Roma Vincit!

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Roma Vincit!
Название: Roma Vincit!
Автор: Scarrow Simon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Roma Vincit! - читать бесплатно онлайн , автор Scarrow Simon

En el verano del a?o 43 d. C., la invasi?n romana de Britania se encuentra con un obst?culo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situaci?n es desesperada, y quiz? la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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La columna de reemplazos aguardó cansada a que los transportes fueran de acá para allá cruzando el Támesis. Al final les tocó el turno a los reemplazos de la segunda. Al desembarcar, Macro ordenó a su centuria que rompiera filas y condujo al resto de la columna hasta el cuartel general para que formaran en la ancha avenida frente a la entrada principal. En el interior de la tienda del personal administrativo entregó la lista después de haber tachado los nombres de los soldados que había elegido para su centuria.

– Parece que sólo has escogido lo mejor para nosotros, centurión.

Macro se volvió y se puso rápidamente en posición de firmes al ver a su legado.

– Sí, señor. Lo mejor. -Bien hecho. -Vespasiano se puso el casco de brillante cimera roja-. Ahora me presentaré a ellos oficialmente.

Cato, mientras tanto, llevó su equipo a la tienda de su sección y luego se fue en busca de Niso, decidido a averiguar el motivo de la fría formalidad que el cirujano mostraba hacia él. Cato todavía no había llegado a esa edad en la que las opiniones de los demás ya no fueran el punto crítico de sus relaciones sociales. Más que nada se esforzaba por ser digno de respeto y como mínimo quería una explicación por parte de Niso acerca de la repentina interrupción de su amistad.

Pero Niso no estaba en el hospital de campaña, ni en su tienda, ni sentado junto al embarcadero. Finalmente Cato regresó al hospital de campaña y le preguntó a uno de los ordenanzas dónde podría encontrar a Niso.

_¿Niso? -El ordenanza arqueó las cejas.

Cato asintió con la cabeza y el rostro del ordenanza se iluminó fugazmente al reconocerlo.

– Tú eres ese amigo suyo, ¿verdad? Me sorprende que no lo sepas.

– ¿Que no lo sepa? -Cato sintió que la sangre se le helaba en las venas-. He estado fuera del campamento. ¿Qué ha ocurrido?

– Niso se ha ido.

– ¿Se ha ido? -Ha desaparecido. Hace dos días. Salió del campamento para ir a pescar y no regresó.

– ¿Quién fue la última persona que lo vio? -No lo sé. -El ordenanza se encogió de hombros-. Se suponía que tenía que encontrarse junto al río con alguien que no apareció. Eso es lo que dicen.

– ¿Con quién se tenía que encontrar? -Con un tribuno. El que lleva las divisas. Vitelio. Cato asintió con un lento movimiento de la cabeza.

CAPÍTULO XXXVIII

Era mediodía y Vespasiano no había llegado todavía al último de los puestos de avanzada fortificados que rodeaban el campamento principal. No había avisado de la inspección porque quería sorprender a todas las guarniciones en su nivel habitual de disponibilidad operativa en vez de presenciar un espectáculo preparado para la visita de un oficial de alto rango. A Vespasiano le produjo una gran satisfacción ver que le daban el alto en cada fuerte cuando se acercaba cabalgando y que le negaban rotundamente la entrada a menos que diera la contraseña correcta. Tras las puertas, casi todos los fortines estaban bien ordenados, con las armas de la infantería a mano y un adecuado abastecimiento de munición en las plataformas de las ballestas.

El último fuerte no fue una excepción y cuando Vespasiano y su escolta de caballería atravesaban la puerta al trote, éste se vio de inmediato frente a una línea de legionarios en estado de alerta de un lado a otro de la entrada. Su optio les dio la orden para que cerraran la puerta justo en el momento en que entró el último miembro de la escolta del legado. -¿Qué es esto Cato? -Vespasiano saludó con la mano a los legionarios mientras desmontaba-. ¿Una guardia de honor?

– Una precaución, señor. -Cato saludó-. La puerta siempre es el punto más débil de una defensa.

– ¿Arquímedes? -Sí, señor. De su tratado sobre guerra de asedio. -Bueno, pues tiene razón, y parece ser que tú le haces caso. ¿Cuáles son tus efectivos?

