En el camino

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En el camino
Название: En el camino
Автор: Kerouac Jack
Дата добавления: 16 январь 2020
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En el camino - читать бесплатно онлайн , автор Kerouac Jack

"On the Road", la novela que el c?lebre escritor norteamericano Jack Kerouac (1922-1969) public? en 1957, narra cuatro viajes que ?l mismo realiz? entre 1947 y 1949. El enorme ?xito que la obra tuvo entre los desarropados miembros de su generaci?n contribuy? enormemente a popularizar la Ruta 66, a pesar de no tratarla sino de pasada.

El amor a los viajes, mejor cuanto m?s locos e imprevisibles, que su autor compart?a con gran parte de sus contempor?neos, queda perfectamente definido en las narraciones que contiene. De esta forma resulta l?gico el hecho de que no se conceda una especial atenci?n al camino seguido en los viajes, ya que lo realmente importante es la forma en que suceden y las experiencias que aportan al viajero.

Toda una generaci?n, llamada Beat Generation, tuvo en el libro su Biblia y en el viaje su camino. La Ruta 66 jug? un papel importante en este planteamiento, llen?ndose de "hipsters", como eran conocidos los j?venes de la ?poca, haciendo autostop o conduciendo enloquecidamente en coches destartalados.

Algunos a?os despu?s, esta generaci?n que llamaron "Beat" (perdida) y muchos de sus miembros, evolucionar?a hasta lo que ahora conocemos como Epoca Hippie.

Sin embargo, esa pasi?n por viajar que reflej? "On The Road" queda mejor expresada en el primero de los viajes, que condujo a Kerouac desde Nueva York hasta San Francisco, y de all? a Los Angeles, siguiendo la Ruta 6 llamada Ruta del Noroeste, en verano de 1947.

Despu?s de haber estado varios meses planeando su descubrimiento del Oeste, Kerouac decidi? hacer gran parte del viaje en autostop para "charlar con el pa?s adem?s de verlo".

En Chicago extrajo una primera conclusi?n de su viaje, al darse cuenta de que la ciudad era en esencia igual que cualquier otra que ya conociera: comprendi? que estaba buscando algo, "lo que fuera", del mismo modo que otros muchos miembros de su generaci?n.

Al despertar en un sucio hotel de Iowa se descubri? diferente, nuevo, y tom? conciencia de la misi?n de su futura obra literaria: descubrir qui?n era aquel nuevo Jack Kerouac, buscador de Am?rica y de su propia identidad.

Todo el viaje supuso para Kerouac un aprendizaje continuo, un observarlo todo y extasiarse ante peque?os detalles, donde encontraba el verdadero significado de las cosas y de las personas. El aspecto de un vaquero, la risa de un hombre en un bar, las historias de los vagabundos con los que compart?a en autostop la caja de alg?n cami?n.

Estudiando la naturaleza de su pa?s, de las diferencias y los parecidos que un?an a sus pobladores, avanz?, casi siempre solo y combinando el autostop con trayectos en autob?s, por Nebraska y Wyoming hasta Denver, donde pas? diez d?as con varios de sus amigos.

Continu? en autob?s hasta San Francisco donde trabaj? como guarda de seguridad una temporada y luego continu? viaje hacia Los Angeles, primero en autostop y luego en autob?s. Pas? dos semanas con una joven mexicana a la que conoci? en la estaci?n, y con la que incluso plane? regresar por la ruta 66. Pero al final regres? solo.

Despu?s de pasar por Hollywood, Jack prepar? diez bocadillos de salami en un aparcamiento y tom? un autob?s que segu?a la Ruta 66. A lo largo de todo el sudoeste, continu? su contemplaci?n de la vida americana y los cambios de su continente. Lleg? a Pensilvania con veinticinco centavos y continu? en autostop de regreso a Nueva York.

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– No te preocupes por mí, tío, aquí me encuentro muy bien. Me perdiste aquella noche en Detroit, era en agosto de mil novecientos cuarenta y nueve, ¿recuerdas? ¿Con qué derecho vienes ahora a perturbar mi sueño dentro de este cubo de basura?

En 1942 fui la estrella de uno de los dramas más asquerosos de todos los tiempos. Era marinero y fui al Café Imperial, en Scollay Square, Boston, a tomar un trago; me bebí sesenta cervezas y fui al retrete donde me abracé a la taza y me quedé dormido. Durante la noche por lo menos un centenar de marinos y de individuos diversos fueron al retrete y soltaron sus excrementos encima de mí hasta que me dejaron irreconocible. Pero ¿qué importaba…? El anonimato en el mundo de los hombres es mejor que la fama en los cielos, porque, ¿qué es el cielo? ¿qué es la tierra? Todo ilusión.

