El club De la buena Estrella
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Cuatro mujeres chinas se re?nen regularmente en San Francisco para jugar al mah-jong, disfrutar de la comida china y contarse historias relacionadas con su pasado.
A la muerte de su madre, June Woo debe ocupar su puesto en esos nost?lgicos encuentros. A partir de ah?, June no s?lo redescubrir? la figura de su difunta madre, sino las diversas vivencias de esas valientes mujeres que se enfrentan al desinter?s que sus hijas demuestran por su cultura de origen.
Un libro vigoroso y lleno de magia que nos descubre lo que puede unir y salvaguardarse entre distintas generaciones, entre dos conceptos de vida radicalmente distintos.
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»Tras llenamos el estómago, llenábamos un cuenco con dinero y lo colocábamos a la vista de todas. Entonces nos sentábamos a la mesa de mah jong. Mi mesa era un recuerdo de familia, de una madera roja muy fragante, no esa que vosotros llamáis palisandro, sino hong mu, tan fina que no existe ninguna palabra inglesa para nombrarla. La cubría una almohadilla muy gruesa, de modo que cuando arrojábamos los pai sobre la mesa no había más sonido que el de las fichas de marfil al rozarse.
»Una vez empezábamos a jugar, nadie podía hablar, excepto para decir «Pung! o «Chr!» al coger una ficha. Teníamos que jugar con seriedad y no pensar en nada salvo en aumentar nuestra felicidad ganando la partida. Pero al cabo de dieciséis jugadas nos dábamos otro festín, esta vez para celebrar nuestra buena suerte, y entonces hablábamos hasta el amanecer, contando historias sobre los buenos tiempos pasados y los que aún estaban por llegar.
»¡Ah, qué buenos eran aquellos relatos que se sucedían interrupción! Nos desternillábamos de risa. ¡Un gallo que entró despavorido en la casa y se puso a chillar sobre los cuencos de la comida, los mismos cuencos que al día siguiente lo contendrían silencioso y troceado! Y aquella historia de la muchacha que escribía cartas de amor para dos amigas que amaban al mismo hombre, y la tonta señora extranjera que se desmayó en un lavabo cuando estallaron unos petardos cerca de ella.
»La gente pensaba que hacíamos mal al celebrar banquetes todas las semanas, cuando tanta gente en la ciudad se moría de hambre, comía ratas y, más adelante, la basura con que se alimentaban las ratas más míseras. Otros creían que estábamos poseídas por los demonios… Sólo así se explicaba que tuviéramos ganas de fiestas cuando habíamos perdido miembros de nuestras familias, hogares y fortunas, cuando estábamos separados, el marido de la esposa, el hermano de la hermana, la hija de su madre. La gente torcía el gesto y se preguntaba cómo éramos capaces de reír.
»No es que fuéramos unas desalmadas insensibles al dolor. Todas estábamos atemorizadas, todas teníamos que sobrellevar nuestras desgracias, pero desesperar era tanto como desear algo que ya estaba perdido o prolongar lo que era ya de por sí insoportable. ¿Con qué fuerza puedes desear tu cálido abrigo preferido que colgaba en el armario de una casa que se quemó con tus padres dentro? ¿Hasta cuándo pueden imponerse en tu mente las imágenes de brazos y piernas pendientes de cables telefónicos, de perros hambrientos que corren por las calles con manos medio devoradas colgando de sus bocas? ¿Qué era peor, nos preguntábamos entre nosotras, sentamos y esperar la muerte con el rostro apropiadamente sombrío, o buscar una manera de ser felices a pesar de todo?
»Así pues, decidimos celebrar las fiestas, como si cada semana llegara el año nuevo. Cada semana podríamos olvidar el daño que nos causaron en el pasado. No nos permitíamos albergar un solo pensamiento negativo. Comíamos, reíamos, jugábamos, perdíamos y ganábamos, contábamos las mejores historias. Y cada semana podíamos confiar en que nos sonriera nuestra buena estrella. Esa esperanza era nuestra única alegría. Y por eso dimos a nuestras reuniones el nombre de "Club de la Buena Estrella".
Mi madre solía concluir su relato con una nota alegre, jactándose de su habilidad en el juego:
– Ganaba muchas veces y era tan afortunada que las demás me decían en broma que un ladrón muy listo me había enseñado los trucos. Gané decenas de millares de yuan, pero no me hice rica. No, por entonces el papel moneda no valía nada. Incluso el papel higiénico tenía más valor, yeso nos hacía reír aún más, al pensar que un billete de mil yuan no era lo bastante bueno ni siquiera para limpiamos el trasero.
Siempre creí que el relato de Kweilin que me contaba mi madre no era más que un cuento de hadas chino. Los finales siempre variaban. A veces decía que usó ese billete de mil yuan sin valor para comprar media taza de arroz, que cambió por un cazo de gachas, y éstas por dos pies de cerdo. Esos pies le valieron seis huevos, los cuales se convirtieron en seis pollos. Era una historia en constante crecimiento.
Entonces, una noche, después de haberle suplicado que me comprara una radio de transistores, notó que su negativa me había sumido en un silencio malhumorado y me dijo:
– ¿Por qué crees que echas de menos algo que nunca has tenido? -Y a continuación me contó un final totalmente distinto de la historia-: Una mañana, a primera hora, se presentó en mi casa un oficial del ejército y me dijo que me apresurara a reunirme con mi marido en Chungking. Enseguida comprendí lo que ocurría: me estaba diciendo que huyera de Kweilin. Yo sabía lo que les sucedía a los oficiales y sus familias cuando llegaban los japoneses. Pero, ¿cómo podía irme si no salía ningún tren de Kweilin? Mi amiga de Nanking se portó muy bien conmigo. Sobornó a un hombre para que robara una carretilla utilizada para transportar carbón y me prometió que avisaría a las demás amigas.
»Cuatro días antes de que los japoneses entraran en Kweilin, puse a mis dos bebés y mis cosas en aquella carretilla y marché empujándola hacia Chungking. Por el camino me adelantaron personas que huían, más ligeras que yo, y por ellas tuve noticias de la terrible matanza. Hasta el último día, el Kuomintang insistió en que Kweilin estaba a salvo, protegida por el ejército chino, pero al atardecer de ese mismo día las calles de Kweilin estaban sembradas de hojas de periódico que anunciaban la gran victoria del Kuomintang y sobre esas hojas, como pescado fresco recién despachado, yacían filas de personas, hombres, mujeres y niños que nunca perdieron la esperanza pero, en cambio, habían perdido la vida. Al oír esta noticia avancé más y más rápido, preguntándome a cada paso si habían sido necios o valientes.
»Empujé la carretilla hacia Chungking, hasta que se rompió la rueda. Me vi obligada a abandonar mi hermosa mesa de mah jong, hecha de hong mu, pero mi sensibilidad ya estaba demasiado embotada para llorar. Hice unos cabestrillos con bufandas y me colgué a un bebé de cada hombro. Llevaba una bolsa en cada mano, una con ropa y la otra con comida, y cargué con ellas hasta que me salieron unos surcos profundos en las manos. Finalmente, cuando las manos me empezaron a sangrar y se volvieron demasiado resbaladizas para sujetar nada, prescindí de las bolsas.
»A lo largo del camino me encontré con otras personas que habían hecho lo mismo, abandonando gradualmente la esperanza. Era como un sendero incrustado de tesoros cuyo valor era superior a medida que avanzaba. Rollos de finas telas y libros, pinturas de antepasados y herramientas de carpintero… hasta que veías jaulas con patitos, ahora silenciosos y sedientos y, más tarde, inmóviles, urnas de plata tiradas en el suelo, abandonadas por gentes demasiado fatigadas para seguir acarreándolas, ya sin ninguna esperanza en el futuro. Cuando llegué a Chungking lo había perdido casi todo excepto tres vistosos vestidos de seda, que me puse uno encima del otro.
– ¿Qué quieres decir con eso de que lo perdiste todo? -le pregunté con voz entrecortada-. ¿Qué les ocurrió a los bebés?
Ella ni siquiera hizo una pausa para pensar. En un tono que no permitía dudar de que la historia había terminado, replicó:
– Tu padre no es mi primer marido. Tú no eres uno de aquellos bebés.
Cuando llego a casa de los Hsu, donde se celebra esta noche la reunión del club, la primera persona a la que veo es mi padre.
– ¡Por fin estás aquí! -exclama- ¡Nunca llegas puntual!
Y tiene razón. Todos los demás ya están presentes, siete amigos de la familia, de sesenta años en adelante. Todos me miran y se ríen. ¡Ah, esta chiquilla siempre se retrasa! Para ellos sigo siendo una niña a los treinta y seis años.
Tiemblo mientras procuro contener mi emoción. La última vez que les vi, en el funeral, rompí a llorar con grandes sollozos sofocados. Ahora debe intrigarles que, con un ánimo como el mío, pueda ocupar el lugar de mi madre. Cierta vez me dijo un amigo que mi madre y yo éramos iguales, hacíamos los mismos gestos tenues con las manos y compartíamos la risa infantil y la mirada de soslayo. Cuando se lo conté a ella, tímidamente, pareció ultrajada y replicó:
– ¡Pero si casi no sabes nada de mí! ¿Cómo podemos ser iguales?
Y tenía razón. ¿Cómo puedo sustituir a mi madre en el club?
Saludo a cada uno de los presentes con una inclinación de cabeza, llamándoles «tía» o «tío», Siempre he llamado así a estos viejos amigos de la familia. Luego me acerco a mi padre y me quedo a su lado.
Está mirando las fotos que hicieron los Jong durante su reciente viaje a China.
– Mira eso -me dice cortésmente, señalando una foto del grupo turístico de los Jong, de pie sobre unos grandes escalones enlosados.
Nada en esa foto revela que ha sido tomada en China y no en San Francisco o en cualquier otro lugar. Pero mi padre tampoco la mira con detenimiento. Es como si todo le diera lo mismo, nada destaca para él. Siempre ha sido educadamente indiferente. Pero, ¿cuál es la palabra china que significa indiferente porque uno es incapaz de ver ninguna diferencia? Creo que así es como se siente con respecto a la muerte de mi madre.
– Echa un vistazo a ésta -me dice, indicando otra fotografía sin nada especial.
La casa de los Hsu está impregnada de olores pesados, grasientos. Demasiadas comidas chinas preparadas en una cocina minúscula, demasiados olores que fueron fragantes comprimidos en una capa delgada de grasa invisible. Recuerdo que cuando mi madre visitaba otras casas o iba a los restaurantes, arrugaba la nariz y luego decía en un susurro muy audible:
– Puedo ver y sentir la pegajosidad con la nariz.
Han pasado muchos años desde la última vez que estuve en casa de los Hsu, pero la sala de estar es exactamente tal como la recordaba. Cuando tía An-mei y tío George se mudaron al distrito de Sunset desde Chinatown, veinticinco años atrás, compraron muebles nuevos. Están todos ahí, y aún parecen casi nuevos bajo las cubiertas de plástico amarillento: el mismo sofá turquesa cuya forma semicircular contornean ahora mis tíos cubiertos con gruesas chaquetas de tweed, las mesitas auxiliares de estilo colonial y pesada madera de arce, una lámpara de falsa porcelana cuarteada. Sólo el calendario, en forma de rollo de pergamino, regalo del Banco de Cantón, cambia cada año.