Nunca Me Abandones
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A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creativi-dad. Es un mundo hermйtico, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras mбs interesantes de los adolescentes, quizб para una galerнa de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y tambiйn fueron un triбngulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cуmo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad. El lector de esta esplйndida novela, utopнa gуtica, irб descubriendo que en Hailsham todo es una re-presentaciуn donde los jуvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son mбs que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.
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– Pareces mucho más contento últimamente, Tommy. Parece que las cosas te van mucho mejor.
– Te fijas en todo, ¿eh, Kath? -dijo, sin el menor asomo de sarcasmo-. Sí, todo va bien. Todo me va genial.
– ¿Qué ha pasado, pues? ¿Has encontrado a Dios o algo?
– ¿Dios? -Tommy pareció confuso unos instantes. Luego se echó a reír y dijo-: Ya, entiendo. Te refieres a que ahora no… me pongo como una fiera.
– No sólo eso, Tommy. Has conseguido que cambie por completo tu situación. He estado observando. Y por eso te pregunto.
Tommy se encogió de hombros.
– Me he hecho un poco mayor, supongo. Y seguramente los demás también. No puedes seguir con lo mismo siempre. Es aburrido.
No dije nada, pero me quedé mirándole directamente, hasta que soltó otra risita y dijo:
– Kath, eres tan curiosa. De acuerdo, sí, supongo que hay algo. Que me pasó algo. Si quieres te lo cuento.
– Vale, adelante.
– Te lo voy a contar, pero tú no tienes que ir contándolo por ahí, ¿de acuerdo? Hace un par de meses, tuve una charla con la señorita Lucy. Y me sentí mucho mejor. Es difícil de explicar. Pero me dijo algo, y me sentí mucho mejor.
– ¿Qué te dijo?
– Bueno… La verdad es que puede parecer raro. Hasta me lo pareció a mí al principio. Lo que me dijo fue que si no quería ser creativo, que si realmente no me apetecía serlo, pues no pasaba nada. Que no era nada anormal ni nada parecido.
– ¿Eso es lo que te dijo?
Tommy asintió con la cabeza, pero yo ya me estaba apartando de él.
– Eso es una tontería, Tommy. Si vas a andar con jueguecitos estúpidos conmigo, déjame en paz, porque no tengo tiempo que perder.
Estaba enfadada de verdad, porque pensaba que me estaba mintiendo, y precisamente cuando le había dado muestras de merecer su confianza. Vi a una amiga unos puestos más adelante, y me separé de Tommy para ir a saludarla. Vi que se había quedado desconcertado y alicaído pero, después de los meses que llevaba preocupándome por él, me sentía traicionada y me importaba un bledo que se sintiera mal. Me puse a charlar con mi amiga -creo que era Matilda- tan animadamente como pude, y apenas miré hacia donde él estaba en todo el tiempo que estuvimos en la cola.
Pero cuando llevaba mi plato hacia las mesas Tommy se me acercó y me dijo apresuradamente:
– Kath, si crees que te estaba tomando el pelo, te equivocas. Lo que te he dicho es la verdad. Te lo contaré todo mejor si me das la oportunidad de hacerlo.
– No digas tonterías, Tommy.
– Kath, te lo contaré todo. Voy a bajar al estanque después de comer. Si vienes, te lo cuento todo.
Le dirigí una mirada de reproche y me alejé sin responderle, pero supongo que había empezado ya a considerar la posibilidad de que no se estuviera inventando lo de la señorita Lucy. Y cuando me senté con mis amigas empecé a pensar en cómo podría escabullirme después de comer para bajar hasta el estanque sin que nadie se diera demasiada cuenta.
