El Para?so en la otra esquina

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El Para?so en la otra esquina
Название: El Para?so en la otra esquina
Автор: Llosa Mario Vargas
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Para?so en la otra esquina - читать бесплатно онлайн , автор Llosa Mario Vargas

En esta novela de Vargas Llosa se nos invita a compartir los destinos y las historias. Y son historias en todo el sentido de la palabra, puesto que la obra est? basada en hechos reales y refleja sabidur?as muy interesantes del autor, por ejemplo, en los temas de pol?tica decimon?nica, rastreando en las utop?as de izquierda que embebieron a pensadores de aquellos tiempos, all? donde el novelista puede consagrarse a su conocida y reconocida labor de cr?tico pol?tico.

En la trama tenemos dos personajes que fueron importantes en su tiempo y a?n m?s despu?s, ya ritualizados por el culto ineludible. Flora Trist?n busca la felicidad o el bienestar de los dem?s, de la sociedad, lo considera como su misi?n. Pero, en la obra de Vargas, no se advierte demasiado que ello sea en bien mismo de aquella feminista y revolucionaria francesa y de origen hispano-peruano por l?nea paterna, quiz? con deliberaci?n, no se nos expone con suficiente explicitud, pues, que dicha misi?n le pueda otorgar la felicidad a ella misma que, ya en las alturas de su vida en que nos sit?a la narraci?n, descree, sobretodo, de la relaci?n ?ntima heterosexual. Es su apostolado, su peregrinaci?n de paria. En cambio, el nieto de la revolucionaria- m?s eg?tico, m?s hedonista, acaso m?s est?tico-, el destacado pintor franc?s (despu?s catalogado como postimpresionista) Paul Gauguin, que pasar?a su infancia en Lima, rodeado de su familia americana, busca la felicidad `El Para?so En La Otra Esquina `, de los juegos infantiles, en las musas art?sticas. El acotamiento hist?rico-novel?stico es, si se quiere, breve, pero est? muy bien descrito y se nota un contacto incluso material con los aspectos de la trama (se difundi?, vale decirlo, hace meses, una foto del autor junto a la lejana tumba de Gauguin).

El pintor, en su relativamente breve pero intenso -como toda su vida, seg?n la historia y seg?n la novela historiada- retiro polinesio, Flora Trist?n, en su gira por diversas ciudades francesas, en el a?o de su muerte. Ambos, sin embargo, quiz? para recordar m?s amplitudes de sus historias, tambi?n para basar mejor el relato, recuerdan cosas de su pasado. Gauguin a Van Gogh y su abandono de las finanzas por el arte, Flora, Florita, Andaluza, como le espeta el autor peruano en la novela, sus agrias peripecias con la causa de la revoluci?n y de la mujer, pero, m?s hondamente, con el sexo, con el distanciamiento del contacto corporal, excepto en una amante s?fica y polaca que parece inspirar m?s afecto que libido, y finalmente su acercamiento lento pero seguro a las causas ut?picas de las que luego ser? tan afectuosa como cr?tica.

Vargas Llosa se muestra muy eficaz cercando la historia en los dos tiempos precisos: Gauguin buscando lo paradis?aco-algo que la historia, al menos la art?stica, desvela como la efectiva b?squeda de su ser -y Flora Trist?n cumpliendo su misi?n, su ascesis, su afecto, hasta la misma muerte. Sin embargo, el escritor no nos deja en ayunas en cuanto al rico pasado m?s lejano de ambos, y nos introduce en ellos-siempre con interesantes minucias que parecen de historiador o cron?logo- como una a?eja fotograf?a que aparece repentinamente en la cadencia narrativa. La novela suele tener una sonoridad tropical y ex?tica conveniente a los dos personajes, que la llevaban en la sangre e incluso en la crianza. Gauguin muere en las Marquesas, rodeado de la exuberante vegetaci?n que acatan los Mares del Sur. Flora, la abuela del pintor, recuerda, bajo peruana pluma, su peruano exilio en Arequipa, este alejamiento, esta periferia narrativa, une a las sangres y a las vidas de las dos personas, de los dos personajes, y del escritor tanto americano como europeo que ahora es Mario Vargas Llosa.

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– ¿Tú crees, Florita? -murmuró el avaro-. ¿No bastarían unos dos mil?

– No, tío, debe usted darle cinco mil, para desarmarlo emocionalmente.