Al amanecer, Dean y yo salimos dando tumbos de aquella cámara de los horrores y fuimos en busca de un coche a la agencia de viajes. Tras pasar gran parte de la mañana en bares de negros, siguiendo tías y escuchando jazz en las máquinas de discos, hicimos ocho kilómetros en autobuses de cercanías con nuestro disparatado equipaje y llegamos a casa de un hombre que nos cobraba cuatro dólares a cada uno por llevarnos a Nueva York. Era un individuo maduro, rubio, con gafas, mujer e hijo, y una buena casa. Esperamos en la entrada mientras se preparaba. Su amable esposa, con un mandil de cocina encima del vestido, nos ofreció café, pero estábamos demasiado ocupados hablando. Por entonces Dean estaba tan agotado y fuera de quicio que le gustaba todo lo que veía. Estaba llegando a otro frenesí santo. Sudaba y sudaba. Cuando estuvimos en el coche, un Chrysler nuevo, e íbamos ya rumbo a Nueva York, aquel pobre tipo se dio cuenta de que llevaba a un par de locos, pero hizo de tripas corazón y de hecho se acostumbró a nosotros y cuando pasábamos por el Briggs Stadium habló de la próxima temporada de los Tigres de Detroit.

Durante la brumosa noche pasamos por Toledo y nos adentramos en el viejo Ohio. Comprendí que estaba empezando a andar de un lado a otro de América como si fuera un miserable viajante: viajes duros, malos productos, trucos gastados y ninguna venta. El hombre se cansó de conducir en las cercanías de Pennsylvania y Dean cogió el volante y llevó al coche el resto del viaje hasta Nueva York. Empezamos a oír en la radio el programa de Symphony Sid con las últimas novedades bop, y ya estábamos llegando a la más grande y definitiva ciudad de América. Llegamos por la mañana temprano. Times Square estaba muy agitado: Nueva York nunca descansa. Al pasar buscamos automáticamente a Hassel.

Una hora después, Dean y yo estábamos en el nuevo apartamento de mi tía en Long Island, y mientras subíamos la escalera la encontramos discutiendo de precios con unos pintores que eran amigos de la familia.

– Sal -dijo mi tía-. Dean puede quedarse unos pocos días, pero después tendrá que irse, ¿me entiendes?

El viaje había terminado. Dean y yo dimos una vuelta aquella noche entre los depósitos de petróleo y los puentes del ferrocarril y las luces para la niebla de Long Island. Recuerdo que Dean se detuvo junto a un farol del alumbrado.

– Cuando lleguemos a ese otro farol te contaré algo, Sal, pero ahora estoy entre paréntesis finalizando el desarrollo de una nueva idea y sólo cuando lleguemos al siguiente volveré a ocuparme del tema original, ¿de acuerdo?

Claro que estaba de acuerdo. Estábamos tan acostumbrados a viajar que recorrimos Long Island entero hasta que nos encontramos con que no había más tierra, sólo el océano Atlántico, así que no podíamos seguir más allá. Nos estrechamos la mano y acordamos que seríamos amigos para siempre.

Cinco noches después fuimos a Nueva York a una fiesta y conocí a una chica que se llamaba Inez y le dije que tenía un amigo al que debería conocer. Estaba borracho y le dije que era un vaquero.

– ¡Oh! ¡Siempre he querido conocer a un vaquero! -exclamó ella.

– ¡Dean! -grité por toda la fiesta… Estaban allí Ángel Luz García, el poeta; Walter Evans; Víctor Villanueva, el poeta venezolano; Jinny Jones, de quien en otro tiempo había estado enamorado; Carlo Marx; Gene Dexter; y muchísimos más…

– .¡Dean! Ven aquí tío.

Dean se acercó tímidamente. Una hora después, en la borrachera y animación de la fiesta («es para celebrar la terminación del verano, claro»), Dean estaba arrodillado en el suelo hablando con Inez y prometiéndole de todo y sudando. Ella era una morena alta y muy sexy -«como pintada por Degas»- como dijo García, y habitualmente tenía el aspecto de una hermosa cocotte parisina. En cuestión de días los dos estaban tratando con Camille por medio de llamadas de larga distancia a San Francisco de los papeles del divorcio. Querían casarse. Pero no fue sólo eso. Pocos meses depués, Camille dio a luz al segundo hijo de Dean, resultado de sus relaciones de unas pocas noches a principios de año. Y en cuestión de otros pocos meses, Inez tuvo también un niño. Con otro hijo ilegítimo en alguna parte del Oeste, Dean era padre de cuatro hijos y no tenía ni un centavo y todos eran problemas y éxtasis y agitación y anfetas, como lo había sido siempre. Total, que no fuimos a Italia.

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