– Cuarenta hombres, señor. Y cuarenta en la otra mitad de la centuria en el siguiente puesto de avanzada con el centurión Macro.

– Así que volvéis a estar de nuevo al completo, con la flor y nata de la nueva tanda de soldados. De ahora en adelante sólo voy a esperar lo mejor de la sexta centuria de la cuarta cohorte. Asegúrate de que no me decepcione.

– Sí, señor. -Muy bien, echemos un vistazo.

Vespasiano salió dando grandes zancadas para llevar a cabo su inspección, con el preocupado optio detrás de él. Las tiendas fueron revisadas en busca de cualquier señal de cuerdas tensoras flojas, costuras rotas o ropa de cama desordenada. Se inspeccionaron las letrinas para asegurarse de que no habían alcanzado el nivel en que debían rellenarse y cavar otras nuevas. Luego Vespasiano trepó por la rampa de turba e inició un recorrido por la empalizada. En la plataforma de las ballestas examinó detenidamente los mecanismos de los cabrestantes para comprobar que estuvieran adecuadamente preparados y movió la cabeza en señal de aprobación al percibir el aroma de aceite de linaza de los muelles de torsión. Se hallaba experimentando con el engranaje elevador cuando se oyó un grito procedente de la torre de vigilancia.

– ¡Enemigo a la vista! El legado y el optio dirigieron rápidamente la mirada hacia la rígida silueta del centinela sobre la plataforma de caballete situada muy por encima de sus cabezas.

– ¿En qué dirección y qué contingente? -preguntó Cato con brusquedad.

– ¡Al oeste, señor! Quizás a unos tres kilómetros de distancia. -El centinela señaló con su jabalina-. Un pequeño grupo de jinetes, tal vez quince o veinte se dirigen hacia aquí.

– ¡Vamos! -Vespasiano subió primero por la tosca escalerilla de madera de la torre de vigilancia. Salió por la abertura de la plataforma y se puso junto al centinela al tiempo que Cato subía como podía tras él.

– Allí, señor. -El centinela señaló de nuevo y más allá de la punta de la jabalina había una distante colina. Vespasiano pudo distinguir las diminutas figuras de unos caballos que galopaban por delante de una fina mancha marrón formada por el polvo que levantaban con los cascos. El terreno que se extendía desde la pequeña fortaleza era en su mayor parte de pastos, salpicados de ocasionales bosquecillos de robles, pero los jinetes no trataban de ocultarse y se dirigían con un sonido retumbante hacia el fortín.

– No creo que tengan intención de atacarnos -dijo Vespasiano entre dientes.

– De todas maneras, señor, creo que deberíamos poner a los soldados en estado de alerta -dijo Cato.

– De acuerdo.

Cato gritó la orden y los soldados tomaron las armas y cubrieron el muro. El legado siguió observando a los jinetes que se aproximaban. Se acercaban rápidamente y entonces pudo distinguir que había dos grupos. Un grupo de tres iba en cabeza y, a juzgar por las frecuentes miradas que echaban por encima del hombro, era evidente que los demás los iban persiguiendo. Ahora se oían los agudos gritos de los perseguidores.

– ¡Cargad la ballesta! -gritó Cato hacia la empalizada. Los ballesteros tensaron los cabrestantes y el ruido metálico del trinquete compitió con el excitado alboroto de los soldados que observaban la persecución. El humor de los soldados era comprensible, pero no tolerable, y Vespasiano alzó una ceja y miró al optio. Cato estaba apoyado en la barandilla. _¡Silencio ahí! ¡Voy a formular cargos contra el próximo que abra la boca!

En aquellos momentos los jinetes se encontraban a apenas unos cuatrocientos metros de distancia y Vespasiano pudo distinguir cómo se agitaban las capas de color púrpura y el pelo largo de los tres perseguidos. La distancia entre los dos grupos se había reducido a unos pocos metros y los hombres que iban a la zaga soltaban aullidos de triunfo, dispuestos a caer sobre su presa con sus lanzas de caballería de hoja estrecha. El hombre que estaba más cerca del fortín levantó la mirada de pronto e hizo una señal con el brazo a los romanos.

Vespasiano se sobresaltó.

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