3
El estanque estaba situado al sur de la casa. Para llegar a él tenías que salir por la puerta trasera, bajar un sendero estrecho y serpeante y pasar entre los altos y tupidos helechos que, a principios del otoño, seguían obstaculizando el camino. O, si no había custodios a la vista, podías tomar un atajo por la parcela de ruibarbo. De todas formas, en cuanto salías en dirección al estanque te encontrabas con un paisaje apacible lleno de patos y aneas y juncos. No era un buen sitio, sin embargo, para mantener una conversación discreta, ni por asomo tan bueno como la cola para la comida. Para empezar, te podían ver perfectamente desde la casa. Y nunca podías saber cómo se iba a propagar el sonido a través de la superficie del agua. Si te querían escuchar a escondidas, no había nada más fácil que bajar por el sendero y esconderse entre los arbustos de la otra orilla del estanque. Pero pensé que, habida cuenta de que había sido yo quien le había cortado bruscamente en la cola del comedor, lo más justo era charlar con él donde me había citado. Era entrado ya octubre, pero aquel día lucía el sol y decidí que lo mejor era hacer como que había salido a dar un paseo sin rumbo fijo y me había topado por casualidad con Tommy.
Tal vez porque puse mucho empeño en dar esa impresión -aunque no tenía la menor idea de si había alguien observándome-, no fui a sentarme con él en cuanto lo vi sentado en una gran roca plana, no lejos de la orilla del estanque. Debía de ser viernes, o fin de semana, porque recuerdo que no llevábamos el uniforme. No recuerdo exactamente cómo iba vestido Tommy -probablemente con una de aquellas raídas camisetas de fútbol que solía ponerse hasta en los días más fríos-, pero sé muy bien que yo llevaba la chaqueta de chándal granate con cremallera delante que me había comprado en un Saldo cuando estaba en primero de secundaria. Fui rodeando a Tommy hasta llegar al agua, y me quedé allí de espaldas a ella, mirando hacia la casa para ver si se empezaba a amontonar gente en las ventanas. Luego hablamos -de nada en particular- durante un par de minutos, como si nunca hubiera tenido lugar la conversación de la cola de la comida. No estoy muy segura de si lo hacía por Tommy o por los posibles mirones, pero seguí con mi pose de no estar haciendo nada concreto, y en un momento dado hice ademán de continuar con mi paseo. Entonces vi una especie de pánico en la cara de Tommy, y enseguida me dio pena haberle contrariado de aquel modo (aunque sin querer). Así que dije, como si acabara de acordarme:
– Por cierto, Tommy, ¿qué me estabas diciendo antes? Sobre algo que la señorita Lucy te había dicho una vez…
– Oh… -Tommy miró más allá de mí, hacia el agua del estanque, fingiendo también él que se acababa de acordar de ello-. La señorita Lucy. Ya, sí.
La señorita Lucy era la más deportista de las custodias de Hailsham, aunque por su aspecto uno jamás lo hubiera imaginado. Baja y rechoncha y con aire de bulldog, con un extraño pelo negro que parecía crecerle siempre hacia arriba, de forma que nunca le llegaba a tapar las orejas o el cuello grueso. Pero poseía una gran fortaleza y estaba en plena forma, e incluso cuando nos hicimos mayores, casi ninguno de nosotros -ni siquiera los chicos- podía competir con ella en las carreras a campo traviesa. Era una excelente jugadora de hockey, y hasta podía enfrentarse con los chicos de secundaria en el campo de fútbol. Recuerdo una vez en que James B. intentó ponerle la zancadilla cuando ella acababa de hacerle un regate, y fue él quien salió volando y fue a dar con sus huesos en el césped. Cuando estábamos en primaria, nunca pudo compararse con la señorita Geraldine, a quien acudíamos siempre que nos habíamos llevado un disgusto. De hecho, cuando éramos más pequeños no era muy dada a hablar mucho con nosotros. Sólo en secundaria aprenderíamos a apreciar su brioso estilo.
– Estabas diciendo algo -le dije a Tommy-. Que la señorita Lucy te dijo que no pasaba nada por que no fueras creativo.
