El cuento n?mero trece
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Entre mentiras, recuerdos e imaginaci?n se teje la vida de la se?ora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en a?os que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cu?nteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el d?a en que Vida Winter muera sabremos qu? secretos encerraba ?l cuento n?mero trece, una historia que nadie se hab?a atrevido a escribir.
Despu?s de cinco a?os de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los cr?ticos con una primera novela que pronto s? convertir? en un cl?sico.
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Criptografía submarina
Regresé a mis habitaciones, con los pies avanzando con la misma lentitud que mis pensamientos. Nada tenía sentido. ¿Por qué había muerto John-the-dig? Porque alguien había toqueteado el seguro de la escalera de mano. No pudo ser el muchacho. De acuerdo con la historia de la señorita Winter, tenía una coartada clara: mientras John y su escalera salían volando desde la balaustrada hasta chocar contra el suelo, el muchacho estaba contemplando el cigarrillo de la señorita Winter sin atreverse a pedirle una calada. Por tanto, tuvo que ser Emmeline. Pero nada en la historia indicaba que Emmeline fuera capaz de algo así. Ella era una niña inofensiva, la propia Hester lo decía. Y la señorita Winter lo había expresado con claridad. No, no fue Emmeline. Entonces, ¿quién? Isabelle estaba muerta. Charlie había desaparecido.
Entré en mi habitación y me detuve frente a la ventana. La oscuridad era impenetrable; en el cristal solo aparecía mi reflejo, una sombra pálida a través de la cual se podía ver la noche.
– ¿Quién? -le pregunté.
Finalmente escuché la voz en mi cabeza, queda y persistente, que había estado intentando desoír: Adeline.
«No», dije.
«Sí», dijo la voz. Adeline.
No podía ser. Los gritos de dolor por John-the-dig seguían frescos en mi mente. Nadie podría llorar así por un hombre al que ha matado, ¿o sí? Nadie podría asesinar a un hombre al que quiere lo suficiente para derramar todas esas lágrimas, ¿o sí?
Pero la voz en mi cabeza me narró, episodio tras episodio, la historia que tan bien conocía. La violencia en el jardín de las figuras, cada acometida de las tijeras de podar un golpe en el corazón de John; los ataques contra Emmeline, los tirones de pelo, las palizas y mordiscos; el bebé arrancado del cochecito y abandonado a su suerte, para que muriera o fuera encontrado. Una de las gemelas no estaba muy bien de la cabeza, decían en el pueblo. Hice memoria y cavilé. ¿Era posible? ¿Habían sido las lágrimas que acababa de presenciar lágrimas de culpa, lágrimas de remordimiento? ¿Había estado abrazando y consolando a una asesina? ¿Era ese el secreto que la señorita Winter había estado ocultando al mundo durante toda su vida? Me asaltó una desagradable sospecha. ¿Era esa la intención de la señorita Winter contándome su historia, que la compadeciera, que la exonerara, que la perdonara? Sentí un escalofrío.
De una cosa por lo menos estaba segura: la señorita Winter había querido a John-the-dig; no podía ser de otro modo. Recordé su cuerpo, convulso y atormentado, apretado contra el mío, y comprendí que solo un amor truncado podía generar semejante desesperación. Recordé a la niña Adeline tendiendo una mano a John y a su soledad después de la muerte del ama, devolviéndolo a la vida al pedirle que le enseñara a podar las figuras del jardín.
El jardín que ella había destruido.
Mis ojos erraron por la oscuridad al otro lado de la ventana, por el magnífico jardín de la señorita Winter. ¿Era el jardín su homenaje a John-the-dig? ¿Su penitencia por el daño que había causado?
Me froté los ojos cansados y supe que debía acostarme, pero estaba demasiado cansada para conciliar el sueño. Si no hacía algo para detenerla, mi mente se pasaría toda la noche dando vueltas en círculos. Decidí darme un baño.
Mientras esperaba a que la bañera se llenara, busqué algo en qué ocupar la mente. Una bola de papel asomando por debajo del tocador llamó mi atención. La desplegué y la alisé. Era un renglón de caligrafía fonética.
En el cuarto de baño, con el agua como ruido de fondo, hice algunos intentos fugaces de encontrar sentido a la serie de símbolos, acompañada en todo momento por la sensación debilitante de que no había captado con precisión los sonidos emitidos por Emmeline. Visualicé el jardín iluminado por la luna, las contorsiones de las avellanas de bruja, el rostro grotesco y apremiante; volví a oír la voz entrecortada de Emmeline. Pero por mucho que me esforzaba, no conseguía recordar sus sonidos.
Me metí en la bañera, dejando en el borde el pedazo de papel. El agua, caliente en los pies, en la piernas, en la espalda, se enfrió al entrar en contacto con la mácula en mi costado. Con los ojos cerrados, me deslicé bajo la superficie. Orejas, nariz, ojos, la cabeza al completo. El agua me repicó en los oídos, el pelo se separó de las raíces.
Salí en busca de aire y volví a sumergirme. Otra vez aire y agua.
Sueltas, como envueltas en agua, en mi cabeza empezaron a flotar ideas. Sabía lo suficiente sobre el lenguaje de gemelos para saber que nunca es un lenguaje inventado en su totalidad. En el caso de Emmeline y Adeline, su lenguaje estaría basado en el inglés o el francés, quizá contuviera elementos de ambos.
Aire. Agua.
La introducción de distorsiones; en la entonación, tal vez, o en las vocales. Y a veces un efecto extra, añadido para camuflar el significado, no para transmitirlo.
Aire. Agua.
