Las Edades De Lulu
Las Edades De Lulu читать книгу онлайн
Sumida todav?a en los temores de una infancia carente de afecto, Lul?, una ni?a de quince a?os, sucumbe a la atracci?n que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella hab?a deseado vagamente. Despu?s de esta primera experiencia, Lul?, ni?a eterna, alimenta durante a?os, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desaf?o de prolongar indefinidamente, en su peculiar relaci?n sexual, el juego amoroso de la ni?ez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un d?a, cuando Lul?, ya con treinta a?os, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Entonces su propietario se asustó, basta ya.
Me sonreí para mis adentros, no te va a servir de nada mandarle parar, pensé, te has pasado de listo y ya no volverá a disfrutar contigo, ha descubierto que existen cosas mejores que tú, imbécil.
Los acontecimientos me dieron la razón.
El grado de conformidad que mostraba Lester hacia su destino cambió radicalmente cuando su novio, sin haber desnudado su sexo aún, se dirigió hacia él, contoneándose levemente, con una sonrisa en los labios, se las arregló para encontrar un sitio donde apoyar las rodillas, y le penetró; acariciándole el pecho con una mano. El alicantino tuvo que notar el cambio de situación, porque a juzgar por la expresión de felicidad que se dibujó en su cara, la polla de mi favorito tenía que haberse puesto como una piedra, y debía de ser capaz de llenar adecuadamente por fin su holgado conducto, pero eso no debía importarle mucho ahora, porque el muñeco que se había traído desde Alcoy se negaba a obedecer sus
órdenes, y lejos de presentarse ante él, cruzó de rodillas, con la boca abierta, toda la habitación, para satisfacer después humildemente con la boca al eventual amante del amante de su amante, al magnánimo ser que le había abierto los ojos de una vez para siempre, y se dedicó a lamer generosamente sus testículos antes de abrir su grupa con las manos para hundir la lengua en el orificio central. Juan Ramón sin volverse, le dio su conformidad con un gruñido.
Me lo estaba pasando bien, muy bien, pero entonces, de repente, me di cuenta de que éramos nueve, y de que ocho, todos excepto yo, habían entrado ya en juego.
Entonces me asusté, adquirí conciencia por primera vez de mi inmovilidad, e intuí que posiblemente estaba destinada a ser el plato fuerte de la velada.
Ella vino hacia mí, me cogió por las muñecas, y apretó mis manos alrededor de sus perforados pechos haciendo lo mismo conmigo, me acariciaba suavemente al principio, sus uñas me producían una sensación muy agradable, pero sus dedos se desplazaron rápidamente hacia mi sexo, estiraron mis labios hacia abajo, y los pellizcaron repetidamente con sus afiladas puntas, me hacía mucho daño, de modo que aunque intuía que el efecto de mi acción resultaría tal vez peor que su causa, lancé una de mis rodillas contra su cuerpo, y conseguí tirarla al suelo mientras chillaba con todas mis fuerzas, llamando a Encarna a gritos, confiando todavía en poder escapar indemne de allí, nunca más, me juraba a mí misma, nunca más, pero no vino nadie, nadie, los demás Participantes en aquella fiesta me miraron un instante con curiosidad, sin mostrar intención alguna de intervenir en mi favor, excepto la yonqui que me miraba con lágrimas en los ojos, y lo intentó
Pero la detuvieron a tiempo, a las dos nos iba a costar muy cara la dosis aquella noche, pensé, y ella se levantó por fin, lentamente, me miró, sonriendo, y arrodillada ante mí, desgajó los tacones de mis botas y tuve que agarrarme con las dos manos a la cadena para impedir que la súbita presión provocada por la brusca disminución de mi estatura me rompiera el cuello, conseguí un cierto equilibrio de puntillas sobre las elevadas plataformas a cambio de la inmovilidad más absoluta, ella soltó una carcajada antes de alojar su puño en mi estómago, yo no podía moverme, sus uñas se clavaron en mi escote, desplazándose luego bruscamente hacia abajo, abriendo heridas largas y toscas, más tarde recurrió a procedimientos más sutiles, como las dos pequeñas pinzas plateadas que aprisionaron mis pezones, unidos por una cadenita de la cual ella estiró hacia sí violentamente, para que todo mi cuerpo fuera detrás de mis pechos, que yo sentía cada vez más lejos, como si fueran a rasgarse de un momento a otro, así jugó, conmigo un buen rato, impulsándome hacia delante y hacia atrás con simples