Pio Baroja
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Presentado como un pr?logo extenso a una peque?a antolog?a de Baroja, este ensayo es en realidad un inteligente perfil biogr?fico de una de las m?s controvertidad figuras de la literatura espa?ola. Desde hace tiempo Mendoza viene repitiendo que se reconoce como un disc?pulo de la peculiar narrativa barojiana, puesto que fue la lectura de algunas de sus novelas lo que determin? el modo en que empez? a abordar la literatura. A contracorriente de una serie de libros recientes que abordan desde diversos flancos militantes, las conductas ?ticas y las ideas pol?ticas de Baroja durante el franquismo, Mendoza ha preferido ofrecer una visi?n menos ambiciosa, pero mucho m?s precisa. Descrito como `un texto para barojianos, tanto adeptos como detractores`, este ensayo est? dedicado, sobre todo, a argumentar qu? es lo que representa Baroja en la narrativa espa?ola, y su tono irreverente recuerda en ocasiones al del propio escritor vasco, cuyo sentido del humor fue y sigue siendo el mejor ant?doto contra cualquier forma de sacralizaci?n.
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EL MIRLO BLANCO
La familia Baroja parecía poseer una especie de magnetismo que impedía a sus miembros alejarse mucho de su núcleo. En cuanto uno se establecía en un lugar, los demás no tardaban en reunirse con él. A partir del invierno de 1902 y hasta que la guerra los dispersó, los Baroja vivieron casi siempre juntos, en Madrid, en una casa situada en el número 34 (luego 36) de la calle de Mendizábal, en el barrio de Arguelles, por aquel entonces algo alejado del centro. Era una casa grande, de dos plantas, a las que posteriormente los Baroja añadieron una tercera, un sótano y dos terrazas. Originariamente la casa había sido una vivienda unifamiliar, hasta que los Baroja la dividieron. De este modo cada miembro de la familia disponía de una vivienda propia y de una relativa independencia. Pío Baroja y su madre ocupaban la planta nueva; Ricardo, la planta baja, y Carmen, la de en medio. Allí vivían, trabajaban y hacían vida social. La casa de la calle de Mendizábal era en este sentido un mundo autosuficiente. En 1913, Carmen Baroja se casó con Rafael Caro Raggio, a quien había conocido a través de su hermano Ricardo. El matrimonio se fue a vivir a una casa de la calle del Marqués de Urquijo, pero al cabo de unos años Carmen regresó a la de Mendizábal con su marido y sus dos hijos. En la casa de Mendizábal, en un antiguo patio, instaló Rafael Caro Raggio la editorial que había creado. En esta editorial, que lleva el nombre de su fundador, se publicó la mayor parte de la obra de Pío Baroja, y también la de Azorín. Una viñeta con la efigie de Erasmo de Rotterdam, diseñada por Ricardo Baroja a partir de un cuadro de Holbein, fue y sigue siendo el sello editorial de esta empresa. De resultas de esta agregación, por la casa de la calle de Mendizábal, además de una familia cada vez más nutrida, circulaban cajistas, tipógrafos y encuadernadores. “Los primeros -cuenta Julio Caro Baroja, el mayor de los hijos de Rafael Caro y Carmen Baroja- se consideraban más cultos que los segundos. En su mayor parte eran socialistas, veneradores de Pablo Iglesias. Los más viejos iban por la calle con blusas largas, azules, y encima de éstas, en invierno, se ponían las capas. Algunos llevaban, además, gorra de visera, otros iban a pelo y no faltaban algunos con sombrero hongo. En general gustaban de los bigotes largos, lacios.” La convivencia diaria de estos trabajadores politizados con quienes, en definitiva, eran sus patronos, dio ocasión a frecuentes conflictos en aquellos años turbulentos. Más conflictiva, sin embargo, fue la boda de Ricardo, entre otras razones, por la ya dicha de la venta de la panadería. Pero el conflicto era endémico.
