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La Ciudad De Los Prodigios

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La Ciudad De Los Prodigios
Название: La Ciudad De Los Prodigios
Автор: Mendoza Eduardo
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Ciudad De Los Prodigios - читать бесплатно онлайн , автор Mendoza Eduardo

En 1887, Onofre Bouvila, un joven campesino arruinado, llega a la gran ciudad que todav?a no lo es, Barcelona, y encuentra su primer trabajo como repartidor de panfletos anarquistas entre los obreros que trabajan en la Exposici?n Universal del a?o siguiente. El lector deber? seguir la espectacular historia del ascenso de Bouvila, que lo llevar? a convertirse en uno de los hombres m?s ricos e influyentes del pa?s con m?todos no del todo ortodoxos.

`Con toda desverg?enza (y el descaro tal vez no sea quitarse una cara sino presentar la otra, ya se sabe cu?l) declarar? que `La ciudad de los prodigios`, de Eduardo Mendoza es una de las novelas que m?s me ha complacido en los ?ltimos a?os, tal vez decenios. A punto he estado de limitar la afirmaci?n con la fronteriza apostilla `escrita en castellano` pero me he cortado a tiempo, un tanto aburrido por esos productos de otras lenguas -con excepci?n de los salidos de las manos de Bernhard, Coetzee o Gardner- que guardan entre su formato exterior y su reclamo, por una parte, y su contenido, por otra, la misma relaci?n que ciertos melones. Casi toda la novela reciente que he le?do sabe a pepino, en contraste, la de Mendoza sabe como aquellos ya inencontrables frutos de Villaconejos, productos del secano sin la menos intervenci?n del laboratorio y con gusto hasta la misma corteza, con un gusto uniforme, que nunca cansa, con esa mezcla de levedad y consistencia que invita, con cada bocado, a seguir degust?ndolo.`

"La ciudad de los prodigios" es la obra m?s ambiciosa y extensa de Eduardo Mendoza. Entre las dos Exposiciones Universales celebra das en Barcelona -esto es, entre 1888 y 1929- la ascensi?n de Onofre Bouvila, repartidor de folletos de propaganda anarquista y vendedor ambulante de crecepelo, hasta la cima de un poder?o a la vez delictivo y financiero, sobre el tel?n de fondo o forillo abigarrado de una ciudad pintoresca, tumultuosa y a partes iguales real y ficticia, nos propone un nuevo y singular?simo avatar de la novela picaresca y un brillante carrusel imaginativo, que convoca, con los mitos y fastos locales, a figuras como Rasput?n, los Zares, la emperatriz Siss? o Mata Hari, a modo de ornamentaci?n lateral de una fantas?a sat?rica y l?dica cuyo s?lido soporte realista inicial no excluye la fabulaci?n lib?rrima. De constante amenidad e inventiva, "La ciudad de los prodigios" es la culminaci?n de la narrativa de Eduardo Mendoza y uno de los t?tulos m?s personales y atractivos de la novela espa?ola contempor?nea.

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A la sala de proyección había sido restituida su apariencia primigenia: sofá de velludo granate, lámpara de techo con cuentas de vidrio tornasolado, butacas de cuero, veladores de mármol y un piano vertical con candelabros de bronce. La hija mayor del perdulario, a quien los años habían convertido en una belleza serena y ajamonada, tocaba aquel piano con dedos lánguidos y gordezuelos; la mediana había demostrado dotes especiales para la repostería; la menor no sabía hacer nada, pero conservaba en su fisonomía la frescura de la adolescencia.

– La noche es terrible -comentó el lisiado-, no me extrañaría que hubiera inundaciones, como todos los años. He hecho encender la salamandra: en diez minutos estarán caldeadas las habitaciones. Si gustan puedo ofrecerles también una primicia: mi hija la mediana acaba de sacar del horno un kilo de panellets.

Onofre Bouvila declinó el ofrecimiento. Su acompañante no mostró tantos remilgos; por señas, emitiendo unos sonidos guturales que llenaron de espanto al lisiado indicó que él sí estaba dispuesto a aceptarlo. Mientras saciaba su glotonería el lisiado acudió de nuevo a una llamada furiosa a la puerta de entrada. Pase vuesa merced, le oyeron decir al fondo del corredor; esos caballeros han llegado ya. Un tercer caballero, a quien Onofre Bouvila reconoció inmediatamente por el porte y el andar, entró en la sala envuelto en la capa.

– Señores -empezó diciendo aquél-, puesto que no esperamos a nadie más, creo que podemos descubrirnos. Yo respondo de la discreción de todos los presentes -para dar ejemplo se desabrochó la esclavina y arrojó la capa al sofá. Los otros dos le imitaron: eran el marqués de Ut y Efrén Castells, el gigante de Calella. En el intercambio de saludos invirtieron mucho rato. Luego Onofre Bouvila les dijo-: Me he permitido convocarles en esta noche infernal, porque lo que voy a exponerles tiene algo de eso. También de lo contrario -en este punto le interrumpió Efrén Castells para decir que a él no le marease con divagaciones. O vamos al grano, amenazó, o me como otro kilo de panellets y me voy a cenar. Onofre le tranquilizó con una sonrisa amistosa-. Lo que voy a proponerles es algo eminentemente práctico -les aseguró-, pero exige un prólogo.

