El Reino Del Dragon De Oro
El Reino Del Dragon De Oro читать книгу онлайн
La estatua del Drag?n de Oro permanece oculta en un reino peque?o y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y seg?n cuenta la leyenda, este magn?fico objeto, un poderoso instrumento de adivinaci?n incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Drag?n de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las monta?as y los valles del Himalaya en compa??a de nuevos amigos. Pero la pluma m?gica de Allende tambi?n nos descubre el valor y la sencillez de las ense?anzas budistas a trav?s del lama Tensing, maestro y gu?a espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasi?n, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espl?ndida, para lectores de todas las edades.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Es un héroe, el mismo que subió hace unos años en helicóptero al Everest, para salvar a unos escaladores.
– Recuerdo el caso, el hombre es muy famoso, lo entrevistamos para el International Geographic -comentó Kate.
– Tal vez logremos comunicarnos con él y traerlo en las próximas horas -dijo el general.
Myar Kunglung no sospechaba que ese piloto había sido contratado con mucha anterioridad por el Especialista y ese mismo día volaba desde Nepal hacia las cumbres del Reino Prohibido.
La columna compuesta por Tensing, Dil Bahadur, Alexander, Nadia con Borobá en el hombro y los diez guerreros yetis se aproximó al acantilado donde se alzaban las antiguas ruinas de piedra de Chenthan Dzong. Los yetis, muy excitados, gruñían, repartían empujones y se daban mordiscos amistosos entre ellos, preparándose con gusto para el placer de una batalla. Hacía muchos años que esperaban una ocasión de divertirse en serio como la que ahora se les presentaba. Tensing debía detenerse de vez en cuando para calmarlos.
– Maestro, creo que por fin me acuerdo dónde he escuchado antes el idioma de los yetis: en los cuatro monasterios donde me enseñaron el código del Dragón de Oro -susurró Dil Bahadur a Tensing.
– Tal vez mi discípulo recuerde también que en nuestra visita al Valle de los Yetis le dije que había una razón importante por la cual estábamos allí -replicó el lama en el mismo tono.
– ¿Tiene que ver con la lengua de los yetis?
– Posiblemente… -sonrió Tensing.
El espectáculo era sobrecogedor. Se encontraban rodeados de impresionante belleza: cumbres nevadas, enormes rocas, cascadas de agua, precipicios cortados a pique en los montes, corredores de hielo. Al ver aquel paisaje Alexander Cold comprendió por qué los habitantes del Reino Prohibido creían que la cima más alta de su país, a siete mil metros de altura, era el mundo de los dioses. El joven americano sintió que se llenaba por dentro de luz y de aire limpio, que algo se abría en su mente, que minuto a minuto cambiaba, maduraba, crecía. Pensó que sería muy triste dejar ese país y regresar a la mal llamada civilización.
Tensing interrumpió sus cavilaciones para explicarle que los dzongs, o monasterios fortificados, que sólo existían en Bután y en el Reino del Dragón de Oro, eran una mezcla de convento de monjes y caserna de soldados. Se alzaban en la confluencia de los ríos y en los valles, para proteger a los pueblos de los alrededores. Se construían sin planos ni clavos, siempre de acuerdo con el mismo diseño. El palacio real en Tunkhala fue originalmente uno de estos dzongs, hasta que las necesidades del gobierno obligaron a ampliarlo y modernizarlo, convirtiéndolo en un laberinto de mil habitaciones.
Chenthan Dzong era una excepción. Se levantaba sobre una terraza natural tan escarpada, que era difícil imaginar cómo llevaron los materiales y construyeron el edificio, que resistió tormentas invernales y avalanchas durante siglos, hasta que fue destruido por el terremoto. Existía un angosto sendero escalonado en la roca, pero se usaba muy poco, porque los monjes tenían escaso contacto con el resto del mundo. Ese camino, prácticamente tallado en la montaña, contaba con frágiles puentes de madera y cuerdas, que colgaban sobre los precipicios. La ruta no se usaba desde el terremoto y los puentes estaban en muy mal estado, con las maderas medio podridas y la mitad de las cuerdas cortadas, pero Tensing y su grupo no podían detenerse a considerar el peligro, puesto que no existía alternativa. Además, los yetis los cruzaban con la mayor confianza, porque habían pasado por allí en sus breves excursiones fuera de su valle en busca de alimento. Al ver los restos de un hombre al fondo de una quebrada adivinaron que Tex Armadillo y sus secuaces se les habían adelantado.