Don Pío le hizo caso. Desde entonces, consultó con Flora todas sus acciones en un conflicto en el que a él, como a todos los ciudadanos pudientes de Arequipa, sólo le interesaba no ser desvalijado por los bandos en pugna.

El coronel Althaus obtuvo su nombramiento como jefe de Estado Mayor del general Nieto, después de considerar ir a ponerse al servicio del adversario, el general San Román, que venía desde Puno con el ejército gamarrista a invadir Arequipa. Althaus hacía toda clase de confidencias a Flora, divirtiéndose a lo grande con la perspectiva de una guerra. Se burlaba con ferocidad del general Nieto, quien, con los cupos que hizo pagar en monedas contantes y sonantes a los propietarios de Arequipa -Flora vio desfilar por la calle Santo Domingo a estos contritos señores con sus talegas de dinero bajo el brazo, rumbo al cuartel general, la prefectura-, compró «dos mil ochocientos sables para un ejército de sólo seiscientos soldados, levados en las calles con sogas, que ni siquiera tenían zapatos».

A una legua de la ciudad fue instalado el campamento militar. Bajo la jefatura de Althaus, una veintena de oficiales instruían a los reclutas en el arte militar. En medio de ellos se paseaba, montado en una mula y arrebujado en una capa morada, con una carabina al hombro y una pistola en la cintura, el tétrico deán Valdivia. Pese a tener sólo treinta y cuatro años, estaba prematuramente envejecido. Flora pudo cambiar unas palabras con él, y llegó a la conclusión de que, probablemente, este cura filibustero era la única persona que combatía en esta revolución guiado por un ideal y no por intereses mezquinos. El deán Valdivia, luego de la instrucción, exhortaba a los soldados bostezantes, en vibrantes arengas, a luchar hasta la muerte en defensa de la Constitución y de la libertad, encarnadas en el Mariscal Orbegoso, en contra de «Gamarra y su rabona, la Mariscala», esos golpistas y subversores del orden democrático. Por la convicción con que hablaba, el deán Valdivia creía a pie juntillas lo que decía.

Junto al ejército regular, constituido por esos reclutas levados a la mala, había un batallón de jóvenes voluntarios, de las clases acomodadas de Arequipa. Se habían bautizado a sí mismos «los inmortales», otra muestra del hechizo que tenían aquí todas las cosas de Francia. Eran jóvenes de alta clase social y habían llevado al campamento sus esclavos y sirvientes, que los ayudaban a vestirse, les preparaban las comidas y los cruzaban en brazos los lodazales y el río. Cuando Flora visitó el campamento, le ofrecieron un banquete, con conjuntos de música y danzas indígenas. ¿Serían capaces de combatir estos muchachos de buena sociedad que, a simple vista, lucían en el campamento como en una de esas mundanas fiestas en que ocupaban su existencia? Althaus decía que la mitad de ellos, sí, combatirían y se harían matar, pero no por ideales sino para parecerse a los héroes de las novelas francesas; y que, la otra mitad, apenas silbaran las balas, correrían como galgos.

Las rabonas eran otra cosa. Concubinas, queridas, esposas o barraganas de los reclutas y soldados, estas indias y zambas con polleras de colores, descalzas, con largas trenzas que asomaban debajo de sus pintorescos sombreros campesinos, hacían funcionar el campamento. Cavaban trincheras, levantaban parapetos, cocinaban para sus hombres, les lavaban las ropas, los espulgaban, hacían de mensajeras y vigías, de enfermeras y curanderas, y servían para el desfogue sexual de los combatientes cuando a éstos se les antojaba. Muchas de ellas, pese a estar embarazadas, seguían trabajando a la par que las otras, seguidas por desarrapadas criaturas. Según Althaus, a la hora de pelear, eran las más aguerridas, y estaban siempre en primera línea, escoltando, apoyando y azuzando a sus hombres, y sustituyéndolos cuando caían. Los jefes militares las enviaban por delante en las marchas, para que ocuparan las aldeas y confiscaran alimentos y pertrechos, a fin de asegurar el rancho de la tropa. Esas mujeres podían ser, también, putas, pero ¿no había una gran diferencia entre putas como estas indias, y las que, apenas caían las sombras, merodeaban por los contornos del Arsenal Naval de Toulon?

Cuando Flora partió, rumbo a Nimes, el 5 de agosto de 1844, se dijo que su estancia en Toulon había sido más que provechosa. El comité de la Unión Obrera contaba con una directiva de ocho miembros y ciento diez afiliados, entre ellos ocho mujeres.

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