Ricardo y Pío Baroja, por más que siempre habían vivido y trabajado juntos, eran individuos diametralmente opuestos. De Ricardo, y también de Pío, nos ha dejado sendos retratos claros su hermana Carmen en sus memorias:
Mi madre, como mujer instintiva que era, tenía una gran opinión de los hombres sólo porque lo eran. De ahí, el creer que mis hermanos tenían derecho a vivir como les diera la gana… Así se dio el caso de [que] Ricardo, hombre de magnífico carácter, que se hubiera dejado llevar por la más pequeña indicación, abandonara la carrera de archivero con la que ya tenía categoría, luego tirara la panadería de Capellanes, luego los destinos y todo, y se pasara los mejores años de su vida trabajando en el grabado o la pintura cuando le daba la gana, pareciéndoles a todos muy bien lo que hacía; a lo mejor se pasaba años sin coger el pincel ni la cubeta del ácido, levantándose todos los días a la una del día, justamente para comer, y acostándose a las dos o las tres de la mañana, después de haber estado en el Café de Levante charlando con los amigos… Pío, siguiendo su enorme vocación literaria, trabajaba todos los días, se levantaba pronto y se acostaba también pronto. Alguna temporada tuvo que iba al café o al teatro con Alloza o con los literatos, pero siempre hizo una vida muy metódica.”
Así las cosas, la boda de Ricardo fue una tormenta en las plácidas aguas de la calle de Mendizábal. Carmen Monné, la mujer de Ricardo, una norteamericana de origen español, no cayó bien a la familia Baroja, ya de por sí mal predispuesta hacia los extraños. Incluso Carmen Baroja, que se llevaba bien con todo el mundo, y sentía una mayor afinidad con Ricardo y una comprensible predilección por este hermano, no oculta en sus memorias la hostilidad inicial hacia su cuñada. Carmen Monné, a juzgar por las fotos que de ella quedan, distaba mucho de ser una belleza. No carecía de talento, de sentido práctico ni de ambiciones sociales, intelectuales y de todo tipo: durante un tiempo, en los años de la República, simpatizó con el comunismo, al que arrastró a su marido, siempre dispuesto a apuntarse a cualquier cosa. Con todo, la vida familiar no debió de ser fácil ni grata para aquella joven extranjera, que se había casado con un señorito malcriado, sin oficio ni beneficio, que dependía en buena parte de la fortuna de ella, que le llevaba veinticinco años y la obligaba a compartir el hogar con el resto de aquel clan atrabiliario. Fue precisamente con este objetivo, el de imponer un poco de paz y sensatez, por lo que, a instancias de sus hermanos, Carmen Baroja regresó, con su propia familia a cuestas, a la casa de la calle de Mendizábal. Reunida de nuevo bajo el mismo techo la familia Baroja en pleno, y a pesar de las esporádicas disensiones que pudiera haber, la vida en la casa de la calle de Mendizábal volvió a la antigua efervescencia. Tanto Ricardo como Pío tenían sus respectivas tertulias, y los participantes en una y en otra se juntaban en ocasiones, sobre todo en El Mirlo Blanco. El Mirlo Blanco fue un grupo de teatro que se creó en torno a los Baroja y en la casa de la calle Mendizábal, de un modo espontáneo, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Surgido a raíz de una improvisada representación del Tenorio, de la que ha pasado a la leyenda la interpretación de doña Brígida a cargo de don Ramón del Valle-Inclán, El Mirlo Blanco fue un teatro de cámara o experimental en el que colaboraron figuras destacadas de la vida intelectual española. En él participaron todos los miembros de la familia Baroja, salvo la madre y, significativamente, Rafael Caro Raggio. En cambio, Carmen Monné tuvo un papel muy activo y eficiente en la empresa. Para El Mirlo Blanco escribieron obras los tres hermanos Baroja, y Pío, que debía de ser un actor pésimo o, cuando menos, poco dúctil, intervino en varias representaciones. “La actuación de mi tío Pío como cómico no fue de las menos comentadas, ya que, en esencia, era la antítesis del hombre de tablas”, cuenta Julio Caro. Aunque siempre en la casa y con actores aficionados, las representaciones se hicieron con la seriedad propia de un teatro profesional, con decorados y vestuario muy elaborados. En El Mirlo Blanco estrenó Pío Baroja dos piezas teatrales no exentas de interés: Adiós a la bohemia y Arlequín, mancebo de botica, y Valle-Inclán, Los cuernos de don Friolera. Con todo, Pío Baroja participaba poco en las actividades comunes de la familia. Prefería su rutina. Cuando la salud de su madre empezó a declinar, Pío Baroja redobló sus cuidados. Esto, su trabajo y su tertulia absorbían sus horas.