Cambio De Piel

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Cambio De Piel
Название: Cambio De Piel
Автор: Fuentes Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cambio De Piel - читать бесплатно онлайн , автор Fuentes Carlos

El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pir?mides aztecas. En el laberinto de sus galer?as se internar?n las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluir? con una tragedia ritual inesperada. `Ficci?n total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del M?xico prehisp?nico y en el holocausto europeo a trav?s de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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Javier bostezó y el castillo de fichas se cayó.

– Todas queríamos imitarla, con su voz nasal, su habilidad para tenderse en un diván cubierto de pieles blancas y beber un cocktail. Luego vino Carole Lombard y destruyó ese estilo, nos hizo aceptar la espontaneidad, la locura y hasta la comicidad en la mujer. Muchas queríamos salir para siempre de la casa y hacer carrera en Manhattan, ser Rosalind Russell y casarnos con la réplica de Cary Grant. Ah. Garbo era otra cosa. Era la divina, la poseída de los dioses… y John Garfield… John Garfield murió fornicando… ¡Pase!

El mozo entró con una botella de tequila sobre una bandeja de latón que decía Cerveza Corona la Rubia de Categoría y la puso sobre la mesa de noche con dos vasos pequeños, un salero y varias rebanadas de limón. Dijo que no había Damiana.

– Lástima. Es un afrodisíaco-. Le entregaste un peso al indio sonriente. -Toma.

Serviste las dos copas y le pasaste el salero y los limones a Javier. Javier exprimió el limón dentro del vaso y luego lo rodó de sal:

– Esto no me va a caer bien, Ligeia. Lo sabes de sobra. Los dos se miraron mientras sorbía lentamente el tequila.

– John Garfield -suspiró Javier y se quedó mirando al techo con el vaso entre las manos-. Qué cruel e innecesariamente cambia una muerte ajena el espíritu de quienes la contemplan. Nunca quieres recordarlo.

– No importa. Olvídalo-. Bebiste el alcohol blanco exprimiendo el limón en los labios y chupando los granos de sal colocados sobre el puño.

Javier bebió; escupió una semilla de limón y dejó de mirarte.

– ¿No quieres olvidar? -preguntaste.

Tomaste el reloj pulsera de la mesa de noche y lo estuviste mirando varios minutos. Luego me ibas a contar que volviste a pensar que al principio no querías asociar la actitud de Javier con un incidente tan simple como haber abierto sin su permiso una carta que ni siquiera leíste. Tenías que referirla a tu propia actitud de no conformarte con la pasión inmediata que se dieron al conocerse, sino exigir de esa pasión que revelara, también, la máscara quebrada y oculta. Tenías que creer, entonces, que ésta era la razón detrás de los silencios nuevos y la nueva felicidad -para ti lo era, porque obedecía a esa sugestión razonada- de esos actos inconclusos, de largas esperas, cuando regresaron a México y tú te quedabas en el apartamento y Javier salía a las calles. Y me dijiste que entonces no veías, no entendías, que la pasión se iba convirtiendo en sentimiento. O te lo dije yo para consolarte con una explicación. Ya no recuerdo pero sé que el sentimiento -me dijiste o te quise hacer creer- nos encierra en nosotros mismos y la pasión nos arroja en brazos de otros. Que la pasión se comparte y el sentimiento no. En todo caso, dragona, creíste que por eso que sólo hoy comprendes, cuando es tarde, buscaste instintivamente, hace veinte años, un regreso a la pasión por medio de la obra de Javier.

– Siempre te lo guardas todo, Javier.

– Ya te explicaré…

– No. No quería creer que todo fue porque abrí sin tu permiso esa carta. Era demasiado tonto.

Apoyaste el mentón contra el puño humedecido por la sal y la saliva y tarareaste. Javier quiso distinguir lo que tarareabas y tú bajaste la voz y te acariciaste una pierna, dejando caer la cabeza hasta tocar la rodilla con la frente.

– Yo creía que habías entendido -murmuró Javier. Miró tu nuca y luego él tomó el reloj e hizo girar las manecillas-. Había venido a verte, junto con las mujeres más jóvenes que tú, todas reflejadas en esos cuadros de un tuberculoso muerto quién sabe cuándo. Me diste la mano y salimos de la Tate… Dos veces fuiste mi estela ática…

Levantaste la cabeza.

