Cr?nica De Un Iniciado
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La ambig?edad del tiempo y una C?rdoba tan m?tica como real, constituyen el escenario propicio para el pacto diab?lico y el rito inici?tico. Es octubre de 1962. La inminencia de la guerra por la crisis de los misiles en Cuba y un grupo de intelectuales argentinos que asisten a un estrafalario congreso. En ese marco, Esteban Esp?sito se enamora de Graciela Oribe, fuente de la evocaci?n y la memoria apasionada que dar? cauce a esta enigm?tica historia de amor. De all? en m?s, las treinta y seis horas en la rec?ndita C?rdoba y la m?quina del recuerdo hacen del tiempo un protagonista sustancial, y Esp?sito asumir? otras b?squedas existenciales que lo conectar?n con el delirio, con el ser, con el sentido de la vida y de la muerte y con su parte demon?aca. Y, en una encrucijada, pactar? con el Diablo para aceptar una nueva moral y un gran desaf?o: canjear la vida por la literatura.
Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabidur?a tiene un precio.
En la tradici?n de Goethe y Thomas Mann, de Arlt y Marechal, deslumbra y emociona la rebosante imaginaci?n, la hondura metaf?sica y la perfecta arquitectura de Cr?nica de un iniciado.
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XII
Había tendido largamente a sus tres mil hombres y bajándole las riendas al caballo galopó de un extremo a otro de la línea, y los arengaba. El indio que había en Laureano, remoto salvaje comedor de carne cruda, y el conquistador que había en Laureano, bárbaro cristiano salido de un ducado o de una cárcel de España, con la estirpe del sol incásico y del Toro en la discordia de su sangre apenas amansada en largas tardes del colegio Monserrat, subidos a un caballo, dieron esto: una cruza de gaucho y de soldado, un patrón de estancias que era a la vez general patriota, asesino, señor feudal, galopando a los gritos ante una guerrilla de hombres curtidos y silenciosos que lo miraban como a un dios o como al arquetipo casual de cualquiera de ellos. Dios lar o arquetipo inacabado, pero en sí mismo bárbaramente hermoso, ahí, bajo el fulgor colorado de los cerros. Laureano clavó el caballo y desmontó. Acantonó cien hombres en el campamento del mangrullo y, mientras daba instrucciones acerca del camino por el que debían escoltar a la muchacha hasta Salta, si pasaba algo, pidió otro caballo. "El moro me lo reservo para una más grande", dijo sonriendo. Pensaba en Rosas; no sabía que estaba hablando de la muerte. No esperó el amanecer, dijo Lalo, y ésa fue una equivocación. El caso es que volvió a montar, enfiló hacia la loma, vio ponerse en movimiento a las tropas de López y ordenó cargar. La resistencia de los santafesinos entraba en los cálculos del abuelo; pero no semejante resistencia. Aquellos hombres, sabiéndose apoyados por el ejército de Bustos que marchaba sobre Laureano desde algún lugar de Córdoba, sabiendo que ni Ramírez ni Carreras existían ya, y contando a las espaldas del jujeño con los blandengues y dragones de Lamadrid, peleaban como contentos, como si aquella guerra ya estuviera decidida o sólo fuera cuestión de tiempo. Dos horas después del amanecer, Laureano, injuriado por aquella resistencia, ordenó abrir sus tropas a derecha e izquierda y él mismo cargó por el centro con lo mejor de su caballería. Cuando López se retiró, la gente del abuelo lo persiguió un rato, no mucho, y más bien como de lujo, porque Laureano sabía que el norte significaba alejarse de Buenos Aires y de las tropas entrerrianas que, según confiaba, venían hacía el centro del país para marchar sobre la Capital.
Lo que sigue, dijo Lalo, es una total carnicería.