movimientos de su muñeca, columpiándome sobre mis precarios apoyos, las manos desolladas ya por el roce con los eslabones de la cadena, los brazos cada vez más débiles, los músculos progresivamente dormidos, pero también de eso se aburrió, y me concedió un par de minutos de descanso antes de volver con algo que no pude distinguir muy bien al principio, aunque luego, mientras lo golpeaba contra la palma de su mano, advertí que se trataba de un objeto bastante corriente un calzador de metal montado sobre una caña de bambú, y no vi nada más, ella me dio la vuelta con las manos, volviéndome contra la pared, dando comienzo a una nueva fase, y entonces fue cuando recordé aquel viejo chiste malo, porque solamente me dolieron las treinta primeras hostias, descargó el primer golpe contra mis pantorrillas, después fue ascendiendo poco a poco sobre mis muslos, concentrándose en el tramo que se extendía inmediatamente a continuación del borde de las botas, luego, en contra de lo que yo imaginaba, se detuvo poco tiempo en mis nalgas pero, a cambio, desencadenó una espantosa avalancha de golpes un poco más arriba, a la altura de los riñones, y el dolor llegó a hacerse tan insoportable que más tarde apenas sentí los impactos del calzador sobre mi espalda, pero eso no era suficiente todavía, y colocándome nuevamente frente a ella repitió el proceso en sentido inverso, de arriba a abajo esta vez, azotando salvajemente mis pechos primero, me di cuenta de que eso le gustaba, le gustaba mucho, en aquel momento el gigante se acercó a nosotras, y rodeó mis costillas con un brazo, para levantarlos e impedir que temblaran después de cada golpe, aumentando la superficie disponible, ella desprendió la pinza de mi pezón izquierdo y cerró los dientes alrededor de él, yo pensaba que la carne estaría tumefacta, insensible ya, pero no era así, su mordisco vino a demostrarme que el estado de inconsciencia en el que confiaba sumirme de un momento a otro estaba todavía muy lejos, los golpes se redoblaron, y al final, él hizo pasar sus brazos bajo mis corvas y me sujetó con firmeza, liberando momentáneamente mis manos de la dolorosa obligación de sujetar la cadena, para que ella se ocupara de la piel interior de mis muslos, aproximándose lentamente a mi sexo, lo esperaba, y esperaba desmayarme entonces de una vez, pero sentí el impacto del calzador sobre la carne contraída, temblorosa, y no pude sustraerme al dolor, tuve que soportarlo íntegramente, durante minutos que se me antojaron siglos, mientras me consolaba pensando que aquello no iba a durar mucho más, porque si las aristas metálicas no me mataban, cuando él dejara de sujetarme, abandonándome nuevamente a mi suerte, no iba a tener fuerzas para sujetar la cadena ni media hora más, y acabaría rompiéndome el cuello dentro del rígido collar de perro.
Qué desperdicio, pensé, derrochar tanto color, tanto patetismo, en la muerte de una mujer insensible, tan incapaz de disfrutar con los finales trágicos.
– ¡Agua!
Ella, que venía hacia mí con un gancho al rojo previamente calentado en un hornillo, se detuvo bruscamente, en el centro de la alfombra.
Volví a pensar para asegurarme a mí misma que había sido un espejismo, que no era posible tener tanta suerte, pero la voz de Encarna resonó nuevamente al otro lado de la puerta, al tiempo que se escuchaba el nervioso golpeteo de unos nudillos sobre la madera.
– ¡Agua!
El sonido de una sirena invadió la calle.
Ella dejó el gancho sobre el hornillo, ya apagado, cogió una gabardina que había sobre una silla, se la echó encima a toda prisa y escapó por una pequeña puerta disimulada en un armario, que yo también conocía.
Encarna chilló por tercera y última vez.
– ¡Agua!
El alicantino, que no debía entender lo que pasaba, se quedó sentado en el diván, el niño por fin de nuevo en sus brazos, mientras todos los demás desfilaban rápidamente detrás de aquella arpía.
Yo lloraba, incapaz de creérmelo todavía, una redada, una bendita redada, la bendita policía que me había salvado el pellejo, toda la vida encogiendo los hombros y andando de puntillas cuando pasaba al lado de cualquier tío uniformado, aunque fuera un guardia de tráfico, y ahora, aquellos ángeles habían tenido la bendita idea de montar una redada justamente en aquella calle, justamente aquella noche, justamente a aquella hora, y yo había salvado la piel, la había salvado, benditos sean, me repetía, bendita sea la policía madrileña, bendita por siempre jamás.