– No. Tenía que creer que la razón era mi propio sentimiento. No quería que nos conformáramos con esa pasión natural que nos dimos al conocernos. Quería exigirle que también nos revelara otra cosa, algo oculto…

El reloj tragó varias horas y Javier sonrió.

– …lejana e inmóvil, pausada e inasible, para que contuvieras todos mis deseos de variedad…

Volvieron a mirarse y tú dijiste:

– Pudimos haber jugado. ¿Con quién huyó Miriam? ¿A dónde? ¿Por qué no la buscaste? ¿Sabes que ahora nunca podrás conocer su nombre y su voz? Por favor…

Javier bebió de un solo trago el fondo del vaso y se sirvió otro.

– Te va a hacer daño. Mañana no te vas a sentir bien y te quejarás de las vacaciones estropeadas…

– Sírvete otro tú misma. Si sólo pudiera localizarlo.

– ¿Qué?

– El malestar. Si sólo pudiera decir, córtenme la vesícula, córtenme el duodeno. No sé dónde está el mal. El estómago trastornado, la náusea, la lasitud, las manos frías, los gases, las ganas de cerrar los ojos, el insomnio. ¿Qué tarareabas?

– Cannonball Adderley. Lillie. No hay nada más lento, más acariciante. Oye la flauta de Yusef Lateef, ¿no lo conoces? Es un Mefistófeles negro.

Javier arrojó desde la cama el vaso de tequila contra el espejo de la cómoda. Tú no dejaste de mirar a tu marido:

– No tienen otra manera de hablar. Lillie. Eso es todo. Una comunicación desesperada.

El cristal cayó sobre la cómoda sin ruido, porque el estruendo del impacto seco aún no terminaba y los trozos cayeron unidos y en silencio, dejando ver su dorso pintado de negro.

– ¿Cuánto apuestas? -gritó Javier.

Levantaste el vaso intacto, serviste más tequila y lo entregaste a Javier;

– Yo nada. Tú ganas.

Javier observó el vaso, sonrió y lo acarició:

– ¿Ves qué fácil? El vaso no se rompió y el cristal sí. ¿Qué tal si es al revés. Tu alemán…

– ¿Qué estás diciendo?

– Sí, quizás todo es necesario, todo eso, lo que no debes hacer y luego lo haces ¿y qué? Yo, en cambio, de niño me encerraba en el excusado a escribir las palabras que no me atrevía a decir. ¿Me entiendes? Escribía en la pared del baño las palabras que hubiera querido decirles a los matones de la escuela.

– Brass butterfly, no sé por qué te quiero si conozco tan bien tus defectos.

– Por eso mismo. La inocencia es indecencia. Lo bueno de perderla es que al mismo tiempo se pierden los prejuicios. N’est-ce pas?

– Sí, Gautama. Por lo menos cruza las rodillas.

Javier rió:

– Ya está. Y tú detente así. No te muevas. Así, con los brazos caídos a los lados. No te muevas. La luz te está gastando. La luz y no el tiempo o la luz que es el tiempo. Imagina, Ligeia, que el tiempo se detiene pero la luz no: entonces la luz será el tiempo y te envejecerá.

Reíste:

– ¿Por qué no lo escribes, Javier?

Saltó de la cama y se hincó ante ti, ciñó con fuerza el cinturón de tu bata alrededor de tu talle, la abrió un poco en los pechos, los levantó y dejó caer, se puso de pie y reunió la cabellera en el puño.

– Me haces daño.

Javier acercó su perfil al tuyo:

– Ahora puedes repetirlo. Si quieres.

– Está bien. Fue sólo un sueño.

Las uñas de Javier se clavaban en tu cabeza y quisiste zafarte y él dijo, sin darse cuenta de que te hacía daño:

– Cuando abrimos la ventana aquella misma mañana, estar allí, en Falaraki, era creer en lo que nunca habíamos visto…

Javier te fue dejando libre poco a poco y tú continuaste:

– O. K. Sólo se podía creer en lo que aún no se había visto o dicho. Join the Navy, Javier, join the…

– Era allí, era así, como te quería -murmuró Javier.