Un rompecabezas. Un código secreto. Una criptografía. No podía ser tan complicado como los jeroglíficos egipcios o la lineal B micénica. ¿Cuál sería el proceso que debía seguir? Examina cada sílaba por separado. Cada sílaba podría ser una palabra o parte de una palabra. Retira primero la entonación. Juega con la acentuación. Experimenta alargando, acortando y allanando los sonidos vocales. Acto seguido, ¿que te sugiere la sílaba en inglés? ¿Y en francés? ¿Y si la excluyeras y jugaras con las sílabas colindantes? Existiría un vasto número de combinaciones posibles. Miles. Pero no sería un número infinito. Un ordenador podría hacerlo. También un cerebro humano, si dispusiera de uno o dos años.
Los muertos están bajo tierra.
¿Qué? Me senté de golpe. Las palabras me habían llegado de la nada y ahora me aporreaban dolorosamente el pecho. Carecían de sentido. ¡No podía ser!
Temblando, alargué una mano hasta el borde de la bañera, donde había dejado el trozo de papel, y me lo acerqué a los ojos. Lo examiné. Mis anotaciones, mis símbolos y signos, mis garabatos y mis puntos no estaban. Habían estado descansando en un charco de agua y se habían ahogado.
Traté de recordar los sonidos tal como me habían llegado debajo del agua, pero se habían borrado de mi memoria. Lo único que podía recordar era el rostro tenso y concentrado de Emmeline y las cinco notas que había entonado mientras se alejaba.
Los muertos están bajo tierra . Palabras que habían penetrado en mi mente ya formadas y se habían marchado sin dejar rastro. ¿De dónde habían salido? ¿De qué tretas se había valido mi mente para pergeñar esas palabras?
Yo no creía realmente que Emmeline hubiera dicho eso, ¿verdad?
«Vamos, sé razonable», me dije.
Alcancé el jabón y decidí expulsar de mi cabeza esas alucinaciones submarinas.
Mechones
En casa de la señorita Winter nunca miraba el reloj. Para los segundos contaba con las palabras; los minutos eran renglones de caligrafía en lápiz. Once palabras por renglón, veintitrés renglones por hoja, he ahí mi nueva cronometría. Paraba regularmente para hacer girar la manivela del sacapuntas y observar las virutas de madera con carboncillo columpiarse hasta la papelera; esas pausas marcaban mis «horas».
Tan absorta me tenía la historia que estaba escuchando y escribiendo que no deseaba nada más. Mi propia vida había quedado reducida a la nada. Mis pensamientos diurnos y mis sueños nocturnos estaban habitados por seres que pertenecían al mundo de la señorita Winter, no al mío. Eran Hester y Emmeline, Isabelle y Charlie quienes vagaban por mi imaginación, y Angelfield era el lugar al que siempre volvían mis pensamientos.
La verdad era que no me molestaba renunciar a mi vida. Sumergirme hasta las profundidades de la historia de la señorita Winter era un modo de dar la espalda a mi propia historia. Sin embargo, no es tan fácil olvidarse de sí mismo. Por mucho que insistiera en mi ceguera, no podía escapar al hecho de que ya era diciembre. En el fondo de mi mente, en la linde de mi sueño, en los márgenes de las hojas que tan frenéticamente llenaba con palabras, era consciente de que había comenzado la cuenta atrás y sentía la aproximación implacable de mi cumpleaños.
El día siguiente a la noche de las lágrimas no vi a la señorita Winter. Se quedó en cama y solo recibió a Judith y al doctor Clifton. Lo agradecí. Tampoco yo había pasado una buena noche. Un día después, no obstante, me mandó llamar. Fui a su sencilla habitación y la encontré acostada.
Me pareció que sus ojos habían aumentado de tamaño. No llevaba maquillaje. Tal vez su medicación se hallara en su momento de máxima efectividad, porque el caso es que la señorita Winter irradiaba una tranquilidad que no le había visto hasta entonces. No me sonrió, pero cuando levantó la vista vi amabilidad en sus ojos.
– No necesitará la libreta ni el lápiz -dijo-. Hoy quiero que haga otra cosa por mí.
– ¿Qué?
Judith entró. Extendió una sábana en el suelo, arrastró la silla de ruedas desde la habitación contigua y sentó en ella a la señorita Winter. Trasladó la silla hasta el centro de la sábana y la giró para que la señorita Winter pudiera mirar por la ventana. Luego le colocó una toalla sobre los hombros y desplegó sobre ella la mata de pelo naranja.
Antes de irse me tendió unas tijeras.
– Buena suerte -dijo con una sonrisa.
– ¿Qué se supone que debo hacer? -le pregunté a la señorita Winter.
– Cortarme el pelo, naturalmente.
– ¿Cortarle el pelo?
– Sí. No ponga esa cara. No tiene ningún secreto.
– Pero no sé cómo se hace.
– Solo tiene que coger las tijeras y cortar. -Suspiró-. No me importa cómo lo haga. No me importa cómo quede. Sencillamente deshágase de él.
– Pero yo…
– Por favor.
Me coloqué a regañadientes detrás de la señorita Winter. Después de dos días en cama, su pelo era una maraña de hirsutas hebras naranjas. Estaba seco, tan seco que temí que crujiera, y salpicado de pequeños enredos.
– Será mejor que lo cepille primero.
Estaba demasiado enredado. Aunque la señorita Winter no dejaba escapar una sola queja, yo notaba que se encogía con cada cepillada. Decidí que sería más piadoso cortar directamente los nudos y dejé el cepillo a un lado.
Con timidez, di el primer tijeretazo. Unos pocos centímetros, hasta la mitad de la espalda. Las hojas atravesaron limpiamente el cabello y los pedazos aterrizaron en la sábana.