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El Misterio De La Cripta Embrujada

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El Misterio De La Cripta Embrujada
Название: El Misterio De La Cripta Embrujada
Автор: Mendoza Eduardo
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 313
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El Misterio De La Cripta Embrujada - читать бесплатно онлайн , автор Mendoza Eduardo

El protagonista se encuentra en un manicomio encerrado. Entonces, el comisario Flores y la monja del colegio de las Madres Lazarista, lo sacan del manicomio a cambio de que ?l descubra que pasa con las ni?as que desaparecen en el colegio. Cundo sale del manicomio, va en busca de su hermana C?ndida, para que le ayude, pero esta no quiere, y cuando se va se encuentra con el novio de esta, el sueco. El que horas m?s tarde aparece muerto en la pensi?n donde se hospedaba el protagonista.

El protagonista, empieza a investigar y empieza por Isabel Peraplana y a Mercedes Negrer. La primera de ellas desapareci? hace seis a?os pero apareci? sin saber a donde hab?a ido. Esta no le cont? nada, pero cuando encontr? a Mercedes, se lo cont? todo, puesto que aquella noche sigui? a Isabel. Y se lo empez? a contar, cuando Isabel se iba, hab?a alguien que le abr?a las puertas, hasta llegar a la cripta, donde se hallaba un hombre con una daga que le travesaba. Entonces Mercedes se desmay?, y no recordaba nada de lo que pas? despu?s. Las expulsaron a las dos del colegio y a ella la hicieron ir a vivir al pueblo donde ahora se hallaban el protagonista y Mercedes.

El protagonista empez? a atar cabos. Un d?a que sigui? al Sr. Peraplana, que llevaba un bulto que meti? en el maletero. Era la hija del dentista. Por la noche el protagonista se introdujo al colegio, salteando a los perros que hab?a en el jard?n. All? empez? a buscar a la hija del dentista, y la encontr?. Le hizo oler ?ter, y la llev? a la cripta, pero la perdi? por dentro de la cripta. All? dentro, con el mareo del ?ter, el protagonista empez? a alucinar. Vio al muerto que le quer?an cargar, el sueco, y se desmay?. Cuando se despert?, estaban el comisario, el doctor que ten?a en el manicomio, Mercedes y las monjas. Mercedes hab?a llamado al comisario tal y como hab?an acordado ella y el protagonista. Luego, siguieron al comisario hasta el fin de la cripta, donde encontraron un funicular, al cual subieron y donde encontraron una mansi?n. Pero no encontraron nada, puesto que all? hac?a diez a?os que viv?a una familia.

El loco, cuenta que el Sr. Peraplana a?n estaba metido en negocios sucios, y ?l era el que hac?a que las ni?as fueran a la cripta y encontraran el cad?ver, puesto que anteriormente el colegio hab?a sido suyo, y como conoc?a la cripta, por donde entrar y salir lo tuvo f?cil, adem?s que lo mas seguro, fuera que el Sr. Peraplana tuviera a?n alguna llave. El comisario le dijo al protagonista, que no lo pod?an demostrar porque no ten?an pruebas. A pesar de que a ?l le quedaban algunos cabos que atar lo tuvo que dejar. Y volvi? a la rutina de siempre antes de salir del manicomio.

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Calló la monja y se hizo en el despacho del doctor Sugrañes el silencio. Me pregunté si eso sería todo. No parecía lógico que aquellas dos personas, abrumadas por sus respectivas responsabilidades, malgastaran tiempo y saliva en contarme semejante historia. Quise alentarles a que siguieran hablando, pero sólo conseguí bizquear de un modo horrible. La monja ahogó un grito y el comisario arrojó el resto del puro, en perfecta parábola, por la ventana. Transcurrió otro embarazoso minuto, al cabo del cual volvió a entrar el puro volando por la ventana, lanzado, con toda certeza, por uno de los asilados, que debió de pensar que se trataba de una prueba cuya resolución satisfactoria podía valerle la libertad.

Acabado el incidente del puro e intercambiadas entre el comisario y la monja miradas de inteligencia, el primero de ambos murmuró algo tan por lo bajo que no logré captarlo. Le supliqué que repitiera sus palabras y, si efectivamente lo hizo, fueron éstas:

– Que ha vuelto a suceder.

– ¿Qué es lo que ha vuelto a suceder? -pregunté.

– Que ha desaparecido otra niña.

– ¿Otra o la misma?

– Otra, imbécil -dijo el comisario-. ¿No te han dicho que a la primera la habían expulsado?

– ¿Y cuándo pasó esto?

– Ayer noche.

– ¿En qué circunstancias?

– Las mismas, salvo que todos los protagonistas eran distintos: la niña desaparecida, sus compañeras, la celadora, si así se llama, y la superiora, respecto de la cual reitero mi desfavorable opinión.

– ¿Y los padres de la niña?

– Y los padres de la niña, claro.

– No tan claro. Podía tratarse de una hermana menor de la primera.

El comisario acusó el golpe asestado a su orgullo.

– Podría, pero no es -se limitó a decir-. Sí sería, en cambio, necio negar que el asunto, pues cabe que nos encontremos ante dos episodios del mismo, o los asuntos, si son dos, desprenden un tufillo algo enojoso. Huelga asimismo decir que tanto yo como aquí la madre estamos ansiosos de que el asunto o asuntos ya mencionados se arreglen pronto, bien y sin escándalos que puedan empañar la ejecutoria de las instituciones por nosotros representadas. Necesitamos, por ello, una persona conocedora de los ambientes menos gratos de nuestra sociedad, cuyo nombre pueda ensuciarse sin perjuicio de nadie, capaz de realizar por nosotros el trabajo y de la que, llegado el momento, podamos desembarazarnos sin empacho. No te sorprenderá saber que tú eres esa persona. Antes te hemos insinuado cuáles podrían ser las ventajas de una labor discreta y eficaz, y dejo a tu criterio imaginar las consecuencias de un error accidental o deliberado. Ni de lejos te acercarás al colegio ni a los familiares de la desaparecida, cuyo nombre para mayor garantía, no te diremos; cualquier información que obtengas me la comunicarás sin tardanza a mí y sólo a mí; no tomarás otras iniciativas que las que yo te sugiera u ordene, según esté de humor, y pagarás cualquier desviación del procedimiento antedicho con mis iras y el modo habitual de desahogarlas. ¿Está bastante claro?

Como con esta ominosa admonición, a la que no se esperaba respuesta por mi parte, parecíamos haber coronado la cima de nuestra charla, el comisario pulsó de nuevo el botón del semáforo y no tardó en comparecer el doctor Sugrañes, que, me huelo yo, había aprovechado el tiempo libre para beneficiarse a la enfermera.

– Todo listo, doctor -anunció el comisario-. Nos llevamos a esta, ejem ejem, perla y en su debido momento le notificaremos el resultado de este interesante experimento psicopático. Muchas gracias por su amable colaboración y que siga usted bien. ¿Estás sordo, tú? -huelga decir que esto iba dirigido a mí, no al doctor Sugrañes-, ¿no ves que estamos saliendo?

Y emprendieron la marcha, sin darme siquiera ocasión de recoger mis escasos objetos personales, lo que no suponía una gran pérdida, y, peor aún, sin darme ocasión tampoco a ducharme, con lo cual la fetidez de mis emanaciones pronto impregnó el interior del coche-patrulla, que, entre bocinazos, sirenas y zarandeos, nos condujo en poco más de una hora al centro de la ciudad y, por ende, al final de este capítulo.

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