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Los Restos Del Dia

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Los Restos Del Dia
Название: Los Restos Del Dia
Автор: Ishiguro Kazuo
Дата добавления: 16 январь 2020
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Los Restos Del Dia - читать бесплатно онлайн , автор Ishiguro Kazuo

Novela de una discreta belleza (tal vez demasiado discreta), Los restos del d?a (The remains of the day, 1989), del ingl?s nacido en Jap?n, Kazuo Ishiguro (1954), est? centrada en la recreaci?n de la compleja psicolog?a y el lenguaje de su personaje central, Stevens, mayordomo de una mansi?n inglesa a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El objetivo parece ser explicar las razones de un comportamiento ejemplar aun a costa de la felicidad propia, por un rigor que lo empuja a renunciar a la realidad.

En cambio, la historia es poca cosa: el nuevo due?o de la mansi?n, un norteamericano, le propone a Stevens que se tome unos d?as para conocer el pa?s. A bordo del autom?vil de su “se?or”, el empleado viaja por la campi?a y se dirige hasta una ciudad lejana, donde espera ver a miss Benton, otrora ama de llaves de la mansi?n, de quien est? secretamente enamorado, algo que no es capaz de confesar ni siquiera en su yo interior: a lo largo de su camino, Stevens recuerda los a?os de esplendor de la casa, antes de que su amo (un filonazi que trat? de cambiar el rumbo de la pol?tica exterior de su pa?s durante la segunda guerra) cayera en la desgracia del escarnio p?blico y el colaboracionismo. Pero en sus solitarias disquisiciones, nunca se atreve a aceptar lo innegable: que durante a?os rehuy? hablarle de amor a miss Benton, s?lo que ahora es demasiado tarde; sin embargo, el personaje disfraza lo que es un viaje de amor de un fin pr?ctico: supone (quiere suponer) que su vieja amiga tal vez se reintegre en el servicio.

Pasa algo parecido con los sentimientos de Stevens hacia su jefe: a pesar de que ya no est? a su servicio y el patr?n ha muerto, el mayordomo se niega a criticarlo con dureza, como hacen los dem?s; su fidelidad (o su ceguera, no lo s?) se mantiene m?s all? del tiempo, como si se tratara de una variante brit?nica de Job; nada cambia lo anterior: ni el talante antidemocr?tico del magnate ni su ocasional antisemitismo; Stevens encuentra una justificaci?n hasta para los actos m?s reprobables, aunque el humillado sea ?l mismo. Como estamos ante un hombre para el cual las formas lo son todo (nunca se permite un ex abrupto o la escandalosa certidumbre de que tiene sentimientos), hay un especial acento en la redacci?n de su lenguaje, que resulta ser in?til m?s all? de los l?mites de su oficio: es incapaz de hacer una broma o conversar sin recelo con la gente m?s humilde, de la misma forma que le resulta imposible hablar de sexualidad humana con un joven hombre a punto de casarse, a quien pretende aleccionar con ejemplos pueriles. El suyo es el lenguaje de los cubiertos de plata y las botellas de oporto, pero en su pobre vida interior todo es contenci?n y prudencia. En cambio miss Benton es apasionada y, cuando no resiste m?s la frialdad a toda prueba de su jefe, puede llegar a expresarse con una rudeza que s?lo el amor perdona.

Me gusta la t?cnica de esta novela de Ishiguro, su escritura cuidadosa y su dibujo elegante de un ser atormentado, que me parece logrado pero al mismo tiempo repulsivo: es como estar ante la encarnaci?n de las oportunidades perdidas, porque el personaje recibe una oferta preciosa pero la deja pasar para recluirse en una penosa existencia marcada por el sino de una excesiva disciplina; sin embargo, como lo he dicho, se trata de una novela que apenas me ha conmovido.

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¿A qué se debe exactamente esta calidad de «grandioso» y dónde se aprecia? ¿En qué reside? Reconozco que sería precisa una inteligencia mucho mayor que la mía para contestar a estas preguntas, pero si me viese en la obligación de aventurar una respuesta, diría que el carácter único de la belleza de esta tierra es consecuencia de la falta evidente de grandes contrastes y de espectacularidad, mientras destaca, en cambio por su serenidad y comedimiento, como si el país tuviera una íntima y profunda conciencia de su grandeza y su belleza, y no necesitase lucirlas. Por comparación, los paisajes que se encuentran en Africa o en América sin duda resultan impresionantes, pero estoy convencido de que un observador imparcial los considerará inferiores, precisamente por esa descomunal grandiosidad que los caracteriza.

En los ambientes profesionales nos hacemos desde hace años una pregunta, que en muchas reuniones ha sido nuestro tema de discusión: ¿Qué es un «gran» mayordomo? Todavía me parece escuchar el bullicio que organizábamos algunas noches en la sala del servicio, cuando conversábamos durante horas en torno a la chimenea sobre este tema. Y reparen en que si he dicho «qué es» y no «quién puede ser» un gran mayordomo, se debe a que nadie se atrevería a cuestionar seriamente los grandes nombres que en mi época podían recibir este apelativo. Me estoy refiriendo a personalidades como mister Marshall, el mayordomo de Charleville House, o como mister Lane, de Bridewood. Si han tenido ustedes el privilegio de conocer a tales hombres, sabrán en qué consiste esta cualidad a la que me refiero, aunque al mismo tiempo también entenderán por qué digo que no es nada fácil definirla de un modo preciso.