– Sí, me dijo algo parecido. Me dijo que no tenía que preocuparme. Que no me importara lo que los demás dijeran. Fue hace un par de meses. Puede que un poco más.
En la casa, unos cuantos alumnos de primaria se habían parado ante una de las ventanas de arriba y nos estaban observando. Pero yo ya me había puesto en cuclillas frente a Tommy y ya no fingía que no estábamos charlando.
– Que te haya dicho eso es muy raro, Tommy. ¿Estás seguro de que lo entendiste bien?
– Por supuesto que lo entendí bien. -Bajó un poco la voz-. No lo dijo sólo una vez. Estábamos en su cuarto, y me dio una charla entera sobre eso.
Cuando la señorita Lucy le llamó por primera vez a su estudio después de la clase de Iniciación al Arte -me contó Tommy-, él se esperaba otra charla acerca de cómo debía esforzarse más, el tipo de cantinela que le habían endosado ya varios custodios, incluida la señorita Emily. Pero mientras se dirigían desde la casa hacia el Invernadero de Naranjas, donde los custodios tenían sus habitaciones, Tommy empezó a barruntar que aquello iba a ser diferente. Luego, cuando se hubo sentado en el sillón de la señorita Lucy, ésta -que se había quedado de pie junto a la ventana- le pidió que le contara todo lo que le había estado sucediendo, y cuál era su punto de vista sobre ello. Así que Tommy empezó a hablar. Pero de pronto, antes de que hubiera podido llegar siquiera a la mitad, la señorita Lucy lo interrumpió y se puso a hablar ella. Había conocido a muchos alumnos -dijo- a quienes durante mucho tiempo les había resultado tremendamente difícil ser creativos: la pintura, el dibujo, la poesía llevaban varios años resistiéndoseles. Pero andando el tiempo, llegó un día en que de buenas a primeras pudieron expresar lo que llevaban dentro. Y muy posiblemente era eso lo que le estaba pasando a Tommy.
Tommy había oído ya ese razonamiento otras veces, pero en la actitud de la señorita Lucy había algo que le hizo atender con suma atención sus explicaciones.
– Me daba cuenta -siguió Tommy- de que se proponía llegar a algo. A algo diferente.
Y, en efecto, pronto estuvo diciendo cosas que a Tommy, en un principio, le resultaron difíciles de seguir. Pero ella las repitió una y otra vez hasta que Tommy empezó al fin a comprender. Si Tommy lo había intentado con todas sus fuerzas -le aseguró- y sin embargo no había conseguido ser creativo, no importaba en absoluto, y no debía preocuparse. No estaba bien que ni los alumnos ni los custodios lo castigaran por ello, o lo sometieran a presiones de cualquier tipo. Sencillamente no era culpa suya. Y cuando Tommy protestó y argumentó que estaba muy bien lo que le estaba diciendo y demás, pero que todo el mundo pensaba que sí era culpa suya, ella dejó escapar un suspiro y miró por la ventana. Y al cabo de unos instantes dijo:
– Puede que no te sirva de mucha ayuda. Pero recuerda lo que te he dicho. Hay al menos una persona en Hailsham que no piensa como todo el mundo. Una persona al menos que cree que eres un buen alumno, tan bueno como el mejor que ella ha conocido en sus años de magisterio, y no importa en absoluto la creatividad que tengas.
– ¿No te estaría tomando el pelo, verdad? -le pregunté a Tommy-. ¿No te estaría sermoneando de una forma inteligente?
– No era nada de eso. Pero de todas formas…
Por primera vez desde que estábamos hablando parecía preocuparle que pudieran oírnos, y miró por encima del hombro hacia la casa. Los de primaria que habían estado mirando por la ventana habían perdido interés y se habían ido; unas cuantas chicas de nuestro curso se dirigían hacia el pabellón, pero aún estaban bastante lejos. Tommy se volvió hacia mí y dijo casi en un susurro: