los ojos risueños de don Fermín, hola flaco, tu madre se desanimó de, hola Popeye, ¿estabas aquí? Don Fermín entró al cuarto, una camisa sin cuello, una casaca de verano, mocasines, y tendió la mano a Popeye: cómo está, señor.
– ¿No estás acostada, tú? -dijo la señora Zoila-. Son más de las doce ya.
– Estábamos muertos de hambre y la desperté para que nos hiciera unos sandwich dijo Santiago ¿No se iban a quedar a dormir en Ancón?
– Tu madre se había olvidado que tenía invitados a almorzar mañana -dijo don Fermín-. Las voladuras de tu madre, cuándo no.
Con el rabillo del ojo, Popeye vio salir a Amalia con la charola en las manos, miraba el suelo y caminaba derechita, menos mal.
– Tu hermana se quedó donde los Vallarino -dijo don Fermín-. Total, se me malogró el proyecto de descansar este fin de semana.
– ¿Ya son las doce, señora? -dijo Popeye-. Me voy volando. No nos dimos cuenta de la hora, creí que serían las diez.
– Qué es de la vida del senador -dijo don Fermín-. Siglos que no se lo ve por el Club.
Salió con ellos hasta la calle y allí Santiago le dio una palmadita en el hombro y Popeye le hizo adiós: chau, Amalia. Se alejaron en dirección a la línea del tranvía. Entraron a "El Triunfo a comprar cigarrillos; hervía ya de borrachines y jugadores de billar.
– Cinco libras por las puras, un papelón bestial -dijo Popeye-. Resulta que le hicimos un favor a la chola, ahora tu viejo le dio un trabajo mejor.
– Aunque sea, le hicimos una chanchada -dijo Santiago-. No me arrepiento de esas cinco libras.
– No es por nada, pero estás tronado -dijo Popeye-. ¿Qué le hicimos? Ya le diste cinco libras, déjate de remordimientos.
Siguiendo la línea del tranvía, bajaron hasta Ricardo Palma, y caminaron fumando bajo los árboles de la alameda, entre filas de automóviles.
– ¿No te dio risa cuando dijo eso de las Coca-colas? -se rió Popeye-. ¿Tú crees que es tan tonta o se hacía? No sé cómo pude aguantarme, me orinaba de risa por adentro.
– Te voy a hacer una pregunta -dice Santiago-. ¿Tengo cara de desgraciado?
– Y yo te voy a decir una cosa -dijo Popeye – ¿Tú no crees que nos fue a comprar las Coca-colas de puro sapa? Como descolgándose, a ver si repetíamos lo de la otra noche.
– Tienes la mente podrida, pecoso -dijo Santiago.
– Pero qué pregunta -dice Ambrosio-. Claro que no, niño.
– Está bien, la chola es una santa y yo tengo la mente podrida -dijo Popeye-. Vamos a tu casa a oír discos, entonces.
– ¿Lo hiciste por mí? -dijo don Fermín-. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.
– Le juro que no, niño -se ríe Ambrosio-. ¿Se está haciendo la burla de mí?
– La Teté no está en la casa -dijo Santiago-. Se fue a la vermouth con amigas.
– Oye, no seas desgraciado, flaco -dijo Popeye-. ¿Me estás mintiendo, no? Tú me prometiste, flaco.
– Quiere decir que los desgraciados no tienen cara de desgraciados, Ambrosio -dice Santiago.
III
EL TENIENTE ni siquiera bostezó durante el viaje; estuvo todo el tiempo hablando de la revolución, explicándole al sargento que manejaba el jeep cómo ahora que Odría había subido al poder entrarían en vereda los apristas, y fumando unos cigarrillos que olían a guano. Habían salido de Lima a la madrugada y sólo se detuvieron una vez, en Surco, para mostrar el salvoconducto a una patrulla que controlaba los vehículos en la carretera. Entraron a Chincha a las siete de la mañana. La revolución ni se notaba aquí: las calles estaban alborotadas de escolares, no se veía tropa en las esquinas. El Teniente saltó a la vereda, entró al café-restaurant "Mi Patria?, escuchó en la radio, con un fondo de marcha militar, el mismo comunicado que oía hacía dos días. Acodado en el mostrador, pidió un café con leche y un sandwich de queso mantecoso. Al hombre en camiseta y de cara avinagrada que lo atendió, le preguntó si conocía a Cayo Bermúdez, un comerciante de aquí. Lo iba a, revolvió el hombre los ojos, meter preso? ¿Era aprista el tal Bermúdez? Qué iba a ser, no se metía en política. Mejor, la política era para los vagos, no para la gente de trabajo, el Teniente lo buscaba por un asunto personal.
Aquí no lo iba a encontrar, no venía nunca. Vivía en una casita amarilla, detrás de la Iglesia. Era la única de ese color, sus vecinas eran blancas o grises y había también una marrón. El Teniente tocó la puerta y esperó y oyó pasos y una voz quién es.
– ¿Está el señor Bermúdez? -dijo el Teniente.
La puerta se abrió gruñendo y se adelantó una mujer: una indiota con la cara negruzca y llena de lunares, don. La gente en Chincha decía quien te viera y quien te ve. Porque de muchacha era presentable. El día y la noche le digo, qué cambiazo, don. Tenía los pelos revueltos, el chal de lana que le cubría los hombros parecía un crudo.
– No está -miraba de través, con unos avarientos ojitos recelosos-. Qué se le ofrece. Soy su señora.
– ¿Volverá pronto? -el Teniente examinó a la mujer con sorpresa, con desconfianza-. ¿Puedo esperarlo?
Ella se apartó de la puerta. Adentro, el Teniente se sintió mareado entre los muebles macizos, los jarrones sin flores, la máquina de coser y las paredes consteladas de sombritas o agujeros o moscas. La mujer abrió una ventana, entró una lengua de sol. Todo estaba gastado, sobraban cosas en el cuarto. Cajones arrumados contra los rincones, pilas de periódicos. La mujer murmuró permiso y se esfumó en la boca oscura de un pasillo. El Teniente oyó silbar en alguna parte a un canario. ¿Si era su mujer de veras, don? Su mujer ante Dios, claro que sí, una historia que sacudió Chincha.
¿Que cómo comenzó, don? Una punta de años atrás, cuando la familia Bermúdez salió de la hacienda de los de la Flor. La familia, es decir el Buitre, la beata doña Catalina y el hijo, don Cayo, que por entonces estaría gateando. El Buitre había sido capataz de la hacienda y cuando se vino a Chincha la gente decía los de la Flor lo han botado por ladrón. En Chincha se dedicó a prestamista. A alguien le faltaba plata, iba donde el Buitre, necesito tanto, qué me das en prenda, este anillito, este reloj, y si uno no pagaba él se quedaba con la prenda y las comisiones del Buitre eran tan bárbaras que sus deudores iban muertos. El Buitre por eso, don, vivía de los cadáveres. Se llenó de platita en pocos años y la cerró con broche de oro cuando el gobierno del general Benavides comenzó a encarcelar y deportar apristas; el sub-prefecto Núñez daba la orden, el capitán Rascachucha metía en chirona al aprista y corría a la familia, el Buitre le remataba sus cosas y después entre los tres se repartían la torta.