– El puente es inseguro, ese hombre se cayó -dijo Alexander, señalándolo.
– Hay huellas de caballo. Aquí debieron desmontar y soltar a los animales. Siguieron a pie, llevando el dragón en andas -observó Dil Bahadur.
– No imagino cómo los caballos llegaron hasta aquí. Deben ser como cabras -dijo Alexander.
– Posiblemente son corceles tibetanos, entrenados para trepar, resistentes y ágiles, y por lo tanto muy valiosos. Sus dueños deben tener muy buenas razones para abandonarlos -aventuró Dil Bahadur.
– Hay que cruzar -los interrumpió Nadia.
– Si los bandidos lo hicieron arrastrando el peso del Dragón de Oro, también podemos hacerlo nosotros -apuntó Dil Bahadur.
– Eso puede haber debilitado el puente aún más. Tal vez no sería mala idea probarlo antes de subirnos encima -determinó Tensing.
El abismo no era muy ancho, pero tampoco era suficientemente angosto como para usar las pértigas o bastones de madera de Tensing y el príncipe. Nadia sugirió amarrar a Borobá con una cuerda y mandarlo a probar el puente, pero el mono era muy liviano, de modo que no había garantía de que si él pasaba, también los demás pudieran hacerlo. Dil Bahadur examinó el terreno y vio que por fortuna al otro lado había una gruesa raíz. Alexander ató un extremo de su cuerda a una flecha y el príncipe la disparó con su precisión habitual, clavándola firmemente en la raíz. Alexander se ató la otra cuerda a la cintura y, sostenido por Tensing, se aventuró lentamente sobre el puente, probando cada trozo de madera con cuidado antes de poner su peso encima.
Si el puente cedía, la primera cuerda podría sostenerlo brevemente. No sabían si la flecha soportaría el peso, pero si no era así, la segunda cuerda podría impedir que cayera al vacío. En ese caso, lo más importante era no estrellarse como un insecto contra las paredes laterales de roca. Esperaba que su experiencia como escalador lo ayudaría.
Paso a paso Alexander atravesó el puente. Iba por la mitad cuando dos tablones se partieron y él resbaló. Un grito de Nadia resonó entre las cumbres, devuelto por el eco. Durante un par de minutos eternos nadie se movió, hasta que cesó el balanceo del puente y el joven pudo recuperar el equilibrio. Con mucha lentitud extrajo la pierna que quedó colgando del hueco entre los tablones rotos, luego se echó hacia atrás, sujeto de la primera cuerda, hasta que logró ponerse nuevamente de pie. Estaba calculando si continuar o retroceder, cuando oyeron un extraño ruido, como si la tierra roncara. La primera sospecha fue que se trataba de un temblor, como tantos que había en esas regiones, pero enseguida vieron que rodaban piedras y nieve desde la cima de la montaña. El grito de Nadia había provocado un alud.
Impotentes, los amigos y los yetis vieron el mortal río de peñascos precipitarse sobre Alexander y el delicado puente. No había nada que hacer, era imposible retroceder o avanzar.
Tensing y Dil Bahadur se concentraron automáticamente en enviar energía al muchacho. En otras circunstancias Tensing habría intentado la máxima prueba de un tulku como él, reencarnación de un gran lama: alterar la voluntad de la naturaleza. En momentos de verdadera necesidad, ciertos tulkus podían detener el viento, desviar tormentas, evitar inundaciones en tiempos de lluvia e impedir heladas, pero Tensing nunca había tenido que hacerlo. No era algo que se pudiera practicar, como los viajes astrales. En esta ocasión era tarde para tratar de cambiar el rumbo del alud y salvar al muchacho americano. Tensing utilizó sus poderes mentales para traspasarle la inmensa fuerza de su propio cuerpo.
Alexander sintió el rugido de la avalancha de piedras y percibió la nube de nieve que se levantó, cegándolo. Supo que iba a morir y la descarga de adrenalina fue como un tremendo golpe de electricidad, borrando todo pensamiento de su mente y dejándolo a merced sólo del instinto. Una energía sobrenatural lo embargó y en una milésima parte de tiempo, su cuerpo se transformó en el jaguar negro del Amazonas. Con un rugido terrible y un formidable salto llegó al otro lado del precipicio, aterrizando en sus cuatro patas de felino, mientras a sus espaldas caían estrepitosamente las piedras.
