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Los premios

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Los premios
Название: Los premios
Автор: Cortazar Julio
Дата добавления: 16 январь 2020
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Los premios читать книгу онлайн

Los premios - читать бесплатно онлайн , автор Cortazar Julio

Los Premios anticipa la fiesta de ingenio y trangresi?n que Rayuela supondr?a para la literatura en espa?ol. Los pasajeros que se embarcan en el Malcolm para un crucero de placer se ven envueltos en un misterio que tiene tanto de aleg?rico como de disparate colosal. La ilusi?n de un corte con la vida anterior, propia de los viajes, incita a este grupo de hombres y mujeres a lanzarse a la exploraci?n del enigma y al conocimiento mutuo. Y lo hacen con el aplicado entusiasmo de un juego, con la libertad y el riesgo que s?lo Cort?zar sabe concederle a sus personajes.

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– Sí, yo creo que sólo el señor Porrino y yo no temeríamos el ridículo a bordo -dijo Persio-. Y no porque seamos héroes. Pero el resto… Ah, el gris, qué color tan difícil, tan poco lavable…

Era un diálogo absurdo y Medrano se preguntó si todavía habría alguien en el bar; necesitaba un trago. Persio se mostró dispuesto a seguirlo, pero la puerta del bar estaba cerrada y se despidieron con alguna melancolía. Mientras sacaba su llave, Medrano pensó en el color gris y en que había abreviado a propósito su conversación con Persio, como si necesitara estar de nuevo solo. La mano de Claudia en el brazo del sillón… Pero otra vez esa leve molestia en la boca del estómago, esa incomodidad que horas atrás se había llamado Bettina pero que ya no era Bettina, ni Claudia, ni el fracaso de la expedición, aunque era un poco todo eso junto y algo más, algo que resultaba imposible aprehender v que estaba ahí, demasiado cerca y dentro para dejarse reconocer y atrapar.

Al paso locuaz de las señoras, que acudían para nada en especial antes de irse a dormir, siguió la presencia más ponderada del doctor Restelli, que explayó para ilustración de Raúl y López un plan que don Galo y él habían maquinado en hotas vespertinas. La relación social a bordo dejaba un tanto que desear, dado que varias personas apenas habían tenido oportunidad de alternar entre ellas, sin contar que otros tendían a aislarse, por todo lo cual don Galo y el que hablaba habían llegado a la conclusión de que una velada recreativa sería la mejor manera de quebrar el hielo, etcétera. Si López y Raúl prestaban su colaboración, como sin duda la prestarían todos los pasajeros en edad y salud para lucir alguna habilidad especial, la velada tendría gran éxito y el viaje proseguiría dentro de una confraternización más estrecha y más acorde con el carácter argentino, un tanto retraído en un comienzo pero de una expansividad sin límites una vez dado el primer paso.

– Bueno, vea -dijo López, un poco sorprendido-, yo sé hacer unas pruebas con la baraja.

– Excelente, pero excelente, querido colega -dijo el doctor Restelli-. Estas cosas, tan insignificantes en apariencia, tienen la máxima importancia en el orden social. Yo he presidido durante años diversas tertulias, ateneos y cooperadoras, y puedo asegurarles que los juegos de ilusionismo son siempre recibidos con el beneplácito general. Noten ustedes, además, que esta velada de acercamiento espiritual y artístico permitirá disipar las lógicas inquietudes que la infausta nueva de la epidemia haya podido provocar entre el elemento femenino. ¿Y usted, señor Costa, qué puede ofrecernos?

– No tengo la menor idea -dijo Raúl-, pero si me da tiempo para hablar con Paula, ya se nos ocurrirá alguna cosa.

– Notable, notable -dijo el doctor Restelli-. Estoy convencido de que todo saldrá muy bien.

López no lo estaba tanto. Cuando se quedó otra vez solo con Raúl (el barman empezaba a apagar las luces y había que irse a dormir), se decidió a hablar.

– A riesgo de que Paula vuelva a tomarnos el pelo, ¿qué le parecería otro viajecito por las regiones inferiores?

– ¿A esta hora? -dijo sorprendido Raúl.

– Bueno, ahí abajo no parece que el tiempo tenga mayor importancia. Evitaremos testigos y a lo mejor damos con el buen camino. Sería cuestión de probar otra vez el camino que siguieron el chico de Trejo y usted esta tarde. No sé muy bien por donde se baja, pero en todo caso muéstreme la entrada y voy solo.

Raúl lo miró. Este López, qué mal le sentaban las palizas. Lo que le hubiera encantado a Paula escucharlo.

– Lo voy a acompañar con mucho gusto -dijo-. No tengo sueño y a lo mejor nos divertimos. A López se le ocurrió que hubiera sido bueno avisarle a Medrano, pero pensaron que ya estaría en la cama. La puerta del pasadizo seguía sorprendentemente abierta, y bajaron sin encontrar a nadie.