Procuraré ser brevísimo. Ustedes no ignoran la situación patética en que se encuentra Europa -pintó con trazos vívidos aquel panorama desolado que tanto le venía preocupando en los últimos tiempos; a esto objetó el marqués que lo que le sucediera al resto de Europa le traía sin cuidado y que si Francia e Inglaterra desaparecían de la faz de la tierra con todos sus habitantes él sería el primero en festejarlo. Onofre Bouvila intentó hacerle comprender que la era de los nacionalismos acérrimos había quedado atrás, que los tiempos eran otros. El marqués montó en cólera. ¿Ahora quieres hacernos propaganda de la Internacional Socialista?, preguntó.

Viendo que la discusión subía de tono Efrén Castells intervino. Con la boca llena de mazapán y piñones no se entendía nada de lo que decía, pero su envergadura no admitía réplica: los ánimos se serenaron al instante-. Como prueba de lo que afirmo, señalaré sólo esto -siguió argumentando Bouvila cuando pudo tomar de nuevo la palabra-: ahora la guerra se acaba: ¿qué será de nosotros? Hemos creado una industria bélica para la que de pronto, de la noche a la mañana, como quien dice, ya no hay demanda. ¿Qué es esto? Esto es la quiebra de las empresas, el cierre de las fábricas y el despido de los trabajadores; esto sin contar con sus secuelas inevitables: las algaradas callejeras y los atentados. Ustedes me dirán ahora que ya nos hemos enfrentado a problemas similares anteriormente y los hemos sabido resolver. Yo les digo que esta vez las cosas van a adquirir una dimensión sin precedentes. Este fenómeno no quedará circunscrito a ninguna frontera: será un movimiento a escala universal. Será esa Revolución de la que tanto hemos oído hablar.

La hija mayor del lisiado se había sentado al piano; el marqués de Ut daba cabezadas al compás de una barcarola. La hermana menor estaba recostada en el sofá; había puesto los pies sobre el velador y la falda se le había subido casi hasta la rodilla: dejaba ver con abandono el empeine de los botines y las medias de seda. A Efrén Castells se le descolgaba la mandíbula al ver aquello.

– ¿Para endilgarnos estas profecías has tenido que citarnos en este sitio precisamente? -preguntó. Bouvila sonrió sin responder: sabía que el marqués de Ut no habría permitido que alguien pudiera sorprenderle en semejante compañía salvo en un lugar de esa catadura; de otro modo jamás habría acudido a una entrevista como la que ahora mantenía con ellos.

– Puedes ausentarte si quieres -le dijo al gigante. Nos sobra tiempo.

Efrén Castells hizo un ademán a la niña y ambos desaparecieron detrás de una cortina de cuentas de madera que ocultaba la puerta de una alcoba en penumbra. El tintineo de las cuentas bastó para despertar al marqués. Éste preguntó dónde estaba Castells. Onofre Bouvila señaló la cortina y guiñó un ojo. El marqués se desperezó y dijo: ¿Y qué hacemos tú y yo hasta que vuelva?

– Podemos hablar -dijo Onofre Bouvila-. A su vuelta os pondré al corriente del plan que he elaborado. Es importante que Efrén Castells dé su conformidad a todo, porque es él quien habrá de asumir todo el riesgo del asunto sin saberlo.

De modo que nosotros dos hemos de hacer como si estuviéramos de acuerdo. Que él crea que los tres entramos unidos en la empresa; que no sospeche que es un mero instrumento en nuestras manos. Si hubiera alguna discrepancia la resolveríamos luego tú y yo en privado, como hemos hecho siempre.

– Entendidos -dijo el marqués, que sentía una afición atávica por las conspiraciones-, pero, ¿qué demonios de plan es ése?

– Luego os lo contaré -dijo Onofre. En aquel momento preciso reaparecía el gigante de Calella seguido de la niña.

El marqués se levantó al punto. Ahora vuelvo, murmuró entre dientes. Cogió a la niña del brazo y la arrastró en dirección a la cortina. Efrén Castells se desplomó en su butaca y encendió un cigarrillo.

– ¿Para qué has hecho venir a este mamarracho afeminado?

– preguntó señalando con el mentón el asiento que el marqués acababa de dejar vacante.

– Su colaboración es esencial para la buena marcha de nuestro plan -respondió Bouvila-. Tú haz ver que estás conmigo en todo lo que yo proponga. Si nos ve unidos no se atreverá a chistar. Cualquier discrepancia entre tú y yo podemos resolverla luego en privado, como hemos hecho siempre.

