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Conversaci?n En La Catedral

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Conversaci?n En La Catedral
Название: Conversaci?n En La Catedral
Автор: Llosa Mario Vargas
Дата добавления: 16 январь 2020
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Conversaci?n En La Catedral - читать бесплатно онлайн , автор Llosa Mario Vargas

Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.

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– Ni siquiera me reconoció -dijo Amalia-. ¿Acaso he cambiado tanto?

– Menos mal, menos mal -respiró Ambrosio como si le hubieran devuelto la vida; movía la cabeza, todavía compungido, y miraba la casa.

– Siempre con secretos, siempre con miedos -dijo Amalia-. Yo habré cambiado pero tú sigues idéntico.

Pero se lo decía sonriendo, para que viera que no lo estaba riñendo, que era jugando, y pensó qué contenta estás de verlo, bruta. Ahora Ambrosio se reía también y con sus manos daba a entender de la que nos salvamos, Amalia. Se acercó un poco más a ella y de repente le cogió la mano: ¿saldrían el domingo, se encontrarían en el paradero a las dos? Bueno, pues, el domingo.

– O sea- que don Fermín y don Cayo se han amistado -dijo Amalia-. O sea que don Fermín va a estar viniendo siempre. Cualquier día me va a reconocer.

– Al contrario, ahora sí que están peleados a muerte -dijo Ambrosio-. Don Cayo le está arruinando los negocios a don Fermín, porque es amigo de un General que quiso hacer una revolución.

Le estaba contando cuando en eso vieron el auto negro de don Cayo volteando la esquina, ahí está, corre, y Amalia se metió a la casa. Carlota la estaba esperando en la cocina, los ojazos locos de curiosidad: ¿lo conocía al chofer de ese señor?, de qué hablaron, qué te dijo, ¿era pintonsísimo, no? Ella le decía mentiras y en eso la señora la llamó: sube esta bandeja al escritorio, Amalia. Subió con las copas y ceniceros que bailaban, temblando, pensando el idiota de Ambrosio me ha contagiado sus miedos, si me reconoce qué me va a decir. Pero no la reconoció: los ojos de don Fermín la miraron un segundo sin mirarla y se desviaron. Estaba sentado y taconeaba, impaciente. Puso la bandeja en el escritorio y salió. Se quedaron encerrados una media hora. Discutían, hasta la cocina se oían las voces, muy fuertes, y la señora vino y juntó la puerta del repostero para que no pudieran oír. Cuando vio por la cocina que el auto de don Fermín partía, subió a recoger la bandeja. La señora y el señor conversaban en la sala. Qué gritos, decía la señora, y el señor: esta rata quería huir cuando creyó que se hundía el barco, ahora las está pagando y no le gusta. ¿Con qué derecho le decía rata a don Fermín que era mucho más decente y bueno que él?, pensó Amalia. Seguro le tendría envidia y Carlota cuéntame, quién era, qué se decían.

– YO también estoy en este cargo porque me lo pidió el Presidente -dijo el doctor Arbeláez, suavizando la voz y él pensó bueno, hagamos las paces-. Estoy tratando de realizar una labor positiva y…

– Todo lo positivo de este Ministerio lo hace usted, doctor -dijo él, con energía-. Yo me ocupo de lo negativo. No, no estoy bromeando, es cierto. Le aseguro que le hago un gran servicio, eximiéndolo de todo lo que se refiere a la baja policía.

– No he querido ofenderlo, don Cayo -el mentón del doctor Arbeláez no temblaba ya.

– No me ha ofendido, doctor -dijo él-. Hubiera querido hacer esos cortes en el fondo de seguridad. Simplemente, no puedo. Lo va a comprobar usted mismo -El doctor Arbeláez cogió el expediente y se lo alcanzó.

– Guárdelo, no necesito que me demuestre nada, le creo sin pruebas -Trató de sonreír, separando apenas los labios-. Ya veremos qué inventamos para renovar esos patrulleros y comenzar las obras en Tacna y Moquegua.

Se dieron la mano, pero el doctor Arbeláez no se levantó a despedirlo. Fue directamente a su oficina y el doctor Alcibíades entró detrás de él.

– El Mayor y Lozano acaban de irse, don Cayo -le entregó un sobre-. Malos informes de México, parece.

Dos páginas a máquina, corregidas a mano, anotadas en los márgenes con letra nerviosa. El doctor Alcibíades le encendió el cigarrillo mientras él leía, despacio.

– Así que la conspiración avanza-se aflojó la corbata, dobló los papeles y los metió otra vez en el sobre-. ¿Eso les parecía tan urgente al Mayor y a Lozano?

– En Trujillo y Chiclayo ha habido reuniones de apristas y Lozano y el Mayor creen que tiene relación con la noticia de que ese grupo de exilados están listos para partir de México -dijo el doctor Alcibíades-. Han ido a hablar con el Mayor Paredes.

– Ojalá vinieran esos pájaros al país, para echarles mano -dijo él, bostezando-. Pero no vendrán. Ésta es la décima o undécima vez ya, doctorcito, no se olvide. Dígales al Mayor y a Lozano que nos reuniremos mañana. No hay apuro.

– Los cajamarquinos llamaron para confirmar la reunión a las cinco, don Cayo.

– Sí, está bien -sacó un sobre de su maletín y se lo entregó-. ¿Quiere averiguarme en qué estado anda este trámite? Es una denuncia de tierras en Bagua. Vaya personalmente, doctorcito.

– Mañana mismo, don Cayo -el doctor Alcibíades hojeó el memorándum, asintiendo-. Sí, cuántas firmas faltan, qué informes, ya veo. Muy bien, don Cayo.