Porque cuando el jujeño se reagrupaba, los dragones y húsares arremetieron de lo alto y la sableada fue atroz. Lamadrid cargó sobre Laureano; y parte de su caballería, sobre el campamento, donde, rodeada por unos cien hombres y por la guardia personal del jujeño, estaba la muchacha, Aasta. Cómo hizo el abuelo para aguantar el choque de Lamadrid, no han sabido explicármelo. Cómo hizo para quebrar a los que venían bajando de la loma, pasarlos por el medio y llegar con un puñado de hombres al campamento del mangrullo, pertenece quizá a la historia de las mentiras argentinas, al folklore de las zambas, a la memoria de las viejas y los guitarreros muertos hace un siglo. Hagan de cuenta que soy Hornero y créanme, dijo Lalo. Porque cuando los hombres del viejo ya estaban a punto de dispersarse, vieron al abuelo, de a pie, salir gritando desde el centro del desbande. Lo vieron desmontar de un sablazo a uno de sus propios oficiales, que huía, subirse al caballo y arremeter solo contra la avanzada de Lamadrid. Instintivamente lo siguieron para cubrirlo; cuando volvieron a pensar en algo, los que no estaban muertos estaban del otro lado defendiendo el campamento del mangrullo. Laureano, puteando al cielo y a la tierra y a Estanislao López, rearmó sobre la marcha lo que quedaba de su gente, cambió otras tres veces de caballo, volvió sobre Lamadrid, lo obligó a replegarse y vio morir en una sola madrugada a más de mil hombres que habían sobrevivido durante años las guerras contra los ejércitos regulares de España. Cuando por fin dio la orden de abandonar el campo, ni López ni Lamadrid se atrevieron a seguirlo. Tal vez porque no era necesario. Sabían lo que ignoraba el abuelo: que nunca se juntaría con Pancho Ramírez; que, en algún momento de ese mismo día, el viejo iba a encontrarse fatalmente con el ejército de Bustos o con alguna de sus avanzadas. O tal vez no lo siguieron porque esa lenta retirada de seiscientos hombres tenía algo de imponente, algo que inspiraba respeto y hasta temor. Los jujeños fueron dando la espalda al campo sin ningún apuro, con ostentosa lentitud, y se retiraron como si reiniciaran su marcha. Hacia abajo y hacia el este, como si no se resignaran a alejarse de Buenos Aires. Los jefes de Laureano, detrás de cada despojo de lo que había sido un batallón, iban cubriendo la espalda de aquellos gauchos que llevaban sus caballos al paso. Un puñado de jinetes rodeaba una berlina en la que iba una mujer. Laureano Zamudio, montado en un alazán y llevando de tiro un alto caballo moro, miraba la tormenta y pensaba en la Confederación.
Me gustaría saber en qué pensaba, dijo Lalo, porque lo razonable hubiera sido buscar las sierras del oeste, meterse en los bolsones y tratar de pasar a La Rioja, donde tenía parientes. El caso es que el atardecer y la muerte lo agarraron en los pantanos, y ahora no nos sirve más el oso, dijo Lalo. O sí nos sirve, pero a condición de que cambiemos de perspectiva e imaginemos que la piel es toda Córdoba, aunque nos vendría mejor una de esas mujeres que dibuja Verónica, porque no sé si se habrán fijado que el contorno de Córdoba es idéntico a un boceto de la Venus de Milo a la que, además de los brazos, le faltaran la cabeza y las piernas, y sobre todo la pierna izquierda, que vendría a estar cortada al bies a la altura de la verija. En fin, dijo Lalo, arréglense con el oso. Este poquito que avanza hacia el azotillo, es lo que queda del abuelo. Este montón son las milicias de Bustos, gobernador de Córdoba, flor de malandra dicho sea entre nosotros y espero que no haya ningún descendiente entre mis contertulios. "Yo", dijo una señorita muy flaca. "Mamá es Bustos". Lalo la miró con estupor: No me digas que vos tenés Bustos en tu parte materna, querida, yo ni te imaginaba partes maternas. No me interrumpan que pierdo el hilo. Y lo que viene es muy serio. Lo que viene podría llamarse, sin exagerar, la Aristeia del amor y de la muerte del abuelo Laureano, y, para contarlo como se debe, los argentinos deberíamos hablar en hexámetros. Imagínense lo que pensó el viejo cuando vio venir a su encuentro semejante cantidad de gente. Yo voy al baño y en seguida vuelvo.