– Ahí descubrí las armas -explicó Raúl-. Y aquí había dos lípidos, uno de ellos de considerables proporciones. Vea, la luz sigue encendida; debe ser una especie de sala de guardia, aunque más parece la trastienda de una tintorería o algo igualmente estrafalario. Ahí va.

Al principio no lo vieron, porque el llamado Orf estaba agachado detrás de una pila de bolsas vacías. Se enderezó lentamente, con un gato negro en brazos, y los mii;ó sin sorpresa pero con algún fastidio, como si no fuera hora de venir a interrumpirlo. Raúl volvió a desconcertarse ante el aspecto del pañol, que tenía algo de camarote y algo de sala de guardia. López se fijó en los mapas hipsométricos que le recordaron sus atlas de infancia, su apasionamiento por los colores y las líneas donde se reflejaba la diversidad del universo, todo eso que no era Buenos Aires.

– Se llama Orf -dijo Raúl, señalándole al marinero-. En general no habla. Hasdala -agregó amablemente, con un gesto de la mano.

– Hasdala -dijo Orf-. Les aviso que no pueden quedarse aquí.

– No es tan mudo, che -dijo López, tratando de adivinar la nacionalidad de Orf por el acento y el apellido. Llegó a la conclusión de que era más fácil considerarlo como un lípido a secas.

– Ya nos dijeron lo mismo esta tarde -observó Raúl, sentándose en un banco y sacando la pipa-. ¿Cómo sigue el capitán Smith?

– No sé -dijo Orf, dejando que el gato se bajara por la pierna del pantalón-. Sería mejor que se fueran.

No lo dijo con demasiado énfasis, y acabó sentándose en un taburete. López se había instalado en el borde de una mesa, y estudiaba en detalle los mapas. Había visto la puerta del fondo y se preguntaba si dando un salto podría llegar a abrirla antes que Orf se le cruzara en el camino. Raúl ofreció su tabaquera, y Orf aceptó. Fumaba en una vieja pipa de madera tallada, que recordaba vagamente a una sirena sin incurrir en el error de representarla en detalle.

– ¿Hace mucho que es marino? -preguntó Raúl-. A bordo del Malcolm, quiero decir.

– Dos años. Soy uno de los más nuevos.

Se levantó para encender la pipa con el fósforo que le ofrecía Raúl. En el momento en que López se bajaba de la mesa para ganar el Jado de la puerta, Orf levantó el banco y se le acercó. Raúl se enderezó a su vez porque Orf sujetaba el banco por una de las patas, y ese no era modo de sujetar un banco en circunstancias normales, pero antes de que López pudiera darse cuenta de la amenaza el marinero bajó el banco y lo plantó delante de la puerta, sentándose en él de manera que todo fue como un solo movimiento y tuvo casi el aire de una figura de ballet. López miró la puerta, metió las manos en los bolsillos y giró en dirección de Raúl.

– Orders are orders -dijo Raúl, encogiéndose de hombros-. Creo que nuestro amigo Orf es una excelente persona, pero que la amistad acaba allí donde empiezan las puertas, ¿eh, Orf?

– Ustedes insisten, insisten -dijo quejumbrosamente Orf-. No se puede pasar. Harían mucho mejor en…

Aspiró el humo con aire apreciativo.

– Muy buen tabaco, señor. ¿Usted lo compra en la Argentina este tabaco?

– En Buenos Aires lo compro este tabaco -dijo Raúl-. En Florida y Lavalle. Me cuesta un ojo de la cara, pero entiendo que el humo debe ser grato a las narices de Zeus. ¿Qué estaba por aconsejarnos, Orf?

– Nada -dijo Orf, cejijunto.

– Por nuestra amistad -dijo Raúl-. Fíjese que tenemos la intención de venir a visitarlo muy seguido, tanto a usted como a sü colega de la serpiente azul.

– Justamente, Bob… ¿Por qué no se vuelven de su lado? A mí me gusta que vengan -agregó con cierto desconsuelo-. No es por mí, pero si algo pasa…

– No va a pasar nada, Orf, eso es lo malo. Visitas y visitas, y usted con su banquito de tres patas delante de la puerta. Pero por lo menos fumaremos y usted nos hablará del kraken y del holandés errante.

Fastidiado por su fracaso, López escuchaba el diálogo sin ganas. Echó otro vistazo a los mapas, inspeccionó el gramófono portátil (había un disco de Ivor Novello) y miró a Raúl que parecía divertirse bastante y no daba señales de impaciencia. Con un esfuerzo volvió a sentarse al borde de la mesa; quizá hubiera otra posibilidad de llegar por las buenas a la puerta. Orf parecía dispuesto a hablar, aunque seguía en su actitud vigilante.

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