– Ahorita llegará la noticia de que ha desaparecido la plata de la conspiración -sonrió él, observando el sobre del Mayor y Lozano-. Ahorita los comunicados de los líderes acusándose unos a otros de traidores y de ladrones. Uno se aburre a veces de que pasen siempre las mismas cosas ¿no?

El doctor Alcibíades asintió y educadamente sonrió.

– ¿Que por qué me parece usted tan honrado y tan decente? -dijo Ambrosio-. Vaya, no me haga preguntas tan difíciles, don.

– ¿De veras me van a destinar a cuidar al señor Bermúdez, señor Lozano? -dijo Ludovico.

– Estás que revientas de felicidad -dijo el señor Lozano-. Esto te lo has trabajado muy bien con Ambrosio ¿no?

– No vaya usted a creer que yo no quiero trabajar con usted, señor Lozano -dijo Ludovico-. Lo que pasa es que con el negro nos hemos hecho tan amigos, y él me dice siempre por qué no haces que te cambien y yo no, con el señor Lozano estoy feliz. A lo mejor Ambrosio hizo la gestión por propia iniciativa, señor.

– Está bien -se echó a reír el señor Lozano-. Esto es un ascenso para ti y me parece justo que quieras mejorar.

– Bueno, comenzando por su manera de hablar de la gente -dijo Ambrosio-. Usted no para insultando a todo el mundo apenas le vuelven la espalda, como don Cayo. Usted no raja de nadie, de todos habla bien, con educación.

– Le he hablado muy bien de ti a Bermúdez -dijo el señor Lozano-. Cumplidor, de agallas, que todo lo que le dijo el negro era cierto. No me vas a hacer quedar mal. Ya sabes, bastaba que yo le hubiera dicho no sirve, para que Bermúdez siguiera mi consejo. O sea que este ascenso se lo debes tanto al negro como a mí.

– Claro, señor Lozano -dijo Ludovico-. Cuánto se lo agradezco, señor. No sé cómo corresponderle, le digo.

– Yo sí -dijo el señor Lozano-. Portándote bien, Ludovico.

– Usted manda y yo ahí, a sus órdenes para lo que sea, señor Lozano.

– Metiéndote la lengua al bolsillo, además -dijo el señor Lozano-. Nunca has salido con el Forcito conmigo, no sabes qué es la mensualidad. Puedes corresponderme así ¿ves?

– Le juro que no necesitaba hacerme esa recomendación, señor Lozano -dijo Ludovico-. Le juro que estaba demás. Qué me cree usted, por favor.

– Tú sabes que de mí depende Que entres algún día al escalafón -dijo el señor Lozano-. O que no entres nunca, Ludovico.

– Y por su manera de tratarla, también -dijo Ambrosio-. Tan elegante, y haciendo siempre comentarios tan bonitos, tan inteligentes. Yo me lo quedo oyendo cuando usted habla con alguien, don.

– Ahí vienen ya Hipólito y el cholo Cigüeña -dijo Ludovico.

Subieron al Forcito y Ludovico estaba tan contento con la noticia del traslado que me metía contra el tráfico, le contó a Ambrosio después. El cholo Cigüeña repetía sus cuentos de siempre.

– Se descompusieron las cañerías y costó carísimo, señor Lozano. Además, la clientela disminuye cada día. Los limeños ya ni cachan, señor, y uno se va a la ruina.

– Bueno, como anda tan mal tu negocio, entonces no te importará que te lo cierre mañana -dijo el señor Lozano.

– Usted cree que son mentiras que invento para no entregarle la mensualidad, señor Lozano -protestó el cholo Cigüeña-. Pero no, aquí está, usted sabe que esto es sagrado para mí. Le cuento mis apuros sólo como amigo, señor Lozano, para Que usted sepa.

– Por su manera de tratarme a mí, también -dijo Ambrosio-. Por la forma como me oye, como me pregunta, como conversamos. Por la confianza que me da. Mi vida cambió desde que entré a trabajar con usted, don.

VII

EL DOMINGO Amalia se demoró una hora arreglándose y hasta Símula, siempre tan seca, le bromeó caramba, qué preparativos para la salida. Ambrosio estaba ya en el paradero cuando ella llegó y le apretó la mano tan fuerte que Amalia dio un gritito. Ay, se reía, contento, terno azul, una camisa tan blanca como sus dientes, una corbatita de motas rojas y blancas: siempre lo tenías saltón, Amalia, ahora también había estado dudando si me dejarías plantado. El tranvía vino semivacío y, antes de que ella se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para la reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones cuando no tienes miedo de que te vayan a chapar conmigo. Y él estaba contento porque se acordaba de otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en la mano y Ambrosio lo despachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil. La miró a los ojos, serio: ¿yo me porté mal, yo me fui con otra? Portarse mal era cuando uno dejaba a su mujer por otra, Amalia, nos peleamos porque no comprendiste lo que te pedí. Si no hubiera sido tan caprichosa, tan engreída, se habrían seguido viendo en la calle y trató de pasarle el brazo por el hombro pero Amalia se lo retiró: suéltame, te portaste mal, y se oyeron risitas. El tranvía se había llenado. Estuvieron un rato callados y después él cambió de conversación: irían un momentito a ver a Ludovico, Ambrosio tenía que hablarle, después se quedarían solos y harían lo que Amalia quisiera. Ella le contó cómo don Cayo y don Fermín alzaban la voz en el escritorio y que el señor dijo después que don Fermín era una rata. Rata será él, dijo Ambrosio, después de ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par de cuadras. Era aquí, Amalia, en la calle Chiclayo. Lo siguió hasta el fondo de un pasillo, lo vio sacar una llave.

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