Ramírez, pensó el abuelo. Y mandó un estafeta para que se cerciorara. Ramírez, pensaba como quien reza, y en el sonido de esa sola palabra cabían legiones de pensamientos, de símbolos, de imágenes puestas en el futuro y de visiones del pasado, que se habían ido acumulando en su cabeza a lo largo de los últimos diez años. La autonomía de las provincias, las palabras de Belgrano, los caballos atados en la reja de la Pirámide, no por barbarie o desdén a Buenos Aires como habían inventado los porteños, sino porque en algún lugar había que atarlos y esa plaza estaba llena de carretas. Ramírez quería decir el cumplimiento del tratado del Pilar y la autonomía y la libertad plena de las provincias, y acaso, una vez que los ganaderos y leguleyos de Buenos Aires se comportaran como argentinos, también quería decir patria y nación. Porque el abuelo estaba loco, como había dicho Verónica en el parque, y en el más secreto recodo de su corazón todavía pensaba que hasta iba a tener vida para volver a unirse al ejército grande para pelear a las órdenes del General o de Güemes, y murió esa misma noche sin saber que a Güemes le habían pegado un tiro por la espalda en la oscuridad de las calles de Salta y sin querer recordar que Belgrano, sin mando, despreciado por todos, hidrópico y casi imbécil de dolor, había muerto hacía un año en una cama de Buenos Aires. La llegada del estafeta le cortó los pensamientos. Llegó casi al galope hasta donde estaba Laureano y cuando el caballo se detuvo rodó de la montura y cayó boqueando a los pies del viejo. Le habían volado la mitad de la cara de un balazo y alcanzó a decir que no con la cabeza. No era Ramírez. Eran mil quinientos hombres del ejército de Bustos, al mando de ese animal de Bedoya, según pudo constatar el abuelo. Reunió a sus oficiales y les habló. Ellos dijeron que sí. Volvió a dar instrucciones para que cincuenta montoneros escoltaran a la muchacha por el camino de los bolsones, y en eso estaba cuando la chica se le apareció por detrás. Aasta golpeó el suelo con el pie, y sin saberlo, habló con las mismas palabras que la Delfina.
– No te canses ni te aflijas, que yo me quedo -dijo-. O dónde voy a estar mejor que con vos.
Él casi ni la escuchó. Le miraba el pie. Un pie tan chico que a Laureano siempre le había causado asombro que sirviera para caminar, y que no fuera un adorno. Después dijo que esta vez iba en serio, esa gente venía a matarlo, y daba la impresión que de esta hecha iban a conseguirlo. Lo decía demasiado en broma como para que no fuera cierto. Ella respondió que por eso mismo se quedaba. Si él sobrevivía, ya la salvaría mejor que nadie, y si no, qué pensaba él que iba a hacer ella con su vida.
Laureano no la miró. Habló con mucha lentitud.
– Dos cosas. Cuidar a mi hijo y llorarme. Aasta dudó un momento y finalmente dijo:
– Yo no nací para llorar.
El resto de los diálogos y el resto de la historia también se parecen a los otros, porque Laureano arguyó que la derrota era inevitable y que, estando la mujer ahí podía ser un obstáculo para su propia salvación, la de Laureano, o no se daba cuenta de que si lo derrotaban iba a tener que huir hacia el oeste y que esa gente se iba a divertir en cortarle la cabeza delante de ella.
– Entonces que no lo derroten -dijo la chica. Laureano gritó:
– No tengo hombres, ni armas suficientes. Hasta un animal como Bedoya puede ganar una batalla como ésta. Conoce el lugar, tiene tres veces más gente que yo.
– Antes, usted decía que las batallas las ganan las entrañas de un jefe.
– Lo decía antes y lo digo ahora. Pero atrás de esos ladrones de vacas viene seguramente otro ejército. Y yo no tengo más que estos seiscientos desesperados, heridos y deshechos por la fatiga y montados en caballos que ni pueden tenerse en pie. Ya casi no tenemos municiones, carajo. Hasta las armas de fuego faltan. ¿O no entiende? Aasta lo miraba en silencio. Entonces habló un oficial.
– Tenemos sables y tenemos cuchillos.
– Vaya a hacerse cargo de su puesto -dijo Laureano-. Y después de la sableada, si no lo han muerto, presénteseme arrestado por hablar sin permiso.