– Descuida -dijo el gigante-, pero ese famoso plan, ¿en qué consiste?

– !Chitón¡ -dijo Bouvila indicando con la mirada la puerta de la alcoba que camuflaban las cuentas-. Ya está aquí.

Su Santidad el Papa León XIII había decidido tomar de nuevo las riendas del asunto, salir al paso de ciertas corrientes de opinión y ciertas actitudes éticas que habían florecido al socaire de los tiempos modernos y que la conducta de su predecesor, S. S. Pío X, había propiciado. Con este fin "in mente" se encerró en sus aposentos. Que nadie me moleste, dijo al capitán de la guardia suiza encargado del turno de la noche. Escribió hasta el alba y dio al orbe la encíclica "Immortale Dei". Esto sucedía el año 1885; ahora, al cabo de más de treinta años, Onofre Bouvila recordaba aquel domingo de su niñez en que oyó la lectura de esta encíclica en la parroquia de San Clemente. Como correspondía a la importancia del texto, éste fue leído primero en latín. Los feligreses, todos los vecinos del valle, hombres y mujeres, grandes y chicos, sanos o enfermos, escucharon esta lectura de pie, con la cabeza agachada y las manos entrelazadas sobre el regazo.

Luego se santiguaron y se sentaron en los bancos de madera.

Esto producía siempre un gran estrépito, porque los bancos no estaban atornillados al suelo y las patas que los sostenían no eran iguales entre sí. Restablecido el silencio, el rector, aquel don Serafí Dalmau de cuyas manos Onofre había recibido las aguas bautismales, leyó de nuevo el texto infalible de la encíclica en castellano (el catalán no había sido introducido aún de nuevo en los ritos eclesiásticos; en Cataluña mucha gente creía en consecuencia que el castellano y el latín eran dos formas de una misma lengua, de origen divino) y luego trató sin éxito, pero con prolijidad, de desentrañar su sentido. Al lado de Onofre se sentaba su madre. Para asistir a la misa se había puesto el vestido de gala que tenía: un vestido negro, estampado, con unas flores diminutas que ahora creía estar viendo superpuestas a los partes de guerra que le llegaban del frente de Occidente, que le mantenían informado de los estragos causados por los submarinos alemanes en aguas del Atlántico, de la entrada de los Estados Unidos de América en la guerra europea. Le tocó la mano y cuando hubo obtenido su atención le preguntó qué era aquello. Una cosa que nos escribe el Papa, le dijo su madre, para que le obedezcamos en todo lo que dice. ¿Una carta?, volvió a preguntar; y ante el gesto afirmativo de su madre, ¿la ha traído el tío Tonet?, dijo. Claro, ¿quién si no?, musitó la madre. ¿Y nos la manda a nosotros expresamente?, preguntó de nuevo al cabo de un rato, cuando esta cuestión se le hizo presente. No seas bobo, replicó su madre; la manda al mundo entero. De nosotros no sabe nada, ni siquiera que existimos, añadió. Pero nos ama igual, replicó Onofre repitiendo lo que el rector le había inculcado a palmetazos.!Quién sabe¡, había replicado la madre. Hacía nueve años que su marido se había ido a Cuba; pero no era esto lo que en ese instante (y menos aún ahora en el recuerdo) ocupaba la mente de Onofre Bouvila: él sabía que el Papa vivía en Roma; a partir de ahí los conocimientos geográficos habían tenido que ser suplidos por la imaginación:

creía que Roma era un lugar remotísimo, un castillo o palacio inaccesible levantado sobre una montaña mil veces más alta que las que circundaban el valle, a donde sólo se podía llegar atravesando el desierto a lomos de estas tres bestias:

caballo, camello o elefante. Estas imágenes provenían de las ilustraciones del libro de Historia Sagrada que el rector usaba para cimentar sus enseñanzas. Que de un lugar tan quimérico el Santo Padre hiciera llegar su carta en un tiempo brevísimo a la humilde parroquia de San Clemente, cuya existencia misma ignoraba, era lo que entonces le había llenado de estupor. Ahora recordando el hecho le invadía el mismo estupor de entonces.!Esto es poder¡, exclamaba en voz baja, sabiéndose a solas en su despacho. Sólo este poder omnipresente podía alzar diques a las fuerzas de la subversión que amenazaban al mundo. Pero este mismo poder había estado reservado exclusivamente a la Iglesia y la Iglesia parecía dormida sobre sus laureles, desgarrada por disidencias intestinas, sin rumbo ni timonel. Y sin embargo sólo la Iglesia podía penetrar hasta el más recóndito lugar; hasta en el rincón más diminuto del hogar más solitario, de la choza más mísera del globo terráqueo había una estampa prendida a la pared, una invocación que presuponía aceptación y obediencia.

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