Lo cierto es que, pensándolo mejor, me alejo un tanto de la verdad al decir que no había divergencias en lo referente a la identidad de quienes eran considerados los mejores mayordomos, aunque también debo añadir que estas divergencias nunca se suscitaban entre verdaderos profesionales con cierta autoridad en estos temas. La sala del servicio de Darlington Hall, como la sala del servicio de cualquier otra mansión, acogía a fámulos de distinto nivel intelectual y sensibilidad también distinta, y son numerosas las ocasiones en que recuerdo haber tenido que morderme la lengua cuando algún criado -incluso de los que yo dirigía, aunque lamente decirlo- elogiaba acaloradamente a personas como, por ejemplo, Jack Neighbours.

No tengo nada contra Jack Neighbours, un hombre que, por desgracia, murió en la guerra. Le menciono simplemente porque constituye un ejemplo típico. En la década de los treinta su nombre fue, durante dos o tres años, el tema principal de todas las reuniones de criados del país. Como he dicho, también en Darlington Hall los sirvientes que estaban de paso nos narraban las últimas aventuras de mister Neighbours, por lo que personas como mister Graham y yo tuvimos que padecer la triste experiencia de oír el sinfín de anécdotas que se contaban sobre él. Lo más descorazonador era presenciar la reacción final que suscitaba cada una de estas anécdotas, es decir, ver que colegas que parecían de lo más sensatos asentían asombrados y exclamaban frases como «Mister Neighbours es realmente el mejor» y otras por el estilo.

No dudo que mister Neighbours tuviese sentido de la organización; de hecho, supo salir magistralmente airoso de buen número de situaciones difíciles. Sin embargo, nunca llegó a adquirir el rango de gran mayordomo. Y con la misma convicción con que sostenía esta opinión cuando estaba en pleno auge, habría augurado que su resplandor sólo duraría unos años.

¿Cuántas veces habrá ocurrido que mayordomos considerados en un momento dado los mejores de su generación, al cabo de unos años han demostrado ser puras medianías?

Sin embargo, esto no es óbice para que los mismos sirvientes que colman de elogios a tales nulidades, al poco se deshagan en alabanzas de algún nuevo personaje, sin pararse a pensar en qué basan realmente sus juicios. El tema central de conversación de muchas reuniones de criados suele ser, sin excepción, algún mayordomo que ha saltado a la fama al haber sido contratado por cierta casa distinguida, y que quizá haya salido triunfante de unas cuantas situaciones difíciles. Y entonces, en las salas del servicio de un extremo a otro del país, empieza a rumorearse que tal o cual aristócrata se ha interesado por aquel mayordomo, o que varias casas de entre las más importantes compiten por sus servicios ofreciendo elevados sueldos. Pero ¿qué ocurre pasados unos años? A este mismo mayordomo que encarna todas las perfecciones se le atribuye alguna torpeza o, por el motivo que sea, pierde la confianza de sus señores, y el resultado es que deja la casa donde había adquirido su fama, y no vuelve a oírse hablar más de él. Y mientras tanto, los mismos chismosos ya habrán dado con algún otro recién llegado al que dedicar su entusiasmo. Me he dado cuenta de que los criados que están de paso suelen ser los más deslenguados, dado que, en general, son también aquellos que aspiran al rango de mayordomo con mayor ahínco. Son los que siempre insisten en que debe emularse a tal o cual figura o repiten incesantemente lo que algún ídolo suyo ha dicta minado sobre determinado aspecto de nuestra profesión.

Sería injusto olvidar que hay muchos criados que nunca caerían en semejantes desatinos, criados que son, sin duda, profesionales de gran lucidez. Cuando en nuestra sala se reunían dos o tres personas de esta categoría, personas como mister Graham por ejemplo, con quien parece que, por desgracia, he perdido todo contacto, las discusiones sobre los temas inherentes a nuestra profesión resultaban de lo más ingeniosas y estimulantes. De hecho, son estas veladas las que, hoy día, recuerdo con más cariño de toda aquella época.

Pero volvamos a la cuestión principal, esa cuestión tan interesante en torno a la cual nos complacíamos en discutir cuando nuestras veladas no se veían interrumpidas por las intervenciones de colegas sin ningún sentido de la profesión. Me refiero a la cuestión fundamental:

«¿Qué significa ser un gran mayordomo?»

A pesar de todo lo que se ha hablado durante años y años en los medios profesionales acerca de esta cuestión, que yo sepa ha habido muy pocos intentos de darle una respuesta concreta. El único que ahora me viene a la mente es el de la Hayes Society, con sus rígidos criterios para la admisión de socios. Hoy día se habla muy poco de la Hayes Society. Es posible, por tanto, que no la conozcan. En los años veinte, no obstante, y a principios de los treinta, esta asociación ejerció una influencia considerable en buena parte de Londres y en los condados más cercanos. Tanto fue así que hubo quien pensó que su poder se había extendido demasiado, y cuando se vio obligada a disolverse, creo que en 1932 o 1933, muchos no lo lamentaron.

La Hayes Society afirmaba admitir tan sólo a mayordomos «de primera clase», y gran parte de su poder y prestigio se debían al hecho de que, a diferencia de otras organizaciones semejantes que han ido surgiendo y desapareciendo, siempre mantuvo un número de miembros extremadamente reducido, siendo éste un factor que daba a tal afirmación cierta credibilidad. Se decía que el número de miembros de esta asociación nunca había superado los treinta y se había limitado, a lo largo de buena parte de su existencia, a sólo nueve o diez. Esto, y el hecho de que habitualmente rehuyera la publicidad, contribuyó a que su nombre se viese rodeado durante un tiempo de cierto misterio, y cada vez que la Hayes Society se pronunciaba sobre determinados aspectos de la profesión, sus dictados adquirían valor de mandamientos.

No obstante, había un punto sobre el cual la asociación se resistió a pronunciarse durante algún tiempo. Se trataba de los criterios en que se basaba para admitir a sus socios. Por tanto, cada vez fueron más las presiones para que diese a conocer estos principios, hasta que, como respuesta a una serie de cartas publicadas en A Quarterly for the Gentleman's Gentleman , la asociación reconoció que uno de los requisitos para ser admitido como socio era la «vinculación del candidato a alguna casa distinguida». Por supuesto, cumplir dicho requisito, añadía, «no es lo único, ni mucho menos». Quedaba claro, además, que no consideraba «distinguidas» las casas de «nuevos ricos» nacidas del mundo de los negocios; a mi juicio, esta anticuada actitud minó gravemente la autoridad y el respeto que la asociación podría haber llegado a merecer a la hora de fijar los cánones de nuestra profesión. Como respuesta a otras cartas que aparecieron más tarde en A Quarterly , la asociación justificó su postura alegando que, si bien era cierto como opinaban algunos en sus cartas, que en las casas de los nuevos ricos había mayordomos excelentes, «había que esperar, no obstante, a que los auténticos señores solicitaran los servicios de estos magníficos profesionales». La asociación argumentaba que era necesario guiarse por el criterio de los «auténticos señores» o «de otro modo, ¿por qué no aceptar también las normas sociales de la Rusia bolchevique?». Esta última reflexión avivó todavía más la controversia, y aumentó el número de cartas que presionaban a la asociación para que diese a conocer de forma más explícita los principios en que basaba la admisión de nuevos socios. Finalmente, en una breve carta dirigida a A Quarterly , se hizo saber que, según la asociación, y citaré literalmente si la memoria no me falla «un requisito fundamental es que el candidato posea la dignidad propia de su condición, y los candidatos que no lo cumplan plenamente no serán admitidos aunque gocen de otras muchas cualidades».

Aunque yo, personalmente, no sea un gran entusiasta de la Hayes Society, creo que este aserto se fundamentaba, al menos, en una gran verdad. Tomemos a mister Marshall y a mister Lane, por ejemplo. Todos estamos de acuerdo en que son «grandes» mayordomos, pero, a mi juicio, el rasgo que los distingue de otros mayordomos que sólo son muy eficientes se halla estrechamente relacionado con el sentido de la palabra «dignidad».

Naturalmente, todo ello conduce a que nos preguntemos en qué reside esta «dignidad», pregunta en torno a la cual personas como mister Graham o yo mismo hemos centrado algunos de nuestros más interesantes debates. Mister Graham siempre afirmaba que la «dignidad» era algo semejante a la belleza de una mujer, y por tanto carecía de sentido intentar analizarla. Yo, por mi parte, mantuve siempre la opinión de que semejante comparación tenía como consecuencia rebajar la «dignidad» de personas como mister Marshall. Por otra parte, mi principal objeción a la comparación de mister Graham era que con ella daba a entender que dicha «dignidad» era un don que la naturaleza concedía a su gusto, por lo que, para aquellos que no la poseían de nacimiento, cualquier esfuerzo por intentar adquirirla resultaría siempre inútil, al igual que resultan baldíos los intentos de una mujer fea por ser bella. Ahora bien, aunque llegara a admitir que la mayor parte de los mayordomos pueden, un día u otro, descubrir que no están capacitados para su trabajo, creo firmemente que esta dignidad de la que hablamos es algo que uno puede afanarse por conseguir a lo largo de toda una carrera. Y pienso en esa clase de «grandes» mayordomos, como mister Marshall, que, sin que me quepa la menor duda, han adquirido su dignidad formándose durante muchos años e impregnándose cuidadosamente de la experiencia ajena. Mi opinión es que una postura como la de mister Graham resulta, profesionalmente, bastante derrotista.

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