Viernes o Los limbos del Pacifico
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Dec?a Jorge Luis Borges que el significado de una novela como El Quijote no pod?a ser el mismo en el siglo XVII que en el XX. Pues bien, ?ste es el reto que ha afrontado el laureado escritor franc?s Michel Tournier al retomar la historia de Robins?n Crusoe y reescribirla desde una sensibilidad contempor?nea.
Toda la fe, la inocencia, el positivismo y el arrogante etnocentrismo del h?roe de Daniel Defoe, se convierten en la obra de Michel Tournier en duda sistem?tica, en conciencia de las invisibles relaciones entre Robins?n y la naturaleza que le limita y le otorga su identidad, y de los complejos, sutiles, conflictivos lazos que le unen a su alter ego, Viernes, un personaje que ha dejado de ser el sumiso esclavo del h?roe, para convertirse en el imposible interlocutor de un poeta.
Viernes o Los limbos del Pac?fico constituye un texto sugerente, en el que las peripecias de su solitario protagonista dan pie a la reflexi?n conjunta de autor y lector sobre el sentido de la condici?n humana y de la civilizaci?n. La novela se cierra con un final consecuente y paradigm?tico: Viernes viajar? en el velero que le conducir? a la sociedad occidental, Robins?n, que descubre justo entonces la atrocidad que se esconde en los valores jer?rquicos de la cultura a la que pertenece, rehusa subir a bordo y asume su condici?n de n?ufrago, en la inesperada compa??a de un grumete que huye, como antes el salvaje Viernes, de la cruel compa??a de sus compa?eros de raza y de cultura.
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– Voy a mostrarte algo -le dijo para contener su emoción y sin saber ni siquiera él mismo a lo que se refería.
La isla, que se extendía a sus pies, se hallaba en parte cubierta por la bruma, pero hacia levante el cielo gris se hacía incandescente. En la playa, la yola y la piragua comenzaban a moverse de modo desigual, siguiendo las incitaciones de la marea que ascendía. Hacia el norte, un punto blanco huía hacia el horizonte.
Robinsón tendió el brazo en aquella dirección.
– Mírale bien. Probablemente no volverás a ver jamás eso: un navío en las aguas de Speranza.
El punto se borraba poco a poco. Al fin fue absorbido por la lejanía. Y fue entonces cuando el sol lanzó sus primeros dardos. Una cigarra chirrió. Una gaviota dio vueltas en el aire y se dejó caer en el espejo del agua. Volvió a salir a la superficie y se elevó batiendo las alas, con un pez de plata atravesado en el pico. En un instante el cielo se hizo cerúleo. Las flores que inclinaban hacia el oeste sus corolas cerradas giraron todas al tiempo sobre sus tallos, dirigiendo sus pétalos desparramados hacia levante. Los pájaros y los insectos llenaron el espacio con un concierto unánime. Robinsón había olvidado al niño. Irguiéndose con toda su altura, daba la cara al éxtasis solar con una alegría casi dolorosa. La irradiación que le envolvía le lavaba de las heridas mortales del día precedente y de la noche. Una espada de fuego penetraba en él y transverberó su ser entero. Speranza se desprendía de los velos de la bruma, virgen e intacta. En realidad, aquella larga agonía, aquella noche de pesadilla, no había sucedido. La eternidad, volviendo a tomar posesión de él, borraba aquellos lapsus de tiempo siniestro e irrisorio. Una profunda inspiración le colmó de un sentimiento de total saciedad. Su pecho se abombaba como un escudo de bronce. Sus piernas se apoyaban sobre la roca, macizas y firmes como columnas. La luz leonada le revestía de una armadura de juventud inalterable y le forjaba una máscara de cobre de una implacable regularidad y en ella brillaban dos ojos de diamante. Por fin el astro-dios desplegó toda su corona de crines rojas entre explosiones de címbalos y estridencias de trompetas. Unos reflejos metálicos se encendieron sobre la cabeza del niño.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Robinsón.
– Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia -añadió como para disculpar aquel difícil nombre.
– De ahora en adelante -le dijo Robinsón- te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.