Entrelazaron los dedos y tú le dijiste que despertaron y una corona de flores venenosas era la única cortina del verano y los atraía para descubrir, detrás, al sol tendido aún en los lechos de piedra del Egeo transparente y hoy como entonces te hincaste y murmuraste el nombre de Javier buscando a Javier, para saber que al nombrarle crecía hasta ahogarte las palabras que lo levantaban, esta noche, en el hotel de Cholula: él de pie ante ti, tú arrodillada ante él, abrazaste sus piernas y pasaste tus manos por su cintura, por sus nalgas, y cuando lo soltaste y lo viste desde abajo sólo alcanzaron a unirse por las muñecas, tú cada vez más baja, buscando el suelo, él cada vez más alto, apuntando al techo como si fuera a disparar y por eso le levantaste, lo llevaste a la cama para que los dos vieran cómo nacía el día y la noche aplacaba el mar para ensombrecerlo por última vez y los claxons de la carretera México-Puebla se escuchaban muy lejanos y tú y él se unieron, arrojados cada uno hacia atrás, sin necesidad de besos, de caricias, de miradas, unidos y sostenidos hasta caer, él de espaldas, tú sobre él, sin poderse separar, tú encima de él, imitándolo, nombrándolo, haciendo lo que él hacía, atada por tu vello empapado y lacio al suyo rizado y seco, creyendo que tú lo poseías como él a ti, creyendo que tu placer, imitativo del suyo, penetraba sus muslos como él, recostado, entraba en los tuyos y el tiempo se contaba solo, las palabras se decían solas, para distraer y prolongar esa dulzura negra y estremecida de tu verga y su coño, él tu mujer y tú su hombre en la totalidad de los deseos arrancados y siempre pendientes del árbol único: tú y él sobre el piso de piedra caliente, sobre el piso de madera despintada, tú y él padre y madre, madre e hijo, hija y padre, tú y él hermanos, tú y él dos mujeres, tú y él dos hombres, tú y él amando con las bocas, al zafarse velozmente del primer placer, buscando otra manera de prolongarlo, con los anos, con las axilas, con sus manos sobre tu pelo, con sus pies sobre tus ojos, con tus labios en su oreja, con su ombligo en tu nariz, con tus muslos abiertos sobre su cabeza, con sus uñas clavadas en tu cuello, con tu rodilla doblada sobre su vientre. Y no podía terminar; se envolvieron en las sábanas para descubrirse otra vez el uno al otro, lentamente, caminando desde lejos él hacia ti y tú hacia él hasta alargar las manos y develarse como en un sueño, con esa pereza y expectación y al verse otra vez desnudos sentir el verdadero deseo por primera vez otra vez; ahora te toma de los pies, te para de cabeza hasta tenerte a la altura que desea y tú buscas su altura con tus labios y todo tu placer te corre hacia adentro dos veces, lo que te da y lo que te arranca fluyen al mismo tiempo hacia un centro que desconoces, que acabas de descubrir entre el vientre y los senos y allí se mezclan y se besan y se unen y estallan las dos leches y cuando caes vencida, boca abajo, él te vuelca y te rasga, descubriendo una estrechez nerviosa que se abre como el lodo quebrado de las estatuas de sal y él pide tus pedos y tú se los das, boca abajo, otra vez montada en su pecho, sobre su rostro, y pides los suyos, sus eructos, su orín, su mierda, y no saben terminar, no quieren terminar, tú pones tu sostén sobre los pechos morenos de Javier, usas su camisa y besas sus zapatos y se masturban uno frente al otro, él frotándose con tus medias, tú con su agua de colonia, mostrándose los dos el placer que faltaba, el solitario, el de los niños, sentados los dos en la cama, solos, y no quieren terminar nunca, quieren morir ahora, los dos han renunciado a seguir viviendo con tal de que esto no termine nunca y tiemblan mientras piensan, imaginan, inventan más cosas: quieres su brocha de rasurar sobre tus pezones, le ofreces tu cinturón y caen sobre las almohadas y él te azota ya sin fuerzas y tú pides que no deje nada sin hacer, que diga los nombres secretos, los nombres de las niñas a las que no pudo tocar, de los adolescentes que le gustaron, y tú dirás tus nombres y ahora los amarán a todos, y no sólo a los que desearon, sino a los que los desearon: dirás el nombre del rabino que te sentaba en sus rodillas cuando tu madre te llevaba a verlo, él dirá el nombre del cura que lo tomaba de la mano durante la confesión, dirá el nombre de la monja a la que sorprendió espiándolo mientras se bañaba, recordará cuando descubrió a su madre, nombrarán, dirán, tú y él son todos, se dormirán y no despertarán hasta que el calor del día alcance la temperatura de sus cuerpos y Elena